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Hoy se cumplen 8 años de la partida de Héctor García, el gran Maestro del fotoperiodismo contemporáneo. Para él no había mayor premio que la foto de primera plana, y apareció en muchas de ellas luego de que nos anunciaran que había partido al cielo, porque el gran Héctor se fue temprano en la mañana del sábado 2 de junio para quedarse en la inmortalidad, territorio que conocía desde hace varias décadas en su papel de fotorreportero y artista comprometido quien resueltamente documentó los grandes movimientos sociales del México de la segunda mitad del siglo XX. Este es un homenaje en memoria al también fundador de La Revista de México/ Gentesur, en el recuerdo muy personal de su director Alberto Carbot y de su biógrafa Norma Inés Rivera, autora de Pata de Perro, su libro de memorias editado por Conaculta en 2007.
Alberto Carbot
Sábado, 2 de junio de 2012. La temprana llamada telefónica me sorprendió. Pero sobre todo —escuchar del otro lado de la línea, la consternada voz de Ignacio del Monte, el hombre que más allá de su trabajo como fisioterapeuta, se había convertido en un personaje muy cercano, imprescindible para María, y casi en la sombra de Héctor García—, me dejó prácticamente sin habla.
—Alberto —me dijo, sin poder ocultar la emoción del momento—, el amo acaba de fallecer. Mari me pidió por favor te avisara. ¿En cuánto tiempo estarás aquí?
—En unos minutos, respondí, desconcertado y dolido. Me temblaron las piernas.
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En las oficinas de la revista Interviú, los veinteañeros de entonces –entre ellos Marco Antonio Cruz, quien descubría los secretos de la fotografía en el laboratorio fotográfico, al lado de María García, esposa de Héctor abrevábamos de la experiencia de otros profesionales del periodismo. Transcurrían los últimos meses de 1978.
Héctor descrito como uno de los más brillantes fotógrafos mexicanos —al lado de su maestro Manuel Álvarez Bravo, aunque por modestia o por desdén no lo asumía de esa manera—, se había destacado también como un admirable e interminable conversador, actitud que mantuvo casi hasta el final de su vida. Era una delicia escuchar sus cientos de historias y algunas pontificaciones, a veces irredentas, sobre políticos o personajes del periodismo, las letras y el mundo artístico. En muchas ocasiones, al extenderse en el recuento de sus historias, le decíamos en grupo:
—Ya Héctor, suelta el micrófono.
En el trajinar cotidiano del diario Unomásuno de Becerra Acosta, nuestra amistad a nivel familiar comenzó a estrecharse, en medio de comilonas en un exquisito, pero clandestino restaurante chiapaneco de las calles de Rébsamen, en la colonia Del Valle, de la Ciudad de México, descubierto por el abogado Gerardo Pensamiento. A esas comidas se sumaba casi siempre nuestro inolvidable amigo Carlos A. Medina, reportero de Excélsior.
En ese lugar, precisamente a mediados de los 80, luego escuchar los detallados episodios de su azarosa vida, se forjó la idea de escribir su biografía Pata de Perro, que originalmente se llamaría Para la historia y fuese Norma Inés Rivera la encargada del proyecto. El libro vería la luz en 2007.
Ahí nos reuníamos una o dos veces al mes, Héctor, María y la pequeña Amparo; Norma y nuestra hija Annick, casi contemporánea a la infanta de la pareja, cuando no lo hacíamos en mi departamento, en otro restaurante o en su casa de la Segunda Colonia de la Periodista.
Visitas cotidianas a Chiapas y otros lugares del interior del país y el extranjero, cumpleaños, navidades, años nuevos y festejos de cualquier índole, fortalecieron nuestra amistad, no exenta de desdichas por enfermedades, imprevistos o fallecimiento de amigos o familiares.
