HISTORIAS COMUNES: En una habitación húmeda

08 de agosto de 2012
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Marypaz Monroy Villamares

En el suelo su cuerpo se encontraba de lado y con la cara boca arriba. Viendo de frente, inmóvil, frío, aun tenía los ojos abiertos con una mirada “viva” y azorada a pesar de la rigidez que da la muerte. Como si lo que observara en una pantalla de televisión, no le agradara. Quizá porque era su propia historia, una historia que no supo cómo vivirla, que no tuvo el valor para aceptarla y defenderla a costa de todo y de todos. Quizá por eso desde los 13 años comenzó a bebérsela.

Gerardo creció en una pequeña y añeja ciudad de Veracruz con una madre que no era su madre sino su tía, “La Morena”, como se referían a ella todos los que la conocían, que a tanto de llamarla así el mote se le quedó como si fuera el nombre de pila; y un tío avanzado en años que de vez en vez le daba algunos consejos o lo reprendía como si fuera su padre, don Rufino.

De sus padres poco, más bien nada, se sabía de ellos. Él nunca quiso hablar ni saber de quienes le marcaron su destino. Seguro fue porque su madre, según las malas lenguas de los pobladores de la ciudad veracruzana, fue una mujer que se dedicó a ofrecer sus caricias a todos los hombres de la comarca; su padre que así la conoció, pero que creyó que su amor sería suficiente para alejarla de la vida “ligera”, sumido más en el alcohol, no lo pudo soportar y la abandonó sin saber que había dejado huella, un hijo.

Ella al verse sola con menudo “paquete” a cuestas, tomó la decisión de no hacer frente a su responsabilidad de madre pues, si durante nueve meses de maternidad le había asustado a sus “amores”, ¿entonces cómo sería su futuro? Por eso una vez que Gerardo nació lo dejó con su hermana, que a falta de hijos propios se dedicó al recién nacido como si fuera la verdadera madre.

La pequeña ciudad provinciana donde Gerardo se hizo hombre, no sólo era añeja en sus casas y en sus innumerables iglesias y cantinas, que por cierto, en cada esquina se encuentra una frente a la otra, como puestas estratégicamente para que después de dar rienda suelta a las pasiones, se cruce la calle y se entre al templo a expiar la liviandad de la que se fue objeto por el alcohol.

Ahí no sólo estaban enmohecidos los muros por el incansable chipichipi que a diario mojaba los tejados, calles y caminos; también sus costumbres, su gente, sus ideas. Su sociedad que le infundió miedo a Gerardo para ser como tenía que ser.

La mezcla de costumbres anquilosadas, amigos, educación, la disciplina férrea y la personalidad de sargento deLa Morenamarcaron su camino. Un camino que no quiso desviar por miedo a las miradas y bocas de la sociedad oxidada en la que creció. A lo mejor desde pequeño sabía quién era, pero por temor al qué dirán siguió la línea que le trazaron. Se dedicó a ser lo que no era. Su mundo fue el alcohol, las mujeres, muchas mujeres, todas las mujeres, los amigos y su profesión. Así en ese orden.

El alcohol a toda hora para olvidar lo que era y que no quería aceptar ni sabía cómo vivir con “eso”. Las mujeres para convencerse de lo que no era. Sus amigos, sus grandes amigos, sus únicos amigos, sus queridos amigos, sus mejores amigos -muestra fehaciente de los machos, parranderos, jugadores y mujeriegos- la imagen perfecta que él necesitaba para convivir entre la sociedad que le tocó.

No obstante eso no fue suficiente, su querida ciudad provinciana y su gente enmohecida lo hartó. Antes de huir se casó y tuvo dos hijos. Pensó que el matrimonio lo haría sentar cabeza y lo convertiría en un padre amoroso y responsable. En el hombre de la casa.

La esposa, una mujer educada bajo los principios estrictos de la religiosidad y las buenas costumbres: misa todos los domingos, casa limpia, comida y ropa del marido listas, y los hijos sólo cuando Dios los manda. No más. Y él tan dado a la búsqueda y a la liviandad de las pasiones y de las caricias, ¡qué contraste! Pero para él eso tampoco fue suficiente. El necesitaba una mujer que lo hiciera vibrar y reafirmar su masculinidad.

