Visión financiera/Georgina Howard
A Jaime nadie lo podía convencer de que el Covid-19 existe. Por meses siguió una “vida normal”. Jamás se protegió con un cubrebocas ni mantenía sana distancia con los demás. Salía y entraba de su casa en Iztapalapa. El joven falleció la semana pasada y cinco miembros de su familia temen estar contagiados.
“El Coronavirus es una tontería, una mentira que inventaron los gobiernos para tenernos más controlados”, afirmaba el chico de 23 años de edad, cuando alguno de sus amigos o parientes trataban de señalarle que fuera más cauto.
Para el muchacho, de oficio plomero, el miedo de la gente hacia la enfermedad era ridículo. Se burlaba incluso de sus amigos que salían a la calle protegidos hasta con caretas. “Son unos maricas”, les reclamaba.
Su hermana Ángela, dos años más chica que él, recuerda que, para Jaime, alias “El Gordo”, las pachangas y el convivio con sus amigos de la calle era lo que le daba vida, pero al final le terminó dando la muerte.
Jaime estaba cada vez más molesto por la situación que había desatado la pandemia. Su trabajo como plomero se había caído, porque la gente prefería no contratarlo, ante el temor de recibir en su domicilio a alguien que desempeñaba una actividad de casa en casa.
“El Gordo” llegaba a donde era requerido sin cubrebocas, lo que causaba extrañeza y malestar entre sus clientes, quienes le pedían que se cubriera.
Eso le enojaba tremendamente.
Molesto, Jaime prefería no realizar trabajo alguno de plomería en cuanto se le pedía esa medida de protección.
Ante la falta de trabajo suficiente y de sus desplantes. Jaime empezó a tener más tiempo libre para beber en vía pública, con sus amigos, a quienes tampoco les importaba mucho el Coronavirus, sino “pasarla bien”.
El muchacho también era asiduo concurrente a las fiestas sonideras de los barrios de Iztapalapa. Sus 120 kilos de peso no eran dificultad para que su cuerpo girara ágilmente con parejas ocasionales o amigas, al ritmo de lo más excelso del reguetón o de las cumbias más trepidantes.
Así, el confiado Jaime llevaba una vida sin problemas, entre improvisadas parrandas en vía pública y asistencia a las pachangas de escandalosos decibeles y de colores fulgurantes que siguen alumbrando los fines de semana iztapalapenses.
En la zona aledaña a Santa Martha Acatitla, “El Gordo” se sentía como rey, se divertía con jóvenes como él, bebían, fumaban, reían, bailaban, ¿El Coronavirus? ¡Qué es esa pendejada! ¡Es un invento de la televisión, yo nunca he visto a nadie enfermo de esa cosa!, decía el muchacho a quien llegaba a increparlo.
Jaime se divertía y bebía hasta el hartazgo, hasta que su cuerpo muchas veces acaba tirado en una banqueta o era arrastrado por varios de sus amigos a la entrada de la vecindad en donde vivía, desde la cual, dando tumbos, se arrastraba lastimosamente para introducirse en su pequeño departamento que compartía con su madre y cuatro hermanos.
En ocasiones, “El Gordo” estaba de suerte y lograba ligar a alguna chica en medio de la pachanga y ya entrada la madrugada la llevaba a uno de los moteles cercanos para terminar la jornada con una contundente noche de pasión.
Un lunes, a pesar de que había conseguido un trabajo, “El Gordo”, no se sintió nada bien y decidió permanecer en su cama. Sentía el cuerpo cortado, su nariz se escurría, tenía la garganta adolorida y una oleada de pequeños escalofríos que recorría su cuerpo.
“Creo que anoche me las eché muy frías”, comentó a su hermana Ángela, “pero ahorita me tomo una pastilla para que me baje el malestar” “¿o será que la cruda me hace sentir así?”, repitió “El Gordo”, mientras se reacomodaba en su cama.
Sin embargo, Jaime no mejoró ese día, ni los dos siguientes, lo que preocupó especialmente a Ángela y a su madre y provocó la incertidumbre de sus cuatro hermanos menores.
Sin seguridad social, la madre de “El Gordo” decidió llamar a un doctor cercano para que checara a su hijo. La revisión del galeno abrigó serias sospechas. El muchacho mostraba una lectura corporal de casi 40 grados centígrados.
El problema serio se presentó cuando midió los niveles de oxigenación sanguínea del paciente. Eran muy bajos.
El doctor desató una serie de preguntas para el muchacho, que ya no mostraba una completa lucidez por la fiebre, y para su madre y hermana, sobre la manera en que el joven se protegía para no enfermar de Covid-19. “No cree que exista”, respondió cortante Ángela.
“Lo observo mal, no me gusta como escucho tus pulmones”, lo tememos que llevar de emergencia a un hospital.
Uno de sus vecinos se prestó para llevarlo en su auto al hospital general de zona 53 del IMSS, pero simplemente no aguantó. Falleció en el camino, ya iba muy grave y antes del médico nadie se había percatado de ello.
Ángela sí se ha protegido con el uso de cubrebocas y cuando llega a salir a la calle trata de guardar sana distancia con los demás. Aun cuando convivía con Jaime, trataba de no acercarse mucho a él. Tiene miedo de enfermar y de que su mamá y el resto de sus hermanos se hayan contagiado. Todos ya se hicieron la prueba de Covid-19 y salieron negativos, por el momento.
Cuando Ángela escucha a lo lejos el escándalo de las fiestas sonideras, recuerda a su hermano. Se imagina que quizá él no se ha ido y sigue bailando por ahí, pesando que el Coronavirus no existe.