Alfa omega/Jorge Herrera Valenzuela
Las elecciones no son el único medio para evaluar a los representantes, a los gobiernos, sobre todo si la sociedad echa mano de la evaluación del desempeño de instituciones democráticas que tienen su propio peso específico, cuya misión es alcanzar el equilibrio y la revisión recíproca del desempeño. Esto aplica en los cargos y poderes sujetos a elección, pero no en la rama judicial.
La crisis de representación y la de las democracias, que arrastramos ya durante décadas, sigue siendo vista con pesimismo, porque las élites políticas determinan tanto el diseño institucional como el legal, siempre partiendo de su propio beneficio.
Seguimos enfrentados con la necesidad de conocer lo que hace el gobierno –la transparencia- y seguimos enfrentados con el muro del oscurantismo de los que nuestros representantes –tanto en el gobierno como en los congresos- dicen hacer en nuestro beneficio.
Uno de los más terribles males a los que nos enfrentamos, tanto en el caso de la representación como en el de la democracia, es la imposibilidad de evitar que las élites políticas influyan tanto el resultado de las elecciones como de las políticas gubernamentales, tomando decisiones de grupo bajo la argumentación de que ese es el beneficio de las mayorías.
Ese determinismo político ha sido trasladado incluso al terreno de lo electoral: de las elecciones competitivas y diferenciadas en la oferta tanto legislativa como de gobierno, pasamos a la misma agenda –con sus matices- de los distintos partidos políticos, como de sus candidatos. Bajo este esquema, la sociedad carece de opciones para elegir una verdadera representación y los mecanismos, leyes e instituciones que garanticen que se vive en una democracia.
En este contexto, sociedades enteras enfrentarían élites políticas que se turnan la representación y el poder a partir de su alianza para minar toda oferta diferente ante el electorado. Y más aún: derivan también en convertirse en aliados de los beneficios que otorga legislar y gobernar de espaldas a la sociedad, porque el costo político a pagar es mínimo: acaso perder el poder, pero para que gobierne el aliado, al cual le unen la corrupción y la impunidad.
En el caso México, el retraso en la creación de un sistema anticorrupción es responsabilidad de todos los partidos y actores políticos, porque de fondo a ninguno conviene, de lo que da testimonio la gestión AMLO que se benefició de esa narrativa. Y para hacer frente a ese compromiso contraído con la sociedad, a fin proyectar la idea de que se está cumpliendo, se aprueban legislaciones frágiles y se nombran funcionarios proclives al régimen político y de entre la misma élite política.
Por lo que toca a la decisión de que alguien gobierne de acuerdo a la sentencia de un tribunal electoral no parece ser del todo un ejercicio democrático, sino acaso mostraría que las instituciones funcionan para resolver controversias, cuando de antemano el resultado de las elecciones está en controversia.
No es, por tanto, nada sencillo llegar a la verdadera representación y mucho menos hacer realidad la democracia, lo mismo en países en transición política, que en aquellos que aparentemente tienen mayor experiencia en torno a la consolidación de su forma de democracia.
México tiene el reto de que prevalezcan las instituciones no obstante el personalismo del presidente, López Obrador y, la sociedad debe pugnar porque sigan celebrándose las elecciones de manera periódica y auténtica. Es verdad que se trata de una coyuntura crítica la que enfrenta el sistema político mexicano contemporáneo y al mismo tiempo es una muy valiosa oportunidad para restaurar el mosaico regional en la distribución del poder político y por tanto, robustecer nuestra democracia.
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