El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
El alma quemada de los niños sicarios
Javier Velázquez Flores
“El niño que no sea abrazado por su tribu, cuando sea adulto quemará la aldea para sentir su calor”, señala un proverbio africano, que en México se hace realidad todos los días con los niños y adolescentes delincuentes, porque fueron abandonados o maltratados por sus familiares.
Es el caso de Miguel, quien desde muy niño vivió un clima de violencia en su familia, en la cual además la venta de droga era algo “normal”. Con el tiempo, el adolescente se hizo “halcón” y después sicario de un cartel del norte del país, en donde llegó a cometer entre 15 y 19 homicidios, número que ni el mismo recuerda.
El adolescente es uno de los aproximadamente 30 mil menores de edad que son reclutados por la delincuencia organizada en México para cometer ilícitos. Su vida está atrapada entre la cárcel, el hospital o la elevada posibilidad de que algún día sean asesinados por bandas antagonistas.
Miguel nació Torreón, Coahuila, en donde vivía con sus padres, abuela, hermano y tíos que se dedicaban a la venta de droga. Era golpeado con saña por su padre y pronto anidó en su psique un profundo rencor hacia él.
A manera de compensación, desde pequeño Miguel sintió una gran simpatía por uno de sus tíos, que era narcomenudista.
“Tenía como unos 9 años, cuando me metió entre sus piernas y me abrazó, Me dijo: ven güey te voy a dar cocaína. Yo le dije: ¿cómo se le hace eso? Yo estaba chiquillo. Me acuerdo que no sentí nada, pero como mi tío era bien cerrado con nosotros sentí chido de que me haya elegido. A partir de ahí se volvió mi tío favorito”, relata Miguel.
Al niño le impactaban las patrullas y los hombres armados que llegaban a casa para hablar con su tío y hacer arreglos acerca de la venta de drogas. A Miguel le gustaba ver todo eso, le impresionaba y, desde entonces, prefería que su tío hubiera sido su papá, porque además de que este lo golpeaba, “era muy miedoso”, a juicio del pequeño.
Miguel creció viendo como se comercializaba la droga en las tienditas de su colonia y como estas eran protegidas por miembros de las bandas y, en ocasiones, hasta por policías. Para él eso era algo normal.
Ya como adolescente, Miguel se inició como “halcón” con el cartel que vendía droga en su colonia. Era uno de los encargados de avisar cualquier movimiento extraño para alertar a los que entregaban los estupefacientes y a quienes los protegían con armas.
Por su eficiencia, subió en el organigrama de la organización, se volvió sicario y después jefe de una célula, comandante de patrulla, a pesar de ser un adolescente.
No recuerda el número exacto de homicidios que cometió. “Lo que sí me acuerdo es que quería matar artísticamente, quería ser como los artistas, así que cuidaba cada homicidio, lo trataba de hacer de manera impecable”, señala sin miramientos, ni arrepentimiento.
Un día, a Miguel le encargaron que ejecutara a un grupo de delincuentes que trabajaron para el cartel de los Zetas años atrás y que se encontraban cerca de donde él vivía.
El muchacho llegó a bordo de una camioneta, con 6 sicarios. Masacraron a sus adversarios. Un solo cuerpo mostraba 30 disparos en la cara. Luego de los homicidios, los sicarios huyeron en su vehículo. Sin embargo, ese día la fortuna le tenía preparada una sorpresa a los hampones. Cerca del lugar se encontraban policías ministeriales que empezaron a perseguir a Miguel y a su banda.
Los sicarios pidieron refuerzos por radio, pero estos nunca llegaron. Los ministeriales finalmente aprehendieron a los narcotraficantes. Miguel bajó de la camioneta y se entregó.
El muchacho fue encerrado en un penal. Asegura que “lo único bueno de que lo agarraran fue que al menos salió vivo del desmadre”. No obstante todo lo que vivió, advierte que quiere regresar a ese ambiente, pero de otra manera.
“Me gustaría meterme de policía para mover desde ahí. A mí me gusta mucho la malandrada, pero ya me di cuenta que en ese camino me van a matar o me entamban de nuevo y, a la otra, no es el Cerezo, es el panteón, por eso me quiero meter a la policía, ahí es diferente, es lo que me gusta, que está tranquilo, sin necesidad de caer en la cárcel o de andar matando gente”, sostiene.
Miguel recibió terapia psicológica y en la cárcel pudo terminar la secundaria y la preparatoria. Un día recibió la visita de su papá, aquel ser que debió protegerlo de las amenazas externas, pero que tanto mal le hizo.
Una terapeuta le ayudó a perdonar a su padre de todo el rencor que le había generado. El día que vio a su papá le comentó: “la neta ya te perdoné, yo voy a romper esa cadena que venimos arrastrando, porque entiendo que tú creciste en ese ambiente de violencia y tú no sabes dar más que eso, pero yo, cuando tenga a mis hijos, no voy a llevarlos a la violencia. Te perdono de corazón”, dijo Miguel a su padre y este empezó a llorar. Le respondió: “Discúlpame, te quiero un chingo, perdóname”.
La historia de Miguel forma parte de los testimonios contenidos en el estudio “Niñas, Niños y Adolescentes Reclutados por la Delincuencia Organizada”, difundido por Reinserta Un Mexicano A.C., organización que tiene como objetivo evitar la reincidencia de menores de edad en ilícitos, a partir de acciones tendientes a dotarlos de herramientas para alejarlos de la vida delictiva.
Como Miguel, hay muchos niños y adolescentes que se encuentran cooptados en el país por la delincuencia y otros más que pueden ser atrapados en el corto plazo, debido a que provienen de hogares desintegrados, en los cuales prevalece la violencia.
Hay que romper esa cadena. Para lograrlo, los padres no deben “educar” con violencia a sus hijos. Tienen que abrazarlos y reprenderlos, cuando sea necesario, pero desde el amor, siempre desde el amor, sin golpes, ni violencia psicológica. Así, cada vez sería menor el número de niños y adolescentes que quemen su aldea, porque no fueron abrazados por su tribu.