Fortaleza digital con el aguinaldo
La realidad actual demuestra que las elecciones de ningún modo obligan a los representantes y/o gobernantes a un buen desempeño, tampoco uno apegado a la voluntad popular; y es claro que la sociedad carece de los informes y elementos indispensables para hacer una evaluación gubernamental, y que, en el último de los casos, a los representantes poco importa la posibilidad e incluso amenaza de no volver a votar por ellos, mediante reelección o nuevo cargo público.
Entre otros fenómenos analizados tiene que ver con el “mandato-representación”, lo cual muy rara vez se cumple, toda vez que el nivel de las campañas electorales es muy bajo, carece de un carácter informativo en torno a los proyectos a emprender y su vinculación directa con los beneficios que teóricamente recibirá la sociedad.
En el supuesto de mejores niveles de campaña y de calidad de los candidatos, éstos informarían a la sociedad qué políticas van a aplicar, las razones que las convierten en la mejor opción y los beneficios que reportarían, pero nuevamente, nada garantiza que el plan anunciado en campaña sea el mismo que se aplica ya en el poder.
Otro de los problemas del mandato-representación estriba en el hecho de que los políticos con frecuencia encuentran más incentivos en el no cumplimiento de los intereses de la mayoría, por los beneficios tanto personales o de grupo.
Ahora bien: ¿puede trabajarse en el diseño de instituciones y leyes que garanticen que los candidatos, lo mismo un gobierno que un parlamento, se mantengan firmes y fieles en torno al compromiso contraído por el electorado?
La respuesta es que eso difícilmente ocurrirá, en primer término, en el caso de los gobernantes, porque llegan al poder enfrentando la realidad nacional que deja su antecesor, y porque el carácter parlamentario, en el segundo caso, es de suyo deliberativo con fuerzas políticas e ideológicas distintas y lo que se impone es la negociación.
En torno a la concepción de gobiernos responsables, su concreción es igualmente difícil, de nueva cuenta porque los incentivos –e incluso los objetivos personales tanto del gobernante como del parlamentario- pesarían más que los de la sociedad, y están dispuestos a pagar el costo político que supondría no seguir los compromisos contraídos con la sociedad ni el cumplimiento de su programa de gobierno expresado en campaña.
Y es que, aunque efectivamente el ciudadano usa el voto para castigar al gobernante apartado de los compromisos contraídos, se encuentra con dos dificultades: la ausencia de información para evaluar, y que el voto se hace en retrospectiva, no pensando en el futuro a construir.
Otras dificultades tienen que ver con la ausencia de mecanismos más claros para medir el desempeño de los gobiernos de coalición, o el hecho de que un gobernante no tenga el control de su Congreso y que éste se halle en manos de la oposición.
Por tanto, las elecciones no son el único medio para evaluar a los representantes, a los gobiernos, sobre todo si la sociedad echa mano de la evaluación del desempeño de instituciones democráticas que tienen su propio peso específico, cuya misión es alcanzar el equilibrio y la revisión mutua del desempeño. Esto aplica en los puestos y poderes sujetos a elección, pero no en el Judicial.
La crisis de representación y la de las democracias mismas, que arrastramos ya durante décadas, sigue siendo vista con pesimismo, particularmente porque las élites políticas determinan tanto el andamiaje institucional como el legal, siempre partiendo de su propio beneficio.
La coyuntura más reciente plantea que a pesar de sus dificultades internas y en el congreso, el partido del presidente se robustece y las oposiciones se debilitan. Si se quiere fortalecer la calidad de la democracia tiene que ocurrir a través de la calidad de la oposición con propuestas alternativas al partido mayoritario y sus aliados.
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