Poder y dinero
Daniel Ortega: de guerrillero a dictador corrupto
La mujer tomó con su mano derecha la pistola que tenía en la cintura y, como si la exhibiera, me miró fijamente. “¿Camarada por qué anda usted escribiendo noticias sobre la oposición?, no ve usted que a ellos sólo les interesa la destrucción de Nicaragua. No les haga caso, es una recomendación”.
La advertencia había sido lanzada en mi contra por aquella comandante del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), mujer pequeña, de no más de 1.58 metros de estatura, enfundada en su uniforme militar verde olivo.
“No sé a qué se refiera comandante”, respondí para que ella desenmascarara la causa de su ‘recomendación’.
“Es que usted escribe en su periódico de México declaraciones de candidatos, como el del Partido Demócrata Cristiano, que están en contra del sandinismo, pero que dicen puras mentiras”, dijo la mujer, cabello largo, ensortijado, castaño y ojos color miel.
«En mi diario tienen cabida todas las opciones políticas, comandante, y así nos mantendremos», dije como respuesta.
Era noviembre de 1984 y conversábamos en la oficina de prensa ubicada en el centro de Managua, Nicaragua, frente al Hotel Intercontinental. Faltaban horas para que se realizaran las primeras elecciones presidenciales en ese país, después de 40 años de dictadura de la familia Somoza.
Yo había sido enviado por el diario El Universal para cubrir los comicios, en medio de la guerra civil de ese país. Los sandinistas como gobierno de facto, que llegó al poder por las armas, participarían en las elecciones para llevar a la presidencia de Nicaragua a Daniel Ortega, comandante supremo del FSLN.
Sin duda, aquella comandante había leído con detenimiento las entrevistas que yo había realizado con los candidatos presidenciales de alas ideológicas diferentes al sandinismo y por eso hablaba de esa manera.
“El pueblo votará por el comandante Ortega y no hay duda de que ganará las elecciones, por eso es que le digo que no haga caso a la oposición. No lo olvide, es una recomendación”, repitió la comandante, antes de abandonar la sala de prensa.
Daniel Ortega Saavedra siempre externaba un profundo cariño por México cada vez que podía. En los años más duros de la revolución sandinista para derrocar a Anastasio Somoza, de 1976 a 1979, el gobierno de José López Portillo había apoyado financieramente a Nicaragua y ese era un gesto que no olvidaba el comandante.
“Los mexicanos y los nicaragüenses somos como hermanos, porque venimos de dos revoluciones”, nos dijo Ortega Saavedra, en ese año a los periodistas mexicanos que cubríamos el conflicto armado.
Efectivamente, Daniel Ortega arrasó en las elecciones de noviembre de 1984 y se convirtió en el primer presidente electo, después de la sangrienta dictadura de la familia Somoza (Anastasio, padre; Luis, su hijo, y Anastasio junior), que gobernó con mano dura a ese país por más de tres décadas.
Cuando Ortega ganó las elecciones, murió el guerrillero, la leyenda que liberó a su pueblo de la tiranía y nació el político, el corrupto, el abusador sexual, el ladrón.
Ortega combatió con las armas los abusos de poder de los Somoza y los nicaragüenses confiaban en él, como su salvador, yo lo vi. Después de gobernar por las armas de 1979 a 1984, como presidente constitucional lo hizo de 1985 a 1990 y después perdió las elecciones ante diversos opositores, como Violeta Barrios de Chamorro y Arnoldo Alemán hasta que recompuso al movimiento sandinista para volver a ganar unas elecciones en 2007 para repetir en tres periodos presidenciales posteriores, de tal manera que gobernará hasta 2022.
El luchador por los pobres de los años setentas y ochentas se volvió un dictador, tan vil como aquellos Somoza a los que combatió. Su éxito fue que para ganar nuevamente en las urnas, cambió su discurso violento por uno de amor, de paz y de Dios, que no sé porque me recuerda el cambio de postura de Andrés Manuel López Obrador, en México.
El colmo del abuso de poder es que Ortega gobierna con su pareja, Rosa Murillo, como vicepresidenta de Nicaragua, quien también tiene poder para mover a cualquier político del gabinete. Son como dos monarcas que han construido una fortuna personal incalculable, según relatan sus detractores dentro del sandinismo y de los partidos de oposición.
Rosa Murillo, la tirana, la llaman muchos en Nicaragua, es la madre de Zoila América Narváez Murillo, hijastra de Daniel Ortega, quien fue violada sexualmente durante años por el comandante.
Zoila fue abusada por Ortega desde que tenía 11 años y, a pesar de que la víctima denunció los hechos en 1998, el político jamás fue castigado. Su crimen quedó impune.
Cuando se enteró que su madre, Rosa Murillo, era nombrada vicepresidenta de Nicaragua en 2017 escribió en su cuenta de Facebook
«Estaba trabajando en San José, Costa Rica (en donde vive), cuando un mensaje de texto confirma a Rosario Murillo como candidata a vicepresidenta de Nicaragua con Daniel Ortega. Sentí en mi conciencia, el dolor y la firmeza de la memoria histórica: el encubrimiento de mi madre a los delitos de abuso sexual que hice públicos en 1998. Desde entonces, mi historia de violencia se prolonga con sus actos de persecución política en venganza por la verdad que relaté y que sigue intacta muy a pesar de la impunidad jurídica y social».
Para Zoila todo está claro: la candidatura a la vicepresidente de su madre, Rosario Murillo Zambrana, oficializada por su padrastro, mandatario, esposo de Murillo, era parte de la alianza política de la pareja que gobierna Nicaragua por el encubrimiento de la primera dama a la denuncia de violación que ella planteó en 1998 contra el actual presidente.
Ortega y su familia exhiben su impudicia económica por todos lados, mansiones, autos lujosos, joyas. No hay límites. Igual que hacía la familia Somoza a quienes Ortega combatió con las armas, lo cual me confirma que Ortega sólo quería el poder para enriquecerse y no para cambiar a su país
Políticamente, no tolera oposición. La más reciente prueba es su represión en contra de estudiantes, que protestaron durante días en contra de una controvertida política de Ortega que limitaría las prestaciones sociales. La muerte de 30 estudiantes y cientos de desaparecidos fue el saldo de batallas campales que pueden convertirse en un problema mayor.
Sergio Ramírez, uno de los integrantes más notables del gobierno sandinista, a quien conocí en Nicaragua en 1984, ahora detractor de Ortega, al igual que otros ilustres integrantes del FSLN, acaba de recibir el Premio Cervantes en España y al aceptarlo lo dedicó “a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando, sin más armas que sus ideales, porque Nicaragua vuelva a ser República”.
Ahora, recordando aquella amenaza de una comandante sandinista hacia mí, en aquel lejano 1984, confirmó que nada bueno podemos esperar de las armas, que en ningún país, incluido México, nada positivo puede venir de quien dice defender a los pobres, pero vive en la opulencia mal habida, que no debemos esperar nada adecuado de quien dice luchar por la justicia, pero aplasta con su autoritarismo a los demás.