
El predial talón de Aquiles municipal
Niños sin alma
Eran jóvenes, de entre 15 y 18 años de edad, varones y mujeres, aún con cuerpos y caras de niños y cualquiera se hubiera acercado a ellos, sin precaución, sin saber que al hacerlo estaba en peligro de muerte.
Así me sucedió con aquellos ¿colegiales? Adolescentes que reían, se gastaban bromas entre sí, como lo hacen los jovencitos que caminan en grupo, especialmente en medio de un carnaval.
El calor de las dos de la mañana, no es menor al que hace durante el día en el puerto de Mazatlán.
Cansado por un día de trabajo, lo único que deseaba era regresar a mi hotel: el Cid Resort, en la parte baja de esa serpenteante avenida en la costera. Con las calles bloqueadas, el trayecto tenía que ser necesariamente caminando.
¿Por ahí voy bien al hotel El Cid?, pregunté ingenuamente a esos jóvenes, cuerpos de niños, caras de niños.
Cinco muchachos, cinco chicas «seguro son novios», pensé.
» Sí señor, nosotros vamos por el rumbo, si quiere por ahí nos aconpañamos», respondió uno de ellos.
«Qué simpáticos muchachos», pensé y caminé confiado a su lado.
Era el 13 de febrero de 1988 y de Mazatlán habían sido retirados todos los policías municipales y estatales de la vigilancia del carnaval y junto con marinos y soldados fueron destacados al operativo especial por la visita de unas cuantas horas del presidente estadounidense, Ronald Reagan, con el mexicano Miguel de la Madrid.
Tres años atrás, en 1985, el gobierno de Estados Unidos participó con agentes de la DEA en la captura del capo, Rafael Caro Quintero. La Casa Blanca sintió como una afrenta personal el asesinato de su agente encubierto, Enrique «Kiki» Camarena, a manos de los esbirros del mafioso sinaloense.
Reagan y De la Madrid hablarían del problema de los indocumentados y, desde luego, del narcotráfico que tenía en Sinaloa su principal enclave.
No había un solo policía, pero caminando con esos chicos, pensé que nos podíamos cuidar juntos.
«Mire, por aquí podemos tomar un atajo, esta calle nos sacará más adelante, porque la avenida de la costera da mucha vuelta».
«Está bien», respondí en automático y llegué a pensar que esa calle nos sacaría pronto.
De un empujón, esos muchachos, cuerpos de niños, caras de niños, se convirtieron en demonios. En dos segundos estaba yo tirado entre el lodo y la hierba crecida de un terreno baldío.
De 10 jóvenes, sólo quedaron tres conmigo, con dagas de no menos de 25 centímetros de largo, con el filo sobre mi estómago, con sus piernas sobre mí.
«Ahora sí, pinche chilango de mierda, ya te cargó la chingada», sentenció el que parecía el jefe.
Tirado entre el lodazal yo sólo veía sus gestos de odio y al fondo, sin quererlo, un cielo tapizado de estrellas y tuve una idea absurda «¿cuánto tiempo tardarán en encontrarme si es que aquí me matan?».
Su frenesí les llevó a arrancarme de un jalón una cadena de oro, con una imagen religiosa, que por única ocasión yo llevaba para protegerme por recomendación de mi esposa.
Pero esa noche yo tenía el santo de espaldas. Los maldrines habían roto la cadena y esta salto sobre la enorme hierba crecida. Me acusaban de esconderla con las piernas, porque la cadena no aparecía.
Finalmente la hallaron y cuando estaban a punto de emprender la huída. Con mi santo de espaldas, escuché como un auto en la calle se detenía, con dos personas que conversaban sin apremio.
Ahora los muchachos me acusaban absurdamente de que yo había mandado a alguien a esperarlos afuera en un auto. Sus manos temblaban con todos y puñales y los tuve que calmar apara que no hicieran una tontería. «No nos pasará nada», les comentaba a cada rato.
El vehículo por fin marchó y ellos salieron del terreno baldío en medio de amenazas.
Yo estaba seguro que me esperarían en la calle para apuñalarme. Fue una odisea regresar a mi hotel, tuve suerte, pero mi santo empezaba a estar de espaldas. Al otro día recibí una disculpa absurda por parte de un enviado del gobernador Francisco Labastida. «Esos casos no pasan en nuestro estado», me comentó. Pensé que era una burla.
En 2019, las bandas de niños y adolescentes, muchos de ellos sicarios siguen operando en Mazatlán y en otras localidades de Sinaloa. Cuerpos de niños, caras de niños, no son otra cosa que verdaderos demonios y nadie los para.