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Teléfono rojo
“Tengo un tatuaje con todos los muertitos que me cargué… son cincuenta o cincuenta y nueve. Los que fueron en grupo no cuentan. Es que tengo como una doble personalidad; por un lado, sentía gacho todo lo que veía en el cártel, me daban pena las víctimas; por otra parte, disfrutaba mucho estar en el desmadre, me gustaba disparar y ser reconocido por los demás. Ahora estoy dividido en dos, soy una persona entera y soy la mitad de la persona que era”.
Es “Leonel”, un jovencito que narra su vida como integrante de un grupo delictivo, el camino que siguió para convertirse en un matón y su etapa de rehabilitación. Ofrece su testimonio en el estudio: “Niñas, Niños y Adolescentes reclutados por la Delincuencia Organizada”, realizado por la fundación Reinserta con el apoyo de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID).
Reinserta, fundación sin fines de lucro, busca incidir positivamente en los factores vinculados a la violencia social para evitar que más menores de edad, con problemas con la justicia, reincidan en la comisión de ilícitos y se alejen de la vida delictiva.
“Leonel” creció en una familia unida, aunque no veía muy a menudo a su padre, quien dedicaba la mayor parte del día a conducir un taxi para ganar el ingreso para su madre y hermanos, mientras su mamá vendía comía. El chamaco admiraba a sus progenitores, pero eso no le valió de mucho.
Ante la falta de dinero en su casa, “Leonel” empezó a tener trabajos eventuales. A los 14 años limpiaba pisos y baños en una cantina del sur del país y ahí, sin que lo supiera, le cambió la vida. Veía en el lugar a muchos clientes que acudían armados y un día tuvo el valor de preguntarles a que se dedicaban.
Se enteró que esos hombres trabajaban para los hermanos Beltrán y que un amigo de él laboraba como “halcón”, delatando a los enemigos del cártel para que fueran ejecutados. Sin embargo, para “Leonel” esa vida era de locos y se juró a si mismo que nunca se metería en eso.
“Pero la vida da muchas vueltas y lo que juraba que nunca iba a hacer, terminé por hacerlo”, señala. Pidió a integrantes del cártel que lo pusieran a prueba y, entonces, se convirtió también en “halcón”, que tomaba fotos de las casas de los enemigos para después proporcionarlos a los sicarios y que estos ejecutaran a quienes se les había puesto el “dedo”.
En alguna ocasión, después de que se asesinó a un hombre, la familia de la víctima empezó a buscar a “Leonel”, a fin de vengarse y para protegerlo el cártel lo convirtió en sicario. Así con un arma, podría defenderse por sí mismo.
En su subconsciente, a los 15 años de edad “Leonel” había alcanzado un sueño acariciado desde niño, porque siempre le gustaron las armas y quería ser soldado de “grande” para andar tirando bala. Incluso hasta le agradaba el olor de la pólvora.
El adolescente abandonó su casa para no poner en riesgo a su familia y empezó a ejecutar a gente casi en serie. Aprendió a secuestrar y a torturar para sacar una confesión rápida a los enemigos del cártel o a los integrantes de este que se convertían en traidores.
Su relato es estrujante. “Leonel” refiere que, en ocasiones, sentía pena por quienes torturaba, pero que en el cártel le enseñaron a apagar esos sentimientos, a no tener compasión alguna. “Si no son de tu familia”, le comentaban otros sicarios y así le quitaron la poca humanidad que le quedaba.
A pesar de la vida de tragedia en la que se metió por voluntad propia, como menor de edad, “Leonel” llegó a tener amigos en el cártel, entre ellos el vecinito que trabajaba también en la cantina y que lo presentó con gente del cártel.
“Él ahorita ya está en la otra vida, ya se fue de aquí, tenía dieciocho años, era como mi hermano, mi confidente, pasábamos mucho tiempo juntos, porque estábamos en el mismo grupo, llorábamos cuando teníamos algún problema, nos tomábamos una cerveza, nos contábamos nuestras cosas, me ganaba la sensibilidad con él”, reconoce.
Un día la suerte le volteó la espalda. Un “comandante” de su organización lo mandó llamar para estar al pendiente de los movimientos de la policía en su mismo pueblo, pero todo era una trampa. Integrantes de su cártel lo traicionaron por envidias, porque el muchacho destacaba en la ejecución de enemigos y podía ascender a otro cargo superior en la organización.
Las autoridades lo culparon sólo por tres homicidios y por portar armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas. Lo condenaron a cinco años de internamiento, que es la pena máxima que puede alcanzar un menor de edad por homicidio.
“Leonel” reanudó sus estudios, mientras permanece en internamiento y en el momento que hizo público su testimonio estaba terminando la preparatoria. “Cuando salga me gustaría meterme a la Marina, ya no quiero regresar al cártel y yo creo que sí me puedo salir, nunca les quedé mal, además de que le había pedido permiso al comandante y él me dijo que sí”, enfatiza.
Considera que tiene suerte, porque quien se involucra con narcotraficantes no puede tener otro final que la cárcel o la muerte, pero piensa que él puede recuperar su vida y ahora hacer las cosas bien por su madre, porque si algún día lo matan o desaparecen le causará un gran dolor.
“No me arrepiento de lo que hice. Lo hecho, hecho está. Ahora sólo me queda mirar hacia adelante. Lo que sí, aconsejo a mi hermano menor para que no se meta en este desmadre. Le digo que le chingue a la escuela, que no piense que como hice yo las cosas, él también puede hacerlo, porque todo tiene un precio”, concluye el joven sicario, en camino de desear rehabilitarse.