Gracias a la relación María-Héctor García, nuestro círculo de amistades y conocidos se incrementó. Por su casa de Cumbres de Maltrata, vimos desfilar a muchos del mundo periodístico y artístico del país como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y Juan José Gurrola, entre otros. Al paso de los años, más amigos se sumaron en cofradía.
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Desde el primer número de Gentesur, Héctor se incorporó fraternamente al proyecto. Un afectuoso saludo, en la sección de correspondencia, daba pie a su primera colaboración con el tema La canasta de Frida en su columna Chiles Verdes.
“Que esta tarea periodística que hoy inicias —y en la que nos involucramos de todo corazón muchos de los que creemos en ti y te estimamos—, sea por y para Chiapas, entidad a la cual me he mantenido ligado a lo largo de toda mi vida profesional de fotoperiodista.
“Que la objetividad, la lealtad, el respeto y el trabajo periodístico serio, perduren en este proyecto, porque ya no están los tiempos para otra cosa; recibe también el saludo y la solidaridad de María”, escribió.
El último de sus premios nacionales de periodismo, por su reportaje gráfico sobre Frida Kalho, publicado en Gentesur, le fue otorgado en diciembre de 2004 por el Club de Periodistas. La medalla y el diploma correspondiente, me las cedió para que formaran parte del acervo de la revista. Héctor hizo huesos viejos entre nosotros.
Su columna Chiles Verdes —compendiada luego en el libro del mismo nombre, por el poeta Dionisio Morales, en una edición realizada en el 2007 por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-Xochimilco), que se presentó en la Sala Manuel M. Ponce, del Palacio de Bellas Artes—, se mantuvo vigente por más 14 años, hasta poco después de la publicación de su biografía Pata de Perro.
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Héctor se presentó en mi departamento en Patriotismo y me extendió una voluminosa carpeta.
—Te traigo una serie de fotografías sobre mujeres mayas, que podrías publicar como un ensayo en la revista; podrías presentar unas 5 o 10 imágenes muy padres- me dijo.
Mientras imaginariamente con las manos al aire establecía el formato en que podrían acomodarse, las extrajo una a una y la depositó sobre el escritorio.
—¿Cuáles quieres que publiquemos? —le pregunté después de verlas.
—No sé. Hay varias para escoger, me respondió, sin soltar la copa de vino tinto que le había servido a su arribo. Luego, con parsimonia, las tomó nuevamente y sin avisarme, de rodillas, comenzó a tapizar el piso de la estancia, colocando cada foto, una al lado de otra, como tejiendo una alfombra con casi medio centenar de imágenes en blanco y negro. Una vez completada su tarea, se incorporó y dando un sorbo a su copa, me dijo simplemente:
—Escoge las fotos.
—No, Héctor. Dime las que quieres que se publiquen; son tus fotos, todas muy buenas. Escógelas tú, volví a repetir; me siento incapaz de dictaminar sobre tu trabajo. Eres el maestro, volví a replicarle.
—No, en este momento no soy el maestro Héctor García, soy tu amigo, y simplemente tú fotógrafo; tú eres el director. Asume tu autoridad y sé capaz de decidir lo que se publica o no, por encima de lo que pueda pensar o traer un buen o mal fotógrafo; un buen o mal reportero. Tú eres el responsable de lo que se publicará, y así le debes hacer siempre, mano. Ándale saca una, dos o diez fotografías, pero las que a tu juicio sean las que deben publicarse. No te olvides, eres el di-rec-tor, me restregó terminante. Era agosto de 1995.
Luego del telefonema de Ignacio del Monte, comunicándome la amarga noticia de la muerte de Héctor, entre la vorágine de imágenes y reminiscencias, recordé como un día como este, el 30 de mayo de 2005, casi de madrugada, una llamada similar —recibida en la oficina de Gentesur, aún en vela, luego de cerrar la edición correspondiente, mientras diseñadores y reporteros nos disponíamos a salir para desayunar en un restaurante cercano—, me sobresaltó.
