Corrupción: un país de cínicos
La independencia se encuentra íntimamente vinculada con la representación política moderna, cuyo origen se ubica más claramente en la revolución francesa. La Constitución de 1791 implicó en este sentido un punto de inflexión en cuanto a la forma de representación en tanto declaró el rechazo al mandato imperativo y la preeminencia de la nación por sobre los intereses particulares.
Mientras la representación premoderna se encontraba atada a grupos orgánicos o intereses particulares, el cambio hacia la representación moderna implicó la idea de representar todos los intereses, incluso los que no se encontraban organizados. Esta transformación histórica de la representación surgió, de acuerdo a Sartori por el creciente poder que adquirió el parlamento en la medida que además de representar los intereses de los ciudadanos se volvió un órgano soberano con capacidad de gobierno.
Es decir, el parlamento al constituirse en un órgano del estado con la pretensión de representar a la nación requirió un mayor nivel de autonomía.
Cotta definió la representación política como: “una relación de carácter estable entre ciudadanos y gobernantes por efecto de la cual los segundos están autorizados a gobernar en nombre y siguiendo los intereses de los primeros y están sujetos a una responsabilidad política de sus propios comportamientos frente a los mismos ciudadanos por medio de mecanismos institucionales electorales.
De lo anterior se sigue que la representación no implica ni la máxima ampliación de la brecha entre representante y representado, de manera tal que el primero tenga el espacio para poder hacer lo contrario a los intereses del segundo, ni la superposición del representante con el representado de forma tal que se diluya la distancia entre ambos. En todo caso la representación es un complejo entramado que se sitúa en medio de estos dos polos (el mandato y la independencia). Es por ello que cuando Bernard Manin señala que uno de los principios fundamentales del gobierno representativo que se ha mantenido desde fines del siglo XVIII hasta la actualidad es la prohibición expresa del mandato imperativo, se olvida que la ficción de la promesa vinculante jugó un rol central a la hora de legitimar cualquier elección representativa y, por tanto, de fundar la obligación política. Así, el mandato imperativo, en tanto promesa, ocupó y ocupa un lugar central en el imaginario político. Así, se ha hablado y se habla de que alguien cumplió o traicionó su mandato y muchas veces se evalúa a los gobernantes en este sentido. La representación será siempre un concepto multívoco, por tanto, problemático y cambiante, que no tiene un solo significado.
Para determinar a cuatro años de iniciada su gestión, respecto de si cumplió o traicionó su mandato, el lopezobradorismo es sometido no sólo a la medición del personaje carismático que, imaginó el politólogo, Arnaldo Córdova para designarlo como el presidente fuerte, sino que basta citar que no hubo (y no hay) política, administración ni desarrollo en la gestión del presidente de la República; los indicadores lo mismo internos que externos tienen en vilo a su personalismo y, por tanto al país. La democracia mexicana incierta, logrará restaurarse al cabo del experimento lopezobradorista?
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