HISTORIAS COMUNES: María Isabel

03 de diciembre de 2012
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9:43
Marypaz Monroy Villamares

Le pusieron nombre de telenovela y su vida como episodios de telenovela ha sido un melodrama.

Uno pudiera pensar que la belleza es sinónimo de felicidad, sin embargo, la protagonista de esta historia no lo cree así, por el contrario, sus encantos físicos fueron una maldición.

A los 12 años cuando cursaba el segundo de secundaria y su hermosura era foco de envidias por parte de sus compañeras, y de admiración de los muchachos, no imaginó que su belleza le causaría tanta amargura.

Ella de pelo castaño y ojos verdes era alta y esbelta. Ahora se le ve empequeñecida y encorvada. La misma imagen que tenía Clara, su hermana mayor cuando era una jovencita. Pareciera que la vida se cobraba con María Isabel, todos los calificativos malsanos que ella misma y los demás le hacían a Clara por la protuberancia que la naturaleza había puesto sobre su espalda.

Ese cuerpo de tentación se quedo en el pasado, no así los recuerdos. Con muchos años, casi 57, que se le aferraron al contorno de la cintura, y con muchos más resentimientos a cuestas que la misma edad, relata con coraje el maltrato del que fue objeto en el seno familiar.

Amargamente cuenta del inexplicable odio que sus padres y hermanos le tenían. María Isabel se lo atribuye a su belleza, porque según ellos, en cualquier momento alguien la enamoraría y caería en la tentación de entregarse y deshonrar el apellido de la familia.

Ante el temor de que María Isabel hiciera “mal uso” de sus atributos físicos, sus padres decidieron sacarla de la secundaria y ponerla a trabajar en un almacén de su pueblo natal. Remedio que resultó contraproducente, pues la tienda que sustituyó al salón de clases, se convirtió en el escaparate perfecto para las miradas masculinas.

El asedio de los varones provocó que los conflictos en casa fueran el pan de cada día; por lo consiguiente, los reproches a su belleza y por el supuesto “mal comportamiento” acentuaron aún más la falta de amor filial. Sufrimiento que María Isabel no pudo resistir.

Era tal el imán que tenía con los jóvenes que un día sucedió lo que tanto impidieron sus padres.  Llegó quien la enamoró y le pidió la tan acostumbrada y clásica “prueba de amor”.

Rechazada por la familia y desesperada por el maltrato, vio en su enamorado la oportunidad  para terminar con su inaguantable sufrimiento. Presionada por las circunstancias de su joven vida aceptó dar la “prueba de amor” y decidió abandonar el hogar para irse a vivir con su “salvador”. Con el apuesto hombre que le juró darle la tan ansiada felicidad.

Pasaron algunos días y la luna de miel se eclipsó. La magia del amor se esfumó al igual que “el príncipe azul”.

Sola con su vergüenza y blanco perfecto de las miradas suspicaces y los chismes inquisidores de su pueblo, dejó el lugar que la vio nacer. Decepcionada, joven, bella, carente de estudios y abandonada por el amor de su vida, y aun con la inocencia provinciana se fue a la ciudad de México.

Temerosa en la soledad del estrecho cuarto de una pensión, trató de organizar su mente, pues a decir de ella, estaba “muerta de miedo” ya que nunca había salido de su comunidad. Y ahora se encontraba en una ciudad que nunca había visitado, en donde no conocía a nadie, en la que según relatos escuchados era muy peligrosa, sobre todo para los provincianos y más si eran mujeres solas, bonitas e inexpertas.

El susto de estar en medio de la “selva de asfalto” junto con el temor de no encontrar trabajo por la poca experiencia laboral que había obtenido en aquel almacén, le provocó tal pánico que también las ganas de comer la abandonaron.

Se encerró en su pequeño mundo. En ese cuarto de dos metros cuadrados que desde el día de su llegada sería su hogar, y que a decir verdad no le importaba, pues era mejor que vivir con su familia.

El tiempo corrió entre la búsqueda de trabajo en restaurantes, mueblerías y oficinas. Un mes, entre el constante acecho a su tentadora silueta y la preocupación de estar embarazada. Tanto ir y venir y el empleo no llegaba, pero tampoco la fecha de su “periodo”. Eso sería fatal para la nueva vida que sola trataba de empezar.

Un día cuando más desesperada estaba la vida le dio una probadita de miel. Por lo pronto no sería madre. Y otra buena noticia. Comenzó como telefonista con la consigna de ascender a secretaría si demostraba empeño en su trabajo.