Entonces fue María, quien angustiada, solicitaba con urgencia que por favor acudiese a su casa, en Cumbres de Maltrata.
—Héctor se cayó de las escaleras y está muy lastimado. No se puede mover. Apenas lo pude ayudar a incorporarse y sentarlo en un sillón. Oye cómo se queja, hasta acá se escucha -me explicó.
Los lamentos, terribles gemidos de dolor, eran ya perceptibles incluso a través de la bocina del teléfono, distante unos cinco metros de la mesita de la cocina, desde donde ella me llamaba con apremio.
De inmediato abordé un taxi y velozmente franquee las 25 o 30 cuadras que nos separaban. Le ordené al conductor que me esperara, porque muy probablemente había que llevar a una persona al hospital. Así lo hizo. Una vez allí, contemplé a un hombre quejumbroso, apenas acomodado en el sillón de la sala, y envuelto en una frazada. Me acerqué hasta él. Me incliné para tomarlo de los brazos.
—¿Qué ocurrió? ¿Cómo fue? ¿Dónde te lastimaste? ¿Puedes ponerte de pié?, lo asedié a preguntas. Él, con barba de varios días, sólo movía la cabeza, cerraba los ojos y apretaba los labios. Al fin pudo articular unas cuantas palabras.
—Llévame al hospital, mano. No aguanto el maldito dolor en la espalda; creo que me rompí la cadera —me expresó.
—Llamo entonces a una ambulancia –le propuse.
—No, por favor llévame tú ahora mismo. Ándale, entre los 2, con Mari, creo que podré caminar; no podría esperar una ambulancia —respondió.
Con mucho trabajo, coloqué el brazo derecho del viejo fortachón, de aún casi 85 kilos de peso, sobre mis hombros; con el izquierdo, Héctor se apoyó en la frágil María. Con grandes esfuerzos lo mantuvimos en pie. Reconozco que moverlo así, dada la posible gravedad de sus lesiones, era tal vez una imprudencia, pero no quiso esperar.
El trayecto de apenas 20 metros, desde la sala, hasta el taxi, lo hicimos con suma lentitud; fueron más de 10 minutos de dolorosa marcha. A cada paso, un gemido; cada segundo transcurrido, una eternidad.
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Al cabo de varias horas angustia y consternación que se hicieron días internado en el hospital, su fortaleza le permitió superar además un coma, por el cual los médicos inicialmente esperaban un desenlace fatal. Cuando nos informaron de esa eventualidad, de pié, en las instalaciones del nosocomio, donde hacíamos guardia, María y yo, abrazados, comenzamos a sollozar en silencio. Afortunadamente, Héctor volvió a casa.
El dictamen adverso, fue que prácticamente quedaría imposibilitado para volver a caminar; pero ese fue el menor de sus males como resultado de la caída. Repuesto en lo que cabe y enfrentando su nueva situación, en su espacio en Chiles Verdes, con dificultades motrices, Héctor dictó un mensaje personalizado:
“Alberto: Debiera decir que estoy bien, pero los años no pasan en balde y la secuela de mi fractura en la cadera, que todavía me produce un agudo dolor al intentar el más ligero movimiento en esta cama, me indica que no es cierto; me trae de nuevo a la realidad. Llevo ya poco más de 25 días casi sin poder moverme, pero afortunadamente ya estoy en casa. Mis amigos me preguntan cómo ando, y yo les respondo que en cuatro, y a la interrogante —como en la canción de Ernesto Duarte—, de que cómo fue, yo les respondo que no sé explicarme qué pasó. Seguramente un desmayo por insuficiencia cardiaca —dicen los médicos hizo que perdiera la conciencia, me desvaneciera y al caer cuan largo soy, me lastimara seriamente.
