Mujeres mexicanas memorables (6)
El viernes 5 de mayo de 1989, en las primeras horas de la madrugada, de manera accidental, una parranda contribuyó a la cobertura de una nota periodística de interés nacional: el incendio de la Cámara de Diputados. Nadie lo hubiera imaginado.
El primer reportero que llegó al lugar en el momento preciso que surgía la conflagración fue Carlos Martínez Rentería y no porque tuviera esa encomienda de su diario, El Universal, en el que entonces laboraba, sino porque en la madrugada él pasaba por el Palacio de San Lázaro, después de correrse una juerga. En esta semana, Carlos falleció y con él murió uno de los principales periodistas de la contracultura en el país.
Esa madrugada de 1989, un grupo de periodistas de El Universal, en el que nos encontrábamos Carlos y yo, asistió al bar Ambassador, de la calle Humboldt, de la Ciudad de México. Todos convenimos en regresar a nuestras casas y Martínez Rentería lo hizo a bordo de un taxi que pasó frente al Congreso, en donde estallaban las llamas. Así fue como Carlos cubrió un evento noticioso que nada tenía que ver con la cultura y que fue tema jocoso de conversaciones posteriores, en las que destacamos una máxima del periodismo: reportero sin suerte, no es reportero.
Ahora, Carlos ya no está, dejó el plano terrenal para, seguramente, organizar en la otra vida, foros, discusiones y presentaciones de libros, en las que participó durante décadas y, para promover parrandas, de las cuales disfrutábamos tanto los que lo rodeamos.
Una disculpa lector, por hablar en primera persona, pero no puede ser de otra manera. Conocí a Carlos en 1984 en El Universal, en donde ingresó mientras al mismo tiempo estudiaba en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Con anterioridad había estudiado teatro. Entonces, no existía una sección cultural en el diario, pero Carlos pidió la oportunidad de hacer una plana de cultura, como parte de la sección Sociales, editada por Enrique Castillo Pesado y encabezada, como jefa de Información, por Yolanda Cabello.
La sección pronto ganó lectores, en especial la columna “Culticosas”, escrita por Carlos, en la que informaba sobre los principales eventos culturales en la Ciudad de México y en el país.
Posteriormente, el diario juzgó pertinente impulsar la sección y contrató a Paco Ignacio Taibo padre, como editor de Cultura. Carlos se mantuvo como parte de la plantilla de reporteros. Con los años, fundó la revista Generación, con otros periodistas, como Américo Guerra, Arturo Jiménez y Alejandro Jiménez Martín del Campo, que mantuvo hasta el final de sus días.
Cuando empezó nuestra amistad, fui uno de sus invitados a la Pastorela Navideña, que escenificaba con sus primos y hermanos, entonces la mayor parte de ellos adolescentes o muy jóvenes. El hacía el papel principal, nada menos que el mismísimo Diablo, que se empeñaba en hacer fracasar a los pastores en su intención de adorar a Jesús niño. Cada año que duró esa divertida pastorela, fui invitado a ella. Su cómico papel del Diablo es recordado aún por muchos colegas.
Después de abandonar El Universal, en 1995, escribió en otros medios. Durante muchos años, redactó la columna Salón Palacio, en La Jornada. Salón Palacio es un bar muy frecuentado por periodistas de viejo cuño, ubicado a un costado del diario La Prensa. Sobre una pared, destaca un cuadro, en el que se leen los nombres de periodistas, clientes del bar, que ya fallecieron, con una frase que destila cariño: “Siempre los recordaremos”. No sé si el nombre de Carlos ya aparece en la lista.
Aunque su fuerte no era cantar, compartíamos el gusto por algunas canciones, una era, “Ella”, pero no el tema de José Alfredo Jiménez, la que entonada desde el rincón de una cantina hace referencia al desprecio de una mujer hacia el amor suplicante del hombre que no se acostumbraba a su partida: “Me cansé de rogarle, Me cansé de decirle. Que yo sin ella, De pena muero”. No esa no era.
