HISTORIAS COMUNES: Un domingo por la tarde

16 de agosto de 2012
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Marypaz Monroy Villamares

No quería mirarla. No quería verla directo a la cara, a los ojos, tenía miedo de encontrarme de frente con mi pasado, que me recordara aquellas vivencias aciagas de infancia.

Finalmente, en un acto estoico para mí, me decidí y lo hice. La miré de frente, cara a cara. Al voltear, me encontré una carita triste y una figura pequeña y desvalida.

Discretamente observé que la niña llevaba puesto un vestido rosa, ya descolorido y raído por el uso, un suéter azul marino roto y deshilado de las mangas, muy delgado, que de nada le servía para cubrirse del viento que soplaba durante esa tarde lluviosa.

Con un cordón rojo amarraba la trenza de pelo negro y lacio que tenía peinado hacia atrás, y del cual resbalaba el agua de la lluvia.

Calzaba zapatos de plástico en unos pies diminutos, sucios por el lodo que le salpicaban los carros al pasar; cansados por caminar entre los automóviles al ofrecer sus dulces cada vez que la luz roja se encendía en el semáforo de aquel crucero de Avenida Reforma.

La presencia de la niña en esa esquina, hizo que evocara aquellos domingos cuando yo apenas siendo una niña, junto con mi madre y mis hermanos vendíamos cigarros, dulces y hules para cubrirse de la lluvia.

Verla ahí, temblorosa por el frío de la tarde, con la mirada vaga y con una expresión de ausencia en su rostro, me llevó a aquellos momentos de mi vida cuando por necesidad tenía que salir a vender los domingos.

Igual que ella, a veces me ausentaba de mi realidad. Imaginaba cómo sería viajar en la comodidad de un auto. Cómo sería tener un padre que pudiera satisfacer mis gustos, mis berrinches infantiles, mis necesidades… Me preguntaba si alguna vez yo podría gozar de esos privilegios.

Fueron momentos difíciles, sin embargo, al final del día, la alegría innata de la niñez se sobreponía a todas esas carencias y vivencias. No todo era tristeza, había domingos que con uno de mis hermanos, con él que mejor me llevaba, la pasaba genial; era como salir de paseo porque siempre buscábamos la manera de divertirnos y de tener buenos momentos.

Mientras permanecía la luz verde del semáforo, jugábamos a las canicas, con los soldaditos de plomo o a los “ligazos”, como “parque” usábamos las cáscaras de naranja o mandarina. Él corría detrás de mí y en cuanto me alcanzaba tiraba fuerte y certeramente, a veces me daba en la espalda, y no sé por qué, pero invariablemente tenía un buen tino para darme en las “pompas”, las que me dejaba adoloridas.

También nos divertíamos con “las escondidas”, uno de nosotros se tapaba los ojos mientras que el otro corría a esconderse detrás de los árboles que estaban en el camellón donde vendíamos. Realmente lo jugábamos poco, ya que la emoción terminaba rápidamente pues no había muchos árboles donde esconderse, pero bueno, la idea era retozar entre el pasto y los arbustos mientras se ponía la luz roja del semáforo para acercarnos a los coches a ofrecer nuestra mercancía, y llegaba la hora de irnos a casa.

Pese a todo, algunos días con lluvia, que era cuando más nos compraban cigarros y hules; otros con frío o con calor, los dos nos regocijábamos como enanos: corríamos hasta desfallecer, gritábamos hasta enronquecer y reíamos hasta que la “panza” nos dolía.

Mi hermano y yo siempre inventábamos juegos para entretenernos, los que duraban el tiempo que tardaba en ponerse la luz roja del semáforo. Creo que en el fondo de nuestros corazones, porque ahora que lo recuerdo, nunca lo externamos,  a los dos nos encantaba vender en aquellas esquinas; un poco por ayudar a nuestra madre y otro mucho por distracción, pues era la única forma en que nosotros podíamos salir de paseo, dadas las carencias económicas que padecíamos en casa.

Ahora todo es diferente. Viajo en mi propio auto, no tengo que cubrirme de la lluvia con un hule, ni me salpican de lodo los carros al cruzar los charcos, y tampoco tengo que vender dulces o chicles en un crucero los domingos por la tarde.

Ahora soy diseñadora de modas, profesión que escogí y me gustó por mi madre, quien toda su vida se dedicó a la confección de prendas. De lunes a viernes trabajaba en una fábrica de ropa y los sábados, mientras que ella con una pequeña máquina de coser confeccionaba ropa para venderla entre las vecinas, mis hermanos y yo, llenábamos de dulces las bolsitas de papel celofán, las que al día siguiente vendíamos en algún crucero de Avenida Reforma.

Con ese oficio y con la venta de dulces, cigarros y hules, los domingos en un crucero, mi madre nos sacó adelante, nos pudo pagar una profesión. Su gran esfuerzo, hizo la diferencia entre los domingos que hoy vivo, y esos domingos de mi niñez, los que esa carita triste y desvalida, me hicieron recordar…

 

QMex/mmv

 

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