“María, mi esposa, sabe muy bien que como buen macho mexicano no me gusta quejarme y menos lloriquear, pero el dolor era tan insoportable, que casi a punto del alarido le supliqué me diese una pistola para acabar con mis males. Pero a petición de María y apoyado en tus brazos, y luego a bordo de un taxi, llegamos al hospital de Los Venados del Seguro Social. Ahí, en una silla de ruedas ingresé a Urgencias del centro hospitalario, tras casi 2 horas de impaciente espera en los corredores; hay que entender que reciben mucha gente las 24 horas del día.
“Más tarde, vinieron las radiografías que reconfirmaron la fractura y con ellas el suero, el internamiento y mi traslado en ambulancia hacia el Hospital de Traumatología de Lomas Verdes, donde estuve sólo 2 días y nuevamente regresé a medicina interna en Los Venados.
“Pocas cosas recuerdo con claridad de mi larga estadía en ese lugar. Percibo eso sí, aunque no muy claramente, a los médicos y enfermeras; las sondas, las interminables bolsas de sangre y suero y las atenciones y desvelos de María y la presencia de mis 3 hijos. También las gentiles apariciones tuyas en las guardias nocturnas y las visitas de Norma Inés, del doctor Héctor Peralta, Marco Antonio Cruz, Dionisio Morales, Enrique Villaseñor, Félix Zurita, Lupita Martínez, Noguru y Elisa, Jerri Legtic, Antonio Caballero, de mi hermano Arturo y mis sobrinas Alicia y Olga.
“Sé que por teléfono le hablaron a María varios otros más para preguntar sobre mí; en el camino andado uno se hace de muchos amigos, pero no cabe duda que a los verdaderos se les conoce también en la cama y en la cárcel y yo ya he estado en esos 2 lugares. Sin embargo, sinceramente, hubiese preferido estar hoy en la cárcel y no en este momento atado a una cama y pidiéndole a cada rato a María, a mis hijos o a mis amigos más queridos, que me den una salida, a lo mejor no tan decorosa, pero sí más efectiva.
“De plano, a ratos me gustaría estar entre los ángeles, aunque con lo canijo que he sido, seguramente me retachan a otra parte. Estar encamado, para mí, que siempre he sido un pata de perro, es la peor tragedia que he vivido en mis 82 años. Y hospitalizado, sólo 3 veces en mi vida. La primera, por una horas en el Hospital Juárez, donde nací, cuando a los 5 años, caí de un patín y me fracturé la mano; la segunda en 1963 cuando pasé como 8 días en un hospital en París, por haberme intoxicado al comer carne de jabalí en mal estado y la tercera, menos de 24 horas, cuando me operaron de los ojos en Alemania en los 80s
Quisiera irme, pero tampoco quiero hacerlo, porque además de mis obligaciones con María, mis hijos, y mi archivo fotográfico, tengo un compromiso personal contigo, porque prometí acompañarte a hacer unos reportajes como tu fotógrafo a Veracruz y Tabasco, donde seguramente, si la libro, la pasaremos padrísimo, disfrutando de la buena mesa y echándonos unas copiosas, unos tragos de cerveza, whisky o tequila, que ahorita, desde donde me encuentro, tanto se me antojan.
Me gustaría estar en los festejos del 10 aniversario de la revista, pero es durísimo, chingao, atarse a una cama de enfermo y más a la de un hospital.
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8:00 horas. Sobre su lecho, ubicado en la planta baja de su casa en Cumbres de Maltrata, próxima a la fundación que lleva su nombre, distingo el cuerpo inerte de Héctor. María reformó la sala para colocar una cama de hospital, construir un sanitario y un baño con tina para hacerle más confortable su permanencia. En torno a ella, en las paredes que la circundan, destacan grandes cuadros de Alberto Gironella y Delfino Cerqueda.
Héctor lleva puesto un suéter de lana color gris; una bufanda a cuadros roja, entorna su cuello. En sus manos entrelazadas, sobre su vientre, una rosa y un crucifijo que María le ha colocado. Parece dormitar plácidamente.