Los años pasaron entre la madurez de su cuerpo que lo hacía más apetecible, y el acoso de los hombres que vivían en la pensión, quienes los viernes y sábados al calor de las copas se envalentonaban para tratar de entrar a su habitación.

En la oficina el jefe también sucumbió a los encantos de María Isabel, pero no ella. Su decepción amorosa y las lecciones de la vida le enseñaron a ser cautelosa, a no volver a dar la “prueba de amor”.

Circunstancia que la obligó a conformarse con pasar el día contestando las interminables llamadas telefónicas y tecleando la máquina de escribir durante casi 12 horas a cambio de un sueldo escaso. Lo justo para pagar la pensión, la comida, la ropa y los pasajes. Recuerda que no le alcanzaba para más, apenas para salir los fines de semana a dar una vuelta al parque más cercano.

Con una mezcla de melancolía y rencor reflejada en la mirada que hace 57 años fue seductora, María Isabel platica que fue en ese parque donde su soledad llegó a su fin. Ahí  se enamoró. Nació nuevamente la ilusión de sentirse amada. Ahí conoció al padre de sus hijos, al hombre que después de varios meses de feliz y sublime noviazgo, le propuso matrimonio.

Vestida de blanco con la ilusión de una nueva vida, dice que se encontraba frente al altar con el hombre que años más tarde le iba a dar una cuchillada más a su ya maltrecha vida.

Relata que cuando escuchó de él la grandiosa frase “si acepto”, no podía creer lo que estaba viviendo. Pensaba que era irreal, pues cuando con mucho temor le reveló a Mario que ya antes se había entregado a un hombre, la sangre se le congeló al creer que la rechazaría. Para su sorpresa no fue así.  El noviazgo continuó. Unos meses después incrédula estaba frente al altar a punto de dejar atrás y para siempre la soledad.

Su vida matrimonial siguió su curso. Después de un año de convivencia conyugal nació el primer bebé y al siguiente una linda nena. Su maternidad  la obligó a dejar su empleo de secretaria y dedicarse de lleno a su esposo y a sus dos hijos. Por fin creyó, que la vida le resarcía del abandono de su primer amor y de los amargos momentos vividos en su infancia junto a su familia.

Pero el destino le tenía preparada una decepción más. Siete años después el hombre que la enamoró, que la sacó de su soledad y la llevó al altar, la hundió en la desesperanza. Un día simplemente salió a trabajar y nunca más volvió al hogar. Lo buscó. Lo espero. Nunca más regresó.

Sin parientes y sin una buena amiga con quien llorar su infortunio, pero con una belleza todavía lozana y dos hijos que mantener, tuvo que empezar otra vez.

Acompañada de sus dos hijos, con estreches económica y trabajando en una oficina de secretaria, pasó ocho años. Y otro terrible episodio más se agregaría a su vida. La muerte por una larga enfermedad de su linda y adolescente hija la marcó para siempre. Su pequeña familia conformada únicamente por su hijo la obligó a reponerse, a continuar en el camino, que en momentos como ese, deseaba cortar de tajo.

Entre el recuerdo de la traición y la muerte de su hija, sin darse cuenta llegó nuevamente el amor. Un hombre que se enamoró de ella y de su hermosura con reflejos de tristeza y dolor. De su nuevo amor nació otro que le dio esperanza y alegría a su familia.

Otro infortunio más. La armonía familiar, con los altibajos comunes en la convivencia de cuatro personas, se vio alterada por la desaparición de su esposo. Esta vez no fue abandono. Un fatal padecimiento lo separó de ella. Y nuevamente se quedo a merced de un destino despiadado.

Con dos hijos varones a cuestas, sin amor, sin amigos, sin padres, sin hermanos y sin belleza, María Isabel con una enorme maleta de calamidades y tragedias, deambula de oficina en oficina vendiendo productos de belleza.

Pero ahora ya nada le queda de su abundante cabellera color castaño, sólo una incipiente calvicie. Nada le queda de su lozana, perfecta y radiante tez, sólo una cara surcada por la amargura y el tiempo.

Nada le queda de sus enormes ojos verdes, sólo unos pequeños orificios secos de tanto llorar. Nada le queda de la esbeltez y la magia de su cuerpo que enamoró a los hombres.

Ahora sólo le quedan casi 57 años de edad y 85 kilos alrededor de sus muslos, de sus caderas y de su prominente abdomen. Ya nada le queda. Sólo recuerdos, amargura y resentimiento contra la vida.

QMX/mmv

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