La nueva naturaleza del episcopado mexicano
Don Enrique para de golpe su paso acelerado, detiene el “diablo” a su lado, pone las dos manos encima de la estructura metálica, busca afanosamente entre los bolsillos de su pantalón su viejo pañuelo y, estrujado, lo recorre para limpiar los goterones de sudor que resbalan por su frente y mejillas. Da un resoplido y cuenta: “claro que me da miedo contagiarme de Coronavirus, pero si no trabajo me muero de hambre”.
Está en la nave de abarrotes de la Central de Abasto de Iztapalapa. En la fase tres de la contingencia, se ve menos gente que en días pasados, pero de cualquier manera los compradores no dejan de asistir al principal mercado de México y uno de los más grandes de América Latina.
En la última semana descendió el volumen de compradores, a partir de que se conocieron casos de fallecimientos entre los comerciantes y de algunos compradores asiduos a la Ceda. Se regó el miedo entre muchos bodegueros y algunos de ellos decidieron bajar sus cortinas, al conocer la muerte de quienes fueran sus amigos y compañeros de actividad.
En los pasillos, en donde se ubican las bodegas cerradas, la afluencia bajó considerablemente, ya no es el hervidero de personas que siempre hay en la Central.
Sin embargo, aún se ven a niños de todas las edades que acompañan a sus papás en las compras, la mayor parte de ellos no tienen cubierto el rostro con tapa bocas. Se observa incluso a familias enteras recorrer los pasillos para comprar su mandado Se llegan a conformar núcleos de personas, en los cuales, por supuesto no se guarda la sana distancia.
“Por eso hubo algunos contagios de compañeros”, dice un comerciante que observa a la gente arremolinarse sin protección alguna, chocar entre sí, para abrirse espacio y comprar lo que le hace falta.
“Los mayoristas que realizan sus compras aquí tienen menos problemas, porque nos hacen sus pedidos por teléfono y sólo pasan con sus transportes para recibir la carga, pero el problema son las familias que vienen a comprar, porque no hacen caso de protegerse y viene a contagiarse aquí o a regar la enfermedad”, comenta don Cipriano, un bodeguero.
Don Enrique retoma el hilo de la plática: “Yo si no trabajo me muero de hambre, porque vivo al día y la verdad prefiero arriesgarme y venir a mi chamba que quedarme en mi casa, en donde no obtengo ningún beneficio”.
Sus 73 años no son obstáculo que lo frene para guardar cuarentena en medio de la pandemia del Coronavirus. Sabe que por tratarse de una persona de la tercera edad tiene un factor de riesgo elevado.
Él conoce lo que es pasar hambre, cuando no se tiene trabajo, por eso no quiere volverlo a sentir.
Es la misma hambre que han sufrido durante décadas millones de mexicanos y que ahora amenaza con mantenerse y ampliarse en diversas zonas del país, en donde no existen empleos y hay núcleos de población marginados del crecimiento económico.
Una de esas regiones es la sierra tarahumara, agobiada durante décadas por el hambre, que ahora se agudiza por las dificultades que tienen los rarámuris para conseguir empleo o comestibles.
En enero de 2012, ocurrieron suicidios entre indígenas rarámuris, de acuerdo al Frente Organizado de Campesinos Indígenas. En 2011, por lo menos 50 personas pertenecientes a esa etnia se habían arrojado a barrancos de la sierra de Chihuahua atormentados por el hambre y las enfermedades.
La terrible sequía y hambruna posterior que se produjo en 2011, habían causado estragos en el ánimo de los rarámuris, algunos de los cuales decidieron suicidarse y no soportar más la situación en que se encontraban.
El suicidio es de suyo un problema lacerante en la realidad mexicana, pero el suicidio por hambre es una realidad que ofende y evidencia que no se está haciendo todo lo que se debe para evitar que siga el crecimiento de la pobreza, de la falta de oportunidades, de la marginación.
Hay personas que mueren de hambre, porque no tienen recursos para alimentarse o porque sufren de anorexia, bulimia u otra enfermedad, pero quienes mueren por hambre, son aquellos que se suicidan porque no soportan la desesperación que los consume, al no ingerir alimentos.
El suicidio por hambre es la imagen más descarnada del fracaso del modelo económico y social que tiene el país. Demuestra que existen millones de mexicanos que no encuentran satisfacer la más elemental de las necesidades humanas: comer.
La crisis económica desatada por el Coronavirus liberó nuevamente al fantasma del hambre, que siempre ha estado ahí, latente, agazapado, dispuesto ahora, en la pandemia, a tirar nuevas tarascadas.