Abanico
En torno tanto a los modelos de sistemas electorales es imprescindible, en el proceso de consolidación democrática, recurrir a la obra de Hugo San Martín para advertir que existen otras variables para considerar a los organismos electorales no sólo eficientes, sino verdaderamente independientes y comprometidos con la democracia.
En este rubro, nos referimos al nombramiento y remoción de los integrantes del órgano electoral, generalmente integrados por organismos colegiados, en algunos casos sus miembros son de origen exclusivamente judicial; en otros son designados por el Congreso; en otras el Ejecutivo comparte la designación con el Legislativo o con el Judicial; también se da el caso, excepcional, de que la designación de sus miembros tenga origen en los tres poderes del Estado o que en su integración tengan injerencia, en diverso grado, los partidos políticos.
El problema de la influencia de los actores políticos que conforman esos poderes, considera San Martín, puede ser atemperado o acentuado por tres factores: la coincidencia o no de los períodos de ejercicio con los del Ejecutivo y del Legislativo, la existencia o ausencia de restricciones referentes a la actividad política de los candidatos a integrar el organismo electoral; y el establecimiento de los organismos en los cuales reside la facultad de remover a los mismos integrantes de estos organismos electorales supremos.
Insistimos, como afirma San Martín, esto puede atemperarse o acentuarse.
No obstante, de fondo existe otro problema no menos grave: son los legisladores, emanados y pertenecientes a los partidos, en sus congresos o parlamentos, los que tienen a su cargo generar la legislación que sirve como marco para regular tanto a los órganos electorales como los procesos comiciales, y eventualmente establecen condiciones favorables para la fuerza política a la que representan, lo cual también debe ser atemperado
De lo contrario se corre el riesgo de que la autoridad electoral, por sus integrantes y sus marcadas tendencias ideológicas, rompan la obligada imparcialidad y autonomía indispensables en su proceder y en sus decisiones, perdiéndose la confianza tanto de los competidores en la contienda electoral como en la sociedad en torno a la independencia, autonomía e imparcialidad del órgano electoral.
Deberíamos tomar nota de esos factores ahora que hemos vuelto a evocar la reliquia del colegio electoral de 1988 con la que el PRI venció pero con graves cuestionamientos en torno a la transparencia del proceso electoral o la efectividad del órgano electoral autónomo y constitucional que ha arbitrado desde 1996 las elecciones mexicanas, entre otros razones por el perfil de sus miembros.
Una experiencia semejante ocurre en la coyuntura de la consulta popular del próximo agosto en que la narrativa y la naturaleza jurídica y política de la pregunta aprobada por el poder judicial de la Federación, corren por pistas separadas y sin embargo, de nueva cuenta será fundamental el rol de la autoridad electoral para acentuar o atemperar el comportamiento de los actores ya polarizados en una sociedad que, junto con la realidad se niegan a formar más distractores en búsqueda que la administración López Obrador no ejerza más declarativamente el poder, sino cumpla ya con sus funciones ejecutivas en la segunda parte del sexenio.
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