Poder y dinero
No Diablitos, verdaderos Demonios
Primera escena: Las manos de los dos chiquillos temblaban y movían involuntariamente las dagas de 30 centímetros que sostenían sobre mí estómago. «¡¡Si no nos das la medalla que escondiste, aquí te vas a morir, pinche chilango, así que no te estés pasando de listo!!», vociferaban amenazantes, con impunidad, pero también con miedo, con mucho miedo.
De no más de 17 años, si alguien los veía caminar por la calle, no los hubiera diferenciado de muchachos comunes de preparatoria, de colegiales, que van a la escuela, que tienen las primeras novias en sus vidas y son regañados por sus padres por no hacer la tarea o llegar tarde a casa.
Absolutamente nadie se hubiera imaginado que formaban parte de una banda de asaltantes, integrada por niños y adolescentes que no llegaban a los 20 años, que eran capaces de asesinar, si su víctima se resistía. Yo lo supe hasta ese momento.
Ahí estaba yo con ellos, en un terreno baldío del puerto de Mazatlán, esa noche calurosa de febrero, tirado entre la maleza, con la ropa enlodada, temblando de miedo por el temor a ser asesinado.
Media hora antes, yo había caminado sobre el Paseo Olas Altas, después de trabajar y de cenar para retirarme al Hotel El Cid Resort, en el que estaba hospedado. Me había quedado sólo, pues entre la multitud de personas que caminaban en las calles del puerto, después de un carnaval semiparalizado, había perdido de vista a mis amigos y compañeros reporteros.
Era el 13 de febrero de 1988 y los entonces presidentes de México y Estados Unidos, Miguel de la Madrid y Ronald Reagan se reunieron en Mazatlán, Sinaloa, unas horas para firmar varios acuerdos, entre ellos, un convenio para combatir con más firmeza al narcotráfico, casualmente, en la tierra de los principales capos de las drogas que ha dado el país. El encuentro provocó la suspensión por algunas horas del carnaval que se celebraba en esas fechas, pero que se reanudó cuando los presidentes se marcharon.
No sería más de la una de la mañana, cuando después de cenar decidí regresar al hotel. No había problema, sólo tenía que caminar en línea recta hasta llegar al Cid Resort, aunque la distancia no era tan cercana.
De camino, encontré a un grupito de muchachos de entre 16 y 20 años con sus novias. Eran en total 10. Reían, se jugaban bromas, como cualquier adolescente. Aunque sabía el camino, les pregunté si llegaba por ahí al hotel: primer error. Después, sin temor accedí a caminar al lado de ellos por un atajo: segundo error. Al llegar a un lugar en donde abundaban los terrenos baldíos, a aventones me metieron a uno de ellos y ahí empezó la pesadilla.
Tirado entre la tierra y pasto crecido y húmedo, los asaltantes me arrancaron una cadena de oro con una silueta religiosa que mi esposa me había colocado, antes de salir de la Ciudad de México. Al tirarla con fuerza, la medalla cayó sobre el pasto y quedó oculta. Entre la oscuridad, los ladrones la buscaban con las manos, sin encontrarla y me acusaron de esconderla con los pies. Absurdo.
No dejaban de amenazarme y por un momento imaginé que sí me matarían. Pensé que eran ladrones inexpertos por su juventud, lo cual los hacía muy peligrosos, pues demostraban mucho miedo. En una idea tonta pensé que sería encontrado sin vida días después, pero identificado rápidamente por la credencial del periódico que traía conmigo.
Encontraron la medalla y cuando pensé que todo había terminado, se estacionó enfrente del terreno baldío un auto con dos hombres a bordo que, sin saber lo que pasaba a unos cuantos metros, platicaban despreocupadamente.
Los hamponcetes se pusieron más que nerviosos, sus manos temblaban con las enormes dagas. Me acusaban de haber llamado a amigos para que me defendieran. Absurdo. “¡¡¡Ahora sí te vas a morir!!!”, volvieron a amenazar. “No se pongan nerviosos, ese coche vino a dejar a alguien y cuando se vaya, ustedes se escapan”, les dije tratando de tranquilizarlos.
Después de 20 minutos, que se me hicieron eternos, el auto se retiró y los ladrones escaparon. Esperé quizá otros 10 minutos tratando de adivinar si los hampones cumplirían sus amenazas de esperarme en la calle.
Salí finalmente. La gente me sacaba la vuelta porque mi ropa de color blanco estaba totalmente enlodada. Parecía indigente y no reportero. En un hotel convencí al encargado de llamar a un taxi para que me trasladara el hotel.
Al día siguiente, después de enterarse de esa odisea, Ignacio Lara, Director de Comunicación del Gobernador de Sinaloa, Francisco Labastida Ochoa, “lamentaba lo ocurrido”. Le parecía increíble que fueran menores de edad los integrantes de esa banda. Sabían quiénes eran, pero también era consciente de que a un menor de edad siempre lo dejan libres los jueces. Absurdo.
Treinta años después, el recuerdo no se borra.
Segunda escena: Los Diablitos son adolescentes de entre 12 y 16 años de edad que asaltan desde hace varios meses en una de las laterales del Periférico y en la zona de avenida Constituyentes, cercana al Papalote Museo del Niño.
En las últimas semanas, en la televisión y las redes sociales han circulado los videos de los hampones, bloqueando calles y asaltando a transeúntes y automovilistas con navajas reales y pistolas hechizas.
Dos de esos demonios, que no diablitos, Damián N. y Rolando N., de 12 y 13 años de edad, han sido detenidos en varias ocasiones, pero dejados en libertad porque son inimputables, no pueden ser sujetos a un proceso penal, porque la ley los protege. Los comanda un tipo llamado Ricardo N., de 30 años de edad, delincuente graduado, con varios ingresos en reclusorios.
El jefe policiaco, Raymundo Collins, asegura que cuantas veces delincan los aprehenderá y serán puestos a disposición del ministerio público, que nuevamente lo dejará en libertad y ellos seguirán asaltando con total impunidad, porque para la absurda ley no tienen responsabilidad de sus actos. Absurdo.
El DIF trata de quitarles la patria potestad a los padres de los hampones y estos, en el descaro total, sólo dicen que sus hijos no son delincuentes, sino que “sólo hacen travesuras”.
El 3 de septiembre, en el mensaje de su último Informe de Gobierno, Enrique Peña Nieto indicó que el nuevo Sistema Penal Acusatorio permite una mejor justicia, es el mismo sistema que permite que estos demonios, que no diablitos, sigan en la calle asaltando y burlándose, porque se saben impunes. Así de descarada la situación, así de absurda.