En busca de la pasión que lo hiciera sentir el más varón de los hombres, llegó ala Ciudadde México. Quería estar fuera del alcance de las miradas inquisidoras deLa Morenay de don Rufino, y de todos los que lo conocían. Pensó que con mujeres más mundanas y en otros ambientes podría quitarse la etiqueta que llevaba en su interior. Así inició su recorrido por las cantinas y bares en busca de mujeres que le prodigaran caricias nuevas y excitantes.

Luego de su trabajo de enfermero en un hospital privado, las noches se le hacían cortas para conocer y alternar con cuanta mujer se le paraba enfrente. Eso era la felicidad. Era lo que él quería. Encontrar la pasión que le hiciera olvidar su “problema” y el recuerdo de aquellas sensaciones extrañas dentro de sí.

Un día en esos andares por las cantinas se encontró con sus grandes amigos. Motivo suficiente para festejar el encuentro. Fueron dos largos días de mujeres y alcohol. De perderse hasta el delirio. Pero también de encontrarse. Sucedió lo que él siempre evitó.

Al amanecer, con la primera luz del día ahí estaba desnudo y abrazado a un desconocido. Por primera vez en muchos años de andanzas sexuales la expresión que reflejaba su cara era de placer, de satisfacción total; lo que él siempre había buscado. Pero una felicidad que se esfumó con el recobro de la conciencia, porque al despertar la escena lo aniquiló. Lo heló. Lo avergonzó. Lo petrificó. Simplemente, lo mató en vida. No lo podía aceptar. No se podía aceptar así.

No recordaba nada. No supo cómo el desconocido llegó hasta ahí. ¡Cómo llegó él hasta “eso”! Esta vez no fue como en otras ocasiones: amanecer al lado de una mujer, aunque diferente cada noche, pero al fin y al cabo, mujer.

Ese hecho, o mejor dicho ese acto, fue el parteaguas de la vida de Gerardo. A partir de ahí su vida fue más en declive. Morir a toda costa era su reto. Más alcohol,  más mujeres. Abandonado de su esposa e hijos, pero más abandonado de sí, regresó a su pequeña ciudad provinciana.

En un instante los años se le echaron encima. Envejeció, sus grandes amigos poco lo reconocían. Sus andanzas le cobraron la factura. El alcohol inició el proceso de deterioro en su cuerpo. En lo sexual los bríos se menguaron. Ya no había mujeres en su cama, sólo como grandes compañeras tenía a las enfermedades.

Aun así, en gran avance de deterioro corporal y anímico conoció a Laura. Ella se enamoró de él. Él nunca se enamoró de nadie. Quizá el único cariño fue el que tuvo para sus amigos.

Fueron varios años los que ella pasó luchando por la salud de Gerardo. Él sólo se dejaba llevar. En su interior, su meta era la muerte. Su beber a diario a pesar de la advertencia del médico, lo decía todo. A él no le importaba su propia vida.

Era una tarde húmeda como todas las tardes en esa ciudad. El frío del volcán se comenzaba a sentir. La neblina empezaba a cubrir los tejados de las casas y andar entre las calles. El chipichipi se convertía en una lluvia ligera. En los caminos, los pequeños riachuelos trazaban su ruta. A fuera pocos transitaban. El ambiente perfecto para una tarde de amor.

Adentro Gerardo solo y con las manos temblorosas trataba de abrir la botella de licor que había escondido debajo del colchón. Apenas un sorbo. Justo en ese momento Laura llegaba radiante envuelta en un halo de luz que atrajo la atención y los sentidos de Gerardo. Tembloroso dejó la botella y con besos y caricias comenzó el ritual del amor. Un ritual que se prolongó por horas.

Cuenta Laura que esa tarde fue maravillosa. Desde que lo conoció escasa fue la intimidad, pero justo ese día, los bríos regresaron al cuerpo, a los sentidos de él. Gerardo la hizo saborear el placer y la felicidad.  ¡Por fin! salía de su letargo. ¡Por fin! Laura había logrado que Gerardo volviera a paladear el sabor de la vida. Cuando lo dejó en la húmeda habitación el cuerpo de Gerardo aun se estremecía de placer. Se veía feliz y satisfecho.

Al regresar la botella estaba vacía y él, frío, inmóvil, tirado en el suelo a un lado de la cama y con la mirada “viva” y azorada…había cumplido su meta.

 

QMex/mmv

 

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