La canción que nos gustaba era “Ella”, del músico yucateco, Domingo Casanova Heredia, con letra de Osvaldo Basil, quienes, en 1925, la compusieron por un encargo de un político para dedicarla a la actriz española, Virginia Fábregas, de quien se enamoró durante una gira que realizó por la tierra del Mayab.
“Ella, la que hubiera amado tanto, la que hechizó con música mi alma, me pide con ternura que la olvide, que la olvide sin odios y sin llantos”, así parafrasea la canción “Ella”, en referencia a los dichos de Virginia Fábregas, que le pedía a un prominente político mexicano que se enamoró de ella, que de inmediato la olvidara sin resentimiento alguno.
Esa era una de la canción que repetíamos una y otra vez, en esas noches interminables de copas y pláticas literarias. Carlos era un periodista de temas culturales, pero encima de ello era un bohemio.
Martínez Rentería era un inconforme con las normas sociales, hasta llevarlas al límite. Pareciera que vivía en una parranda de largo alcance, si ningún freno ni cortapisa, sin que nadie se atreviera siquiera a sugerirle nada, porque no escuchaba a nadie.
Como periodista de la contracultura, Carlos se oponía a los valores, ideas y normas impuestas por la sociedad. Estaba en contra de las costumbres sociales existentes, en todos los ámbitos y, por ello, era defensor de la comunidad lésbico, gay y demás variantes.
La personalidad de Carlos Martínez era genuina, fue un periodista, anti sistema, y eso lo llevaba a todos los ámbitos de la vida. Se pronunció en favor de la liberación total de las drogas, especialmente de la mariguana y de la cocaína, en uno de los tantos bares en donde hacía presentaciones de eventos culturales, La Pulquería, de avenida de los Insurgentes.
En 2021, con el apoyo de la Universidad Autónoma de Nuevo León, publicó “La bruja blanca. Historias de cocaína”, en cuya presentación afirmó: “Durante los últimos 25 años he sido consumidor más o menos constante de cocaína. Nunca de manera obsesiva y siempre con la inquietud de escribir tarde o temprano en torno a esta experiencia que pareciera solo ociosa y dañina, pero que necesariamente debería tener algún sentido más allá del efímero placer que significa y desde luego con la conciencia de los riesgos que implican su consumo descontrolado.
Este libro es un acto de congruencia con el activismo (no militancia) que he ejercido en torno a la necesaria despenalización de la mariguana y otras drogas recreativas como la cocaína para confirmar una y otra vez el absurdo de su prohibición y del daño infinitamente mayor que esto significa. A lo largo de estos más de treinta años hemos refrendado el derecho de todo adulto a decidir sus consumos sin que el gobierno deba intervenir”.
Pero la salud de Carlos se deterioró, desarrolló diabetes, una caída con fractura de cadera, lo obligaba a recibir el implante de una prótesis, pero caídas anteriores lo hacían usar muletas. “El viejón enfermo y consumidor, no se encuentra muy bien. Salud”, señalaba en sus redes sociales, como una muestra de auto optimismo, a partir de su situación.
Alguna vez, en una de esas parrandas, le pregunté a Carlos, si no le cansaban tantas desveladas y me respondió: “No maestro, me cansaría ser un tipo aburrido, cuando la vida tiene cosas para disfrutar, así que hay que darle hasta que el cuerpo aguante y digamos salud”.
La salud de Carlos Martínez Rentería, periodista, promotor del arte en todos sus rubros, defensor de la legalización de las drogas, referencia obligada de la contracultura en el país, amigo de escritores, pintores, poetas, dramaturgos, se fue apagando. Fue público que no estaba bien en los últimos días.
Carlos también hacía poesía, en la que reflejaba su estilo de vida y pensamientos. Decía:“¿Cómo medir la madrugada?, ¿Cómo saber cuándo es tarde o temprano, tiempo de irse o de quedarse, de llegar, en ese mismo instante?”.
“No quiero pasar una patética vejez inútil, tampoco la grotesca trascendencia forzada, sólo el tiempo lineal, para ver a mi hijo en su invención y para mí, la dignidad del ser inmortal, y después morirme”.
Y así ocurrió, acorralado por su deterioro de salud generalizado, la vida se le escapó apenas el 7 de febrero pasado. Descansa en paz, Carlos.