En medio del estremecimiento que significa su partida, me acerco hasta él e involuntariamente por la costumbre arraigada en 8 años de saludarlo de esa manera, mientras lo visitaba y hallaba en cama le palmeo las piernas a manera de gesto fraterno. A esta expresión, usualmente él respondía con una gran sonrisa, aprisionando luego sus dos manos con la mía. Pero hoy es diferente. Toco su rostro, palpo sus cabellos y me alejo; camino hasta donde se halla su esposa María, consternada por la muerte del hombre al que amó y cuidó hasta el último minuto de su existencia. En tanto, su hijo Héctor completa los inacabables trámites con la funeraria y arribará luego con el médico que extenderá el certificado de defunción.
Recuerdo que apenas hace unos cuantos días, convivimos en el restaurante Asado del Valle de la Ciudad de México; sin embargo, de manera poco acostumbrada, a pesar de los mimos, Héctor se percibía absorto, distante, muy lejano del hombre participativo, inquieto, de buen apetito y siempre degustador de una o 2 copas de tequila.
Converso luego con Ignacio del Monte, enfermero de profesión, quien los ojos húmedos, no puede ocultar la tristeza por la partida de mi amo —como le llamaba cariñosamente a quien más que un paciente, se convirtió en su amigo y mentor. De origen modesto, como el hombre al que cuidó hasta el último día de su vida, y como él, con un corazón generoso, Nacho —como le llamamos—, recuerda el momento en que su vida se cruzó con las de Héctor y María García, a finales de 2005.
“El 20 de julio conocí a mi amo en el hospital Los Venados, del IMSS. Don Héctor acababa de salir de allí y doña Mari necesitaba de una persona que le diera rehabilitación y lo cuidara en su casa. Así me convertí en su enfermero de cabecera durante los 365 días del año, lo que me dio la oportunidad de tratar con un excepcional ser humano, quien nunca se dio por vencido, a pesar de su enfermedad.
“A través suyo pude conocer la historia de nuestra ciudad, sus monumentos, sus calles, sus secretos y sus personajes que él inmortalizó con su cámara. Hombre de carácter recio, nobles sentimientos y gran calidad humana, con el paso del tiempo aprendí a quererlo durante las largas e interminables charlas a través de las cuales supe de su trayectoria, que lo llevó a ser el mejor fotoperiodista del país —rememora.
“Juntos viajamos, disfrutamos grandes comilonas y gracias a él tuve también la oportunidad de conocer y convivir con algunos de sus grandes amigos como tú mismo, Marco Antonio Cruz, Carlos Monsiváis y demás personajes de la cultura de México.
“Su muerte me dice con sincero pesar deja un gran dolor y vacío en mi corazón. Los dos me hicieron sentirme realmente como parte de su familia; por ello agradezco a Dios y a la vida por haberme puesto en su camino y darme el privilegio de conocerlos de cerca”.
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Con discreción y respeto, en los próximos minutos harán su arribo colaboradores de la Fundación Héctor García, familiares y amigos entrañables, entre otros, Lupita Martínez, Héctor Peralta, Enrique Villaseñor, la enfermera Cecilia Vázquez, Omar García, Alejandro del Monte, Gabriela Martínez, Marco Antonio Cruz, Ángeles y Mari Carmen Torrejón, Carlos Montes de Oca, Alejandro Cortés, Norma Inés Rivera y mis hijas Annick y Andrea Aline.
En una camilla funeraria, se acuerda transportar el cuerpo de Héctor hasta las oficinas de su fundación, donde se le rinde un breve reconocimiento. Luego será llevado a Gayosso Félix Cuevas y al día siguiente, el domingo, se trasladará su féretro hasta Bellas Artes, donde Conaculta, le rendirá un público y sentido homenaje, similar a los que él mismo tuvo oportunidad de acudir muchos años atrás, para registrar las imágenes de Diego Rivera o Frida Kalho.
