HISTORIAS COMUNES: De regreso a casa

11 de julio de 2012
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Marypaz Monroy Villamares

Además de las condiciones físicas en las que se encontraba, se veía que los años se le habían echado encima; lucía delgado, falto de energía y de agilidad.

Verlo ahí en el abandono me movió los recuerdos de aquellos grandes momentos que compartimos cuando vivía conmigo. Pasábamos días increíbles, pero también me sometía a días de angustia y zozobra; su espíritu libre lo impulsaba a tomar camino, a donde su ánimo en ese momento lo llevara.

Caminábamos serenos en el parque; me acompañaba en mis aciertos y en mis “metidas de pata”; en mis alegrías y en mis añoranzas; en mis angustias y en mis esperanzas. Siempre tenía una expresión de cariño cuando más lo necesitaba, pues me conocía perfectamente y sabía en qué momento acercarse y demostrarme cuanto le importaba.

Cuando murió mi abuelo, él estuvo todo el tiempo a mi lado reconfortándome; cuando montaba en cólera, prudentemente se alejaba y cuando intuía que la serenidad regresaba a mí, él sin aspavientos sólo posaba su mano en mi brazo y se recostaba junto a mí, hasta que yo lograba despojarme de todo enojo y frustración.

En una ocasión corríamos por el parque, era muy temprano, las seis de la mañana, como casi todos los días que acostumbrábamos hacer ejercicio, cuando dos hombres sacaron un cuchillo y me amenazaron de muerte, él que venía detrás de mí, como siempre lo hacía, sin pensarlo dos veces me defendió, porque para él, primero estaba mi integridad y seguridad que su vida. Se les fue encima, luego de golpes y navajazos por parte de los sujetos, él los pudo desarmar. Salió victorioso, me salvó la vida.

Entonces cómo no lo iba querer, cómo no lo iba añorar, si él daba la vida por mí y por los que él también tanto quería, por la familia, por su familia que tanto esperó su regreso cuando un día salió y no lo volvimos a ver más.

A veces se iba unos dos o tres días, en otras ocasiones hasta una semana, pero regresaba. Esta vez pasaron meses y meses y su ausencia se fue haciendo más dolorosa para mí y para todos en casa.

Por eso verlo ahí y en esas circunstancias de indefensión, me destrozó por dentro; ahora me tocaba a mí ayudarlo, salvarle la vida.

Llamé de inmediato por el celular a mi hermano, a gritos le expliqué que había encontrado al “Güero”, que estaba muy mal herido, casi agonizante, que era preciso que fuera de inmediato con el auto para llevarlo con el veterinario.

Teníamos que hacer todo lo que estuviera en nuestras manos para salvarle la vida, no lo podíamos dejar a su suerte.

En un santiamén, mi hermano José llegó a la calle donde encontré desfalleciente al mejor de los amigos, a nuestro gran amigo el Güero; estaba muy cerca de la casa, quizá él quiso ir a morir a su hogar, con su familia, pero las heridas le impidieron llegar y se quedó ahí en el quicio de esa casa abandonada.

En cuanto llegó mi hermano, el Güero lo reconoció y le movió la cola; José al ver agonizante a nuestro perro y fiel amigo, él con un corazón difícil de conmover, se le rasaron los ojos de lágrimas.

Cuando el médico veterinario lo terminó de revisar, el Güero con dificultad levantó su cabeza, nos miró a los dos, nos movió la cola y con apenas un audible ladrido se despidió de nosotros, en ese momento murió nuestro amigo, nuestra compañía; murió un miembro de la familia.

Nunca supimos qué paso. Nosotros pensamos que en la calle se peleó con otros perros, el doctor nos dijo que quizá un automóvil lo atropelló y del impacto sus órganos internos quedaron muy dañados, que como no recibió atención oportuna, eso lo llevó a la muerte. Puede que eso haya sido, pues las heridas que el Güero tenía no eran signo de algún ataque canino. Lo que nunca supimos fue si camino a casa lo atropellaron o cuando se sintió mal herido decidió regresar a morir a su hogar, con los suyos, con su familia que tanto lo añoró y tanto lo amo.

 

QMex/mmv

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