El presupuesto es un laberinto
Se consolida un nuevo modelo de partido: el profesional electoral. Este tipo de partido se caracteriza por una reducción de su expresión ideológica, una flexibilización de sus programas y una estandarización de su imagen. Éstos ya no pueden pretender un nivel de participación capaz de mantener sus viejas estructuras y todos sus esfuerzos consisten en garantizar ese grado mínimo de participación que es el voto. Por último, el partido electoral parece tender a concentrar crecientemente las decisiones en el vértice, con lo cual declinarían las ventajas políticas de la pertenencia al partido y a la militancia en general. Pero, aunque no se redujera el número de los afiliados, lo que se modificaría sería su rol frente a una mayor autonomía de los líderes y a un proceso decisional más ejecutivo y profesionalizado. En consecuencia, este partido, en esencia electoral, impone de manera creciente a los líderes revalidar constantemente sus títulos, no ya como representantes de las creencias de la base sino en tanto receptores de votos y de popularidad en los sondeos.
La lógica de este modelo partidario y el tipo de competencia que impulsa hacen que se multipliquen los reclamos ciudadanos orientados a conocer a los representantes, pudiendo confeccionar una boleta propia sin tener que respetar el orden interno propuesto por los partidos. Ahora bien, esta personalización que se reclama en el voto es la expresión de una nueva forma que toma la relación representativa en el contexto político descrito. Si los partidos no expresan más intereses sociales ni presentan propuestas claras a sus electorados, ¿en qué sentido representan? Esta pregunta ha originado en los últimos años una importante discusión que aún no se ha cerrado, pero en la que podemos encontrar algunos puntos de acuerdo.
Resulta claro que la fuerza del lazo representativo, es decir, la credibilidad de la relación entre representantes y representados, es en este modelo mucho menos densa que antes, no sólo en relación con el modelo de masas sino también con el parlamentario. La actual representación política parece aproximarse a la noción de popularidad, tendiendo a identificar a un dirigente o partido como representativo cuando despierta una imagen positiva en el electorado que se convierte en público o audiencia. Ciertamente los contenidos de esta imagen son en algunos casos los mismos que los de la representación de intereses años atrás: que el accionar del dirigente/partido coincida con el de el/los votantes. Sin embargo, la dificultad de la identificación de los intereses propia de la sociedad actual, conduce a que nuevos contenidos más personales que políticos se complementen con éstos. Así, en la popularidad conviven de manera compleja factores como el conocimiento, la simpatía, el carisma, la prestancia mediática o la sinceridad, los cuales hacen que la adhesión al líder político sea más directa pero menos comprometida en tanto no requiere participación ni estar identificado con un determinado programa o tradición.
Es algo semejante al modelo de partido carismático que, según Panevianco, depende de un único actor y no de la fuerza electoral de una estructura política. México ha avanzado a partir de 2018 por ese liderazgo que, con el lopezobradorismo busca el desmantelar el gran logro de nuestra democracia: el consenso construido en torno a las autoridades electorales y judiciales.
Se trata de un consenso surgido después que el régimen del PRI venció pero con graves cuestionamientos sobre la transparencia de la elección presidencial de 1988. Hoy, la élite lopezobradorista busca hacer frágil el sólido y consolidado sistema electoral mexicano y hay que preguntarnos si lo hace para construir las condiciones de un conflicto postelectoral que le favorezca y tener así el control de los instrumentos y la operación de la elección presidencial de 2024.
Facebook: Daniel Adame Osorio. Instagram: @danieladameosorio.
Twitter: @Danieldao1