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La misma tarde del domingo, mientras en la funeraria se lleva a cabo la cremación de sus restos, converso con Antonio Caballero, uno de los más aventajados discípulos de Héctor, por muchos años su asistente y compañero del Maestro en correrías nocturnas por cabarets, teatros y vodeviles, donde ambos captaron las mejores imágenes de su repertorio.
Antonio no duda en afirmar que “Héctor tuvo una importancia muy grande en mi trayectoria”. Cuenta que antes de tratarlo, conoció a María García “mi vecina y una modista muy guapa. Fue su tía, Lupita Martínez, quien comenzó a trabajar con Héctor y curiosamente ella me presentó a María. Ellos se hicieron novios y luego marido y mujer.
“Sin él no creo que hubiera podido hacer nada”, dice, aunque admite que se inició en esta carrera con su padrastro, Rafael Domínguez Irlau, quien le regaló su primera cámara, “una Bronnie Fiesta, muy chiquita de rollo un poco mayor a 135, fabricada por Kodak.
“En su despacho empecé a tomar recados y luego Héctor me enseñó a preparar químicos y a tomar fotos mediante una guía, porque como él dormía de día, trabajaba toda la noche, yo revelaba y después ya cubría las órdenes que él no podía” —expone.
Casi de inmediato se lanzó a la calle como una especie de asistente de Héctor, a quien describe como “un hombre muy bonachón, siempre sonriente y a quien le encantaba leer; juntos recorríamos las librerías de viejo del centro, otro de los pasatiempos del maestro, políglota y amante de la comida y la cultura chinas.
“En una ocasión, mientras caminábamos de noche cerca del cine Mariscala, en compañía de Fernando Bastón López, Héctor, con su amplio sentido reporteril, tomó la famosa foto de El Niño en el vientre de concreto”, narra con nostalgia, Antonio Caballero.
El golpe anímico para todos, ha sido intenso. Son las 8 de la noche. Al interior de la sala funeraria, ya prácticamente vacía —en la cual deambulan aún familiares y amigos muy cercanos donde horas antes estuvo colocado el féretro de Héctor García—, se distingue una mesa pedestal de caoba, a cuyos costados emergen dos candelabros de metal, grises.
Sus veladoras expanden un tono rojizo en el altar, que acentúan la figura de un pequeño crucifijo en la pared. Sobre un paño blanco, decorado con una paloma que alza el vuelo, tejida con hilos dorados, destaca la urna de madera que contiene sus cenizas. Un empleado se acerca para indicarme que ya están a disposición de la familia.
María, con enorme tristeza, toma la caja de madera entre sus brazos y la acoge durante varios minutos. Sus hijos hacen lo mismo, mientras la acompañan hasta el estacionamiento. En el auto, con rumbo a su casa, viajamos Ignacio, María y yo.
Al arribar, María me hace entrega de la urna. Con ella en brazos, traspaso la puerta de su casa y me encamino hasta el lugar que por casi 8 años fue el refugio permanente de Héctor. La deposito con respeto sobre su cama y me retiro unos cuantos metros. La observo nuevamente, y a la distancia, aún resuena en mis oídos la llamada temprana, y la triste voz de Ignacio del Monte para informarme:
—Alberto, el amo acaba de fallecer. Ciertamente, me digo: el amo, Héctor, el niño de la calle que se robó la luz, el célebre Pata de perro, por méritos propios ha trascendido ya a la posteridad. Abrazo entonces a María.
Así se gestó pata de perro, su biografía: Norma Inés Rivera
Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Héctor García. Grande, fornido, rostro sonriente y voz de eterno joven. La cámara terciada sobre su pecho, los ojillos pequeños, llenos de vida y de una insaciable curiosidad, no perdían detalle de todo lo que le rodeaba cuando se sentaba en la cornisa del gran ventanal que daba a la calle Biarritz, en la Zona Rosa.
Bromista, desparpajado y con una gran seguridad en sí mismo que lo hacía llamarse simplemente el fotógrafo de la revista, llegó una tarde a la redacción de Interviú con un atrapanovios que colocaba en el dedo de todas las mujeres que ahí trabajábamos.
