HISTORIAS COMUNES: La fuerza de un hijo

30 de agosto de 2012
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Marypaz Monroy Villamares

Hacía más de tres meses que casi a diario aprovechaba ese momento para desahogar la angustia que sentía por las agresiones que padecía de parte de algunos compañeros de su nuevo trabajo.

Agresiones que constantemente ponían en peligro su estancia laboral. No había día en que no le pusieran “un cuatro” o le “metieran una zancadilla”, lo que ocasionaba llamadas de atención de sus jefes inmediatos por “la falta” de dedicación en sus actividades. Todo ello derivó en un ultimátum: “sólo una semana más te damos de prueba, sino te aplicas…lo sentimos mucho”.

Ese ambiente provocaba en ella, un estado de estrés que la llevaba a la desesperación, sin embargo no podía hacer nada más que aguantar, pues en casa había la necesidad imperiosa de tener un ingreso económico.

Todos los días acudía a la oficina con el firme propósito de “tirar la toalla”, pero dadas las circunstancias por las que pasaba la familia, no podía darse el “lujo” de presentar su renuncia. Y es que su esposo tenía más de un año sin empleo y su hijo cursaba la secundaria y además tenía el deseo de estudiar paralelamente dibujo, profesión que tanto le apasionaba.

Y su situación en casa no estaba para desperdiciar un empleo, por más que el ambiente laboral fuera tenso.

Para su esposo, encontrar trabajo se convirtió en la necesidad más urgente por satisfacer y en el único reto por lograr. Los dos no paraban de llamar, presentar solicitudes y proyectos de empleo. Pero cada día las puertas se les cerraban. Tal parecía que el universo se había puesto en contra de ellos.

En esos días la desesperación entró aun más a la casa. El estrés, los nervios, los estados de ánimo a la menor provocación explotaban, todo se alteraba. El ambiente se enardecía y se viciaba. Entonces venían los gritos y el hogar se convertía en un campo de batalla. Lo único que los sacaba adelante era el amor que había en la familia, y el que los hacía recapacitar y ofrecerse disculpas.

Los gastos de la casa, apenas se medio cubrían con las pequeñas entradas de dinero ya sea por la venta de ropa interior, aretes y zapatos, y por la liquidación de su esposo, la que para entonces, estaba a punto de terminarse.

En la casa de Elena se vivieron de esas etapas en las que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos todo pasa, todo se junta, todo llega de un solo golpe.

Para colmo, la salud de la familia no aguantó mucho. Todos cayeron enfermos. Eran tales las carencias, que no tenían dinero ni para ir al doctor, menos para ir a un hospital. Sin más opción solicitaron crédito al doctor para que los atendiera, con la promesa que en cuanto tuvieran recursos le pagarían las consultas.

El doctor solidario con su situación, no solo los apoyó con la consulta, también con el tratamiento. Les ofreció todas las muestras médicas necesarias para la medicación de la familia.

Dada las circunstancias, en casa la consigna fue reducir y aprovechar todo al máximo; entre los rubros, estuvo también la comida. El menú se sintetizó a huevos, frijoles y arroz. ¡Estaban en completa desgracia!

Cada uno ponía su mayor esfuerzo por hacer menos doloroso el trance. Cada integrante de la familia cooperaba con diferentes tareas, ya sea en casa o fuera de ella. El objetivo: sortear lo mejor posible la etapa por la que estaban pasando.

Por eso cuando la llamaron para ocupar un puesto en la empresa, donde unos meses atrás había dejado su solicitud de empleo, pensó de momento que era una broma, como últimamente eran puras malas noticias, no lo podía creer; casi, casi se había sacado la lotería, pues el trabajo llegaba en el momento más crítico, en el que más lo necesitaban.

La vida les volvía a sonreír. Las esperanzas renacieron. Su esposo nuevamente se contagió de optimismo, estaba seguro que en cualquier momento también a él lo llamarían. Ese día lo terminaron haciendo planes, viendo hacia el futuro.

Emocionada, y aun incrédula, se presentó. Antes de entrar le dio gracias a Dios por esa nueva oportunidad. Iba dispuesta a realizar con excelencia su trabajo. Su desempeño no daría queja alguna. Y así fue, comenzó sus labores. Para entonces no imaginaba el infierno que viviría ahí.

Apenas había pasado una semana cuando las agresiones no se hicieron esperar. Así comenzó el bloqueo, chismes, el abuso en los horarios, la desconfianza, los malos tratos, las humillaciones; nadie le dirigía la palabra (sólo una persona, que a la fecha es su amiga, quien no cedió a los chantajes ni amenazas de hacerle lo mismo si ella continuaba dándole su amistad y solidaridad).

¡No podía más! El apetito se le fue, su semblante era igual al de un enfermo, comenzó con insomnio; se sentía el ser más desgraciado, ya no quería levantarse para ir a trabajar.

Cada noche que salía de la oficina se juraba que no volvería. No obstante, contra su voluntad, ahí estaba al siguiente día sacando fuerza para no claudicar, pues estaba más que consciente que se necesitaban esos ingresos.

Con la entereza que juntaba a diario, atribulada, a disgusto se presentaba a trabajar; no tenía otra opción. No podía fallar. No podía tirar la toalla. No era el momento.

Sin embargo, y pese a que sabía perfectamente que si renunciaba sería un verdadero desastre la economía de la casa y la salud emocional de la familia, decidió renunciar y no dar marcha atrás.

Luego de llorar en el baño y salir con los ojos rojos e hinchados, rápidamente se vistió, le urgía salir de la casa, no quería que el poco valor que tenía para renunciar se le evaporara.

Y así se fue rápido con la voluntad resquebrajada, pero decidida a recuperar su dignidad, ¡no le importaba nada!

En la calle, al tiempo que caminaba con paso apresurado armaba el diálogo; no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor, sólo en su mente existía la palabra: renuncia.

Al llegar a la esquina, justo para tomar el transporte directo a la oficina, se encontró a su hijo.

—¡Hola mamá!, ¿cómo estás, ya de camino al trabajo…?, mamá estoy contento y emocionado porque ya pedí informes para las clases de dibujo…bueno ya no te quito el tiempo, en la noche que regreses te cuento, que te vaya bien…mamá te amo—le dijo al momento de abrazarla y darle un beso.

Todavía al oído le repitió: Te amo.

En ese instante, al momento de verlo, de escucharlo, de abrazarlo, sus palabras le retumbaron en la cabeza, y la voluntad que llevaba hecha añicos, de pronto se infló, se expandió y una gran furia la invadió. Pensó con determinación: “mi hijo va a estudiar dibujo. Ellos no van a ser la causa de que no lo haga”.

Entonces lo abrazó y le externó su amor: “yo también te amo, a la noche que llegue quiero que me platiques bien, cuídate, nos vemos…”

Al llegar al umbral de la oficina se limpió las lágrimas, tomó una gran bocanada de aire y al momento de entrar se dijo: “No van a poder conmigo, no van a doblegar ni mi orgullo ni mi dignidad, tampoco mi voluntad. Aquí estoy. Ustedes no van a hacer que yo pierda mi empleo, si he de irme, será cuando yo lo decida”.

Recién cumplió 15 años de laborar ahí.

QMex/mmv

 

 

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