
De frente y de perfil
Al tiempo y a la distancia el dolor no se diluye, se mantiene firme, fuerte.
Al tiempo y a la distancia el dolor no se diluye, se mantiene firme, fuerte. Te carcome por haberte guardado un saludo, un adiós, una despedida, por no haberte atrevido a dar un abrazo, por el miedo a dar un beso, a decir te quiero. Al tiempo y a la distancia ese dolor es devastador.
Ella se fue y nunca supo cuánto la amé. Nunca se enteró cuántas actitudes de ella forjaron mi carácter y dieron fortaleza a mi espíritu. Nunca supo que su entereza, que su lucha constante por la vida se las hurte para ser un poco ella. Cuánto la admiré, y nunca lo supo.
Aún recuerdo su figura, que no por menuda, débil. No. Ella era grandiosa y desafiante al tiempo, a la enfermedad y a la vida. Aun con su juventud llegó a esta ciudad sola con sus tres hijos. Su falta de estudios y su poco español no la limitó, por el contrario, le infundió coraje para luchar por ellos, para que no se le murieran de hambre.
Pero la vida la puso a prueba una vez más, como sucedió desde que era una niña con el desamor de su madre. Una de sus hijas se le murió de tuberculosis en plena juventud, a unos pasos del altar. A su hija se le acabó el tiempo. No pudo lucir el vestido de novia, no pudo escuchar la marcha nupcial. Simplemente se le acabó el tiempo y dejó a un gran amor sumido en la tristeza y a una madre que nunca pudo superar su ausencia.
Una dura pena que la llenó de dolor, pero que no le hizo olvidar su responsabilidad con los dos hijos que le quedaban. Ellos eran su siguiente reto.
Se dedicó a lavar ropa, a planchar, a vender dulces, a ser una excelente cocinera. Por más simple o humilde que fuera la actividad a la que se dedicaba, la llevaba a cabo con excelencia. Todo lo hacía perfecto. Porque su misión en la vida era hacer todo bien. Porque ella no se permitía las cosas a medias, porque para ella las cosas se hacían bien o mejor no se hacían.
El miedo a flaquear en su misión le forjó un recio carácter. Poco descansaba. Mucho trabajaba. Yo diría que hasta en sueños lo hacía. Nunca se daba ni un instante de tregua. Para ella la enfermedad era sinónimo de flojera, por eso no se permitía enfermar.
Nunca fue a la escuela. No sabía leer. Pero como toda una experta contabilizaba sus ganancias y las administraba. No sólo sacó adelante a sus hijos y les dio una educación basada en valores y principios, también fue el pilar de la educación escolar de sus cuatro nietos.
Chiquita, menudita con su larga cabellera trenzada se levantaba a penas salía el sol, siempre implorando a Dios la fuerza para no desfallecer.
El trabajo duro y constante surcó su cara, la pintó de expresiones adustas, le borró el brillo de su mirada y también su sonrisa. Así su vida transcurrió, unas veces hosca, otras cansada, muchas otras dispuesta a darle la batalla a la vida y a la enfermedad.
Ese último día ahí estaba erguida como el tronco de esos árboles que aunque viejos se mantienen de pie, resistiéndose a ser doblegados por el dolor, por las circunstancias de la vida.
Mamá vete a recostar, le pedí, pero ella como siempre sacando su fortaleza física y su recio carácter, se negó. Nadie pudo impedir que fuera a la cocina por un vaso de agua.
En su vida y en su vocabulario no existieron los limitantes, los impedimentos. No existió el fracaso como sinónimo de lamento y conmiseración. Existió como lección de lo que no se debe hacer para “no cometer el mismo error”. Para ella los fracasos sólo fueron un “empujón” para seguir, para “ser más”, para “levantarse, sacudirse el polvo” y continuar.
Enferma, pero en pleno uso de sus facultades mentales, pese al infarto cerebral que sufrió y del cual se recuperó no obstante su edad, se quedó parada en la puerta de su casa con el vaso en la mano. Yo con media vuelta me despedí y con un sólo “nos vemos el próximo domingo”, me fui de ahí.
Al salir una infinita tristeza me invadió. El tiempo se paró y no hubo más domingos. Ese día sería la última visita que le haría en su casa. Y así fue, tres días después mi hermano, el mayor, me dio la noticia.
No fue necesario preguntar, ni decir más. Al verlo parado frente a mí y escucharlo pronunciar “mamá”, yo sabía que el momento había llegado.
Y sí, lamentablemente, desafortunadamente, desgraciadamente…, “el momento” cumplió con su cita. Y yo, ese día, ese domingo simplemente me di la media vuelta, me retiré sin decir te quiero.
Ahora, al tiempo, a la distancia física, me pregunto, ¿por qué hasta que llega la muerte percibimos el valor de las personas?, ¿por qué hasta entonces nos atrevemos a recorrer el velo de la soberbia que nos frena el corazón?.
Qué paradójico, a la muerte la asociamos con la penumbra, con las sombras, pero cuando llega nos da la claridad y el coraje para derrumbar el muro de la resistencia al reconocimiento de nuestros sentimientos.
Qué contradictorio, cuando aún estaba conmigo y en cualquier momento yo podía verla físicamente, a toda costa evitaba su presencia. Cuando la podía escuchar, cerraba mis oídos a sus palabras, a cualquier comentario. Me resistía a escucharla.
Ahora todo terminó. Ella ya no está físicamente, sólo su recuerdo. Muchos otros aniversarios luctuosos vendrán, y llegarán. Y yo aquí lamentando no haberle dicho cuánto la quise, cuántos de sus ejemplos sirvieron para construir mi vida, dice Mariana sentada a un lado de la tumba de su abuela.
“Nunca te vayas sin decir te quiero”.