La incapacidad de liberarnos del juguete le provocaba una sonora carcajada, para seguir en busca de otra víctima de sus bromas. Norma Inés Rivera y Héctor García. Fue así que empezamos una amistad. Por las tardes, María, su esposa, encargada del laboratorio de fotografía, revelaba rollos y más rollos auxiliada por un jovencísimo Marco Antonio Cruz, de escasos 20 años.
Con los años nuestros caminos se cruzaron muchas veces y fue hasta que en una fiesta del diario Unomásuno, llevando en brazos a su hija Amparo, y Alberto y yo a Annick, empezamos una amistad más entrañable, provocada por la convivencia de nuestras hijas.
Las incontables fotografías y grabaciones de paseos, reuniones y comidas, dan cuenta de una relación cada vez más cercana, en la que sus anécdotas nos inspiraban a sugerirle que escribiera su vida. No tenía paciencia para ello, a pesar de ser un escritor nato, por lo que no tomaba en serio la petición, y así durante muchos años, hasta que un día, durante una comida chiapaneca en compañía de Carlos A. Medina y después de escuchar su relato sobre la lección que le diera don Regino Hernández Llergo, quedamos de acuerdo en empezar su biografía, la cual pensamos titularla originalmente Para la historia.
Sin embargo, a pesar de su buena disposición, como el inquieto vago que era, pasó todavía un buen tiempo antes de que lograra sentarlo para que empezara a contarme su vida. El primer paso fue su colaboración en la columna Chiles Verdes, en nuestra revista Gentesur, de la que él fue un entusiasta fundador.
Mes con mes la dictaba, generalmente por teléfono, a alguno de los que en ella laborábamos: Alberto Carbot, Marcos Romero Claudia Castro o yo, quienes sufríamos para extractar la hora u hora y media de conversación y ajustarla al espacio de su columna.
Desde la primera colaboración, que titulamos La canasta de Frida, atrapó a los lectores al narrar su amistad con Diego Rivera y Frida Kahlo.
Generoso como era, nunca censuró el resultado final de sus pláticas, y cuando después de su accidente yo le pedía que eligiera un tema para desarrollar los Chiles Verdes del mes, me daba opción de escogerlo y él hablaba sobre el particular.
Sin embargo, durante los últimos años, en algunas ocasiones optó por decirme: “Tu eres mi voz, sabes todo de mí, redáctala con todo lo que ya te he contado y me la lees para ver cómo queda y hagamos las precisiones que sean necesarias”.
En el tiempo que dedicamos a escribir el libro no hubo ningún tema o personaje del que se negara a hablar. Solamente hubo una vez en que lo vi un poco renuente, fue al relatarme la experiencia que lo llevó a la correccional. Hube de insistir mucho y preguntarle:
—Héctor, ¿cómo fue que llegaste a la correccional? Y él, invariablemente, respondía:
—Por méritos propios—. Hasta que un día, inusualmente serio, me contó la historia.
Cuando me preguntan qué fue lo más difícil de escribir su biografía, siempre respondo que conseguir que estuviera quieto y en su casa, ya que hasta pocos días antes de su accidente, tenía que perseguirlo por su gran actividad, pero poco a poco nos fuimos acoplando e ideando un método para trabajar.
Al cabo de 3 años concluimos el trabajo y le pregunté qué fotografías quería que se incluyeran, así como el título de la obra. Me dio toda la libertad.
—Ponle La pulga chingona —me contestó. Yo solté una carcajada y él, sonriente, dijo:
—¿Ves? Eso quiero, un título que arranque una reacción; ponle como quieras, sólo quiero que atrape la atención de quien lo lea.
Ante tal reto, pensé en muchas opciones, hasta que comprendí que no podía haber otro título que lo definiera mejor que aquel con el que su propia madre lo bautizara: Pata de Perro.