HISTORIAS COMUNES: Sueños Rotos

12 de diciembre de 2012
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9:26
Marypaz Monroy Villamares

La cabeza se le movía de un lado a otro como si fuera péndulo. El cuero cabelludo y la cara le ardían cual herida con limón. En las mejillas como surcos en el campo, aun se marcaban los dedos de las manos.

Guadalupe sólo había recibido una decena de bofetadas y jalones de cabello, pero el cuerpo le dolía en su totalidad.

A ella no sólo le dolía el cuerpo, también le ardía el corazón. Le dolía el alma. Le dolía la dignidad. Tenía estrujado el orgullo. Sus derechos humanos eran una masa amorfa.

Pequeña de complexión y de edad, sin derramar una lágrima ni poder emitir un sollozo ahí estaba Guadalupe parada lavando los trastes. Así era siempre. No se le tenía permitido llorar. Más le valía no hacerlo porque de lo contrario la furia de su madre se acrecentaba y sobrevenía una segunda tanda de golpes.

En cada tallada que daba a los platos descargaba el dolor físico. En cada refriego a las tazas mitigaba su coraje contra la vida; porque aunque pequeña, ocho años, le cuestionaba a la vida su destino, su suerte.

Guadalupe no le pedía a las hadas madrinas que la ayudaran, porque para ella no existía la fantasía, no existían los sueños hermosos, sólo una realidad que la paralizaba cuando cometía un error, pues la ira de su madre quedaría plasmada en su pequeño cuerpo.

Ella no pedía ayuda. Su vida era una pesadilla y sólo le quedaba callar y aguantar. No tenía quien la salvara de la violencia y frustración de su madre.

Ahí restregando cucharas y cazuelas, la infancia de Guadalupe transcurría entre lágrimas ahogadas, golpes y maldiciones; pero también entre risas y carcajadas que apuraba a sacar cuando su madre se ausentaba de la casa por el trabajo, porque hasta eso le molestaba de su pequeña y única hija.

Cualquier situación era pretexto para un castigo. Si no terminaba a tiempo la tarea durante el día, su madre la sacaba a la oscuridad de la noche como correctivo. Ahí la dejaba durante horas para que aprendiera a ser responsable.

Si no apoyaba en la limpieza de la casa, un jalón de orejas. Si no esto, una bofetada. Si no aquello, una arrastrada por el suelo. Si no lo otro, golpes con el cinturón. Si no…

Pero Guadalupe por más que se apuraba a cumplir con todas las obligaciones escolares no le alcanzaba el día. El tiempo se le iba en barrer,  en ayudar hacer la comida, en lavar ropa, en apoyar a refregar los trastes, en acompañar a sus hermanos a comprar el carbón para el brasero donde todos los días cocinaban sus alimentos y calentaban el bote con agua para bañarse; que a decir verdad era de los momentos que más disfrutaba pues podía salir de su casa y sentirse libre, no atrapada entre gritos y golpes.

Tantos quehaceres que desde niña llevaba acuestas que no le permitían casi nunca terminar a tiempo su tarea, por lo consiguiente su madre siempre la sacaba a la calle por la noche cuando regresaba de trabajar y le pedía los cuadernos para revisarlos.

Pero a Guadalupe eso ya no le asustaba, pues ya se había vuelto una costumbre que ella aprovechaba. A la luz de la luna se entretenía mirando las fotografías de los castillos que venían en una revista arrugada y enlodada que había encontrado tirada en la calle.

Cuando hojeaba la revista a la luz de la luna, imaginaba vivir feliz, corriendo libremente entre sus campos, respirando el aire fresco del campo, de las flores, de los árboles.

Así se imaginaba vivir alguna vez, pero sólo se lo imaginaba, pues como sabía que nunca podría viajar para conocer esos castillos, mil veces los miraba y los miraba porque era la única forma para ella de viajar a esos sitios maravillosos con sus prados verdes, con sus magníficas torres y sus fuertes muros.

Durante la infancia de Guadalupe, poco supo de muñecas, de hecho sólo tuvo una. Nada supo de celebraciones. Nada de caricias. Nada de palabras de amor. Nunca un apapacho por un logro escolar. Nunca experimentó la alegría de festejar un cumpleaños. Nunca tuvo la ilusión de un regalo de Reyes Magos o de Santa Claus.

Entre paredes de adobe, techos de cartón, golpes y maldiciones de su madre, Lupe creció con la ausencia de las vitales caricias filiales y palabras de amor fraterno.

Su vida fue un mar de golpes físicos y una masacre psicológica. El pan de cada día fueron las prohibiciones. Así se hizo mujer. Así se casó.

Con la ilusión, el amor y la felicidad de la recién casada inició una “nueva etapa” en su vida. Creyó que aquellos días aciagos se habían terminado.

Guadalupe nunca imaginó que la violencia que vivió en el seno familiar la seguiría como sombra.

Atrás había dejado a un verdugo. Después se enfrentaría a otro. Su esposo. Un hombre que se casó con ella, pero no por amor…

¿Por qué se unió a ella? No lo sabía. De lo que sí estaba segura es que su vida en matrimonio era la continuación de su desafortunada infancia.

Lupe no tuvo Luna de Miel ni Noche de Bodas. No hubo caricias ni palabras de amor. Sólo la soledad de un cuarto de hotel. De un lugar vacío en la cama nupcial. Así comenzaba su nueva vida. Era el presagio de lo que sería su vida conyugal. Un amor hacia su esposo que no le dejó ver lo que le esperaba después.

Un matrimonio formado por dos personas con nada en común entre ellas: una, enamorada del hombre de su vida, la otra, indiferente a los sentimientos de la mujer que acababa de hacer su esposa.

Guadalupe era la que más amaba, las más entregada al menor deseo del esposo que adoraba. Así tenía que ser porque no quería que la sentencia de su madre se cumpliera: “a ti nunca nadie te va a querer porque eres fea, fea como un sapo, ningún hombre se va a fijar en ti…”

Cuando pequeña nunca tomó en cuenta esas palabras, pero ahora tomaban sentido, por eso nunca le reprochó su ausencia en la noche de bodas. Por eso aceptó dócilmente que llegara casi al amanecer embrutecido por el alcohol.

Tenía miedo que él se enfureciera igual que su madre lo hacía cuando ella trataba de defenderse o de rogarle que ya no la golpeara más. Por eso cuando amorosa le pidió a su esposo que juntos arreglaran la casa donde iban a vivir, ella entendió que ahora el verdugo era más poderoso, más grande, con más fuerza para gritar y golpear.

Las ansias de sentir una caricia, de escuchar una palabra de amor, de experimentar el cariño de otro ser, de formar una familia, la hicieron “fuerte” para soportar el desamor, la indiferencia y la brutalidad.

Su único objetivo era lograr a todo precio el amor del hombre que se fijó en ella y que se casó con ella, porque estaba segura que con su amor, atención y devoción lograría que su esposo algún día la amara.

El amor que Guadalupe le tenía no la dejaba ver o no quería ver que en la vida de su esposo no había lugar para ella. Y es que se resistía a que las palabras proféticas de su madre se cumplieran, por eso estaba decidida a luchar por un sitio en el corazón de su esposo. Y así los años. Guadalupe tuvo un matrimonio de humillaciones, de descalificaciones, de golpes, de amor ausente. Igual que en su infancia.

Sólo que el verdugo ya no era su madre, ahora el ejecutor, era el hombre que con palabras bonitas la había enamorado para tener una “pareja” con quien desahogar sus frustraciones de amores pasados y fallidos y de una infancia también carente de amor.

QMX/mmv

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