El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
Matar al espía
“Me tienes que decir cuál es el nombre de tu fuente de información, porque si es el agente que estamos sospechando, lo pueden hasta matar, por andar filtrando datos confidenciales que hiciste públicos y que sólo los debe tener el gobierno”.
Las palabras me paralizaron. El funcionario de la Secretaría de Gobernación se mostraba tranquilo, pero su actitud era firme. No dudaba. Yo la verdad estaba alarmado, me resistía a aceptar que un reportaje pudiera ser la causa de que alguien muriera. Simplemente no lo podía creer.
El funcionario y yo platicábamos en mi auto. Afuera, en la calle, gente que caminaba, corría, platicaba, comía. Adentro, en el vehículo, el funcionario y yo teníamos una conversación que comenzaba a alarmarme.
“No te puedo dar su nombre, porque debo respetar la confidencialidad de mi fuente de información, pero los datos que me dio son verídicos. Así es como espían a políticos y a cualquiera que sea necesario monitorear ¿o acaso no es así?”, cuestioné.
“Sí, así se da el seguimiento a muchas personas. Lo que se publicó es cierto y por eso están alarmados en la oficina. Temen que tu fuente vuelva a darte información más comprometedora”.
“Por eso, dime cómo se llama el que te dio los datos”, insistió el funcionario y mi respuesta fue: “simplemente no te lo voy a dar, porque no creo justo que le pase algo por darme información. Yo sólo cumplí mi trabajo”, fue la respuesta.
Era el año de 1991 y el diario El Universal había publicado en su primera plana un reportaje sobre la manera en que se realiza el espionaje político en el país. Tema que en la actualidad quizá no provocaría asombro, pero que hace 26 años, había causado cierto escozor.
En el texto se mencionaba un operativo conocido como ‘campana’, por medio del cual se encomendaba a un equipo de agentes de seguridad nacional vigilar los movimientos de políticos de oposición. Eran los tiempos del PRI hegemónico, que aún se mantenía en el poder.
Los agentes disfrazados de diversas maneras tendían prácticamente una ‘red’ de vigilancia las 24 horas del día sobra la persona indicada. Grababan sus conversaciones telefónicas realizadas en sus oficinas y en sus domicilios. En aquel tiempo, los teléfonos celulares no eran de uso generalizado.
El político sobre el cual se hacía una ‘campana’ no percibía que los taxistas que cruzaban al lado de su auto, los trabajadores de Teléfonos de México que arreglaban el cableado afuera de su casa, el mesero que lo atendía en el restaurante o el mecánico que reparaba su vehículo, en realidad no eran otra cosa que agentes de inteligencia que lo vigilaban y, que en caso dado, bañaban de micrófonos todos los lugares en donde fuera posible para saber a tiempo real con quién hablaba el político y cuáles eran los temas de conversación.
Mi fuente informativa, un agente experimentado en este tipo de operativo, sólo se identificó como Alpha, yo sabía su nombre, pero por su seguridad, no lo iba a revelar.
Me describía la manera de operar, el número de agentes que se destinaba para tal fin y hasta las acciones de emergencia que seguían en caso de que fueran descubiertos en sus actividades, con el fin de que no se les ligara con el Gobierno federal.
“Estás en riesgo, tengo que verte”
La mañana que se publicó el reportaje recibí una llamada telefónica. Del otro lado hablaba el funcionario, conocido mío desde hacía muchos años. Ya imaginaba yo para que me buscaba, porque antes de esa ocasión teníamos años sin entrar en contacto.
“Es por lo que se publicó hoy”, comentó. “Estás en riesgo, tengo que verte”, dijo con un tono de voz que denotaba preocupación.
Ya era de noche. “Muy bien, nos vemos mañana”, respondí. “No… tiene que ser ahorita, porque mañana ya será tarde para el que te dio la información”, aseguró con mayor preocupación.
Mi auto fue el punto de encuentro, estacionado en una calle pequeña.
El funcionario me relató que el agente político de la Secretaría de Gobernación, conocido en aquel año como Alpha había sido sometido a un interrogatorio violento para investigar las causas, por las cuáles me había entregado información de un operativo ‘confidencial’, pero que era conocido por muchos políticos de oposición o, incluso, del mismo sistema.
La reacción de Alpha fue una mezcla de enojo, sorpresa y miedo. Juraba a sus superiores que él no había filtrado información alguna. “No fui yo”, repitió decenas de veces.
Pasaron las horas y, después, no sólo lo acusaron de entregarme información confidencial, sino de canalizar otros datos que aparecieron en la prensa relacionada con el espionaje político.
De acuerdo a mi amigo el funcionario, Alpha prometió a sus jefes que iría sobre mí y que al hacerme algo, supongo que actuar violentamente, demostraría que no nos conocíamos. Me sorprendí y al mismo tiempo me asusté.
Mi amigo fue testigo de esta situación y la pudo parar a tiempo. Aseguró a sus superiores que me conocía desde hace tiempo y que hablaría conmigo para conocer la verdad de las cosas. Confiaron en él.
“No fue él quien me dio la información”, señalé. “Es que todo concuerda, el operativo existe y Alpha también. Incluso como en la oficina ya no confiábamos en él, el jefe lo podría liquidar”, indicó mi amigo. “¿Lo pueden correr del trabajo?”, pregunté. “No, estoy hablando de que podrían hasta desaparecerlo”, respondió cortante mi amigo.
“No es él quien me dio la información, porque sencillamente Alpha trabaja ahora para el Gobierno del Distrito Federal. Aunque empezó en el CISEN, en este momento no está con ustedes”, afirmé, porque esa era la verdad.
La descripción física que hice de Alpha, el que laboraba para el gobierno capitalino, obeso, de alrededor de 35 años de edad, bajo de estatura y con lentes de ‘fondo de botella’, era completamente diferente del Alpha de la Secretaría de Gobernación, de mayor edad y esbelto. Era personas diferentes.
Mi amigo quedó conforme y yo más tranquilo. Descubrimos que había dos agentes con el mismo distintivo de Alpha en dependencias diferentes. Esa era la realidad.
Ya no supe más de mi amigo Alpha, ni tampoco de su pseudónimo que recopilaba información política para el Gobierno federal.
Eran los tiempos en que el espionaje político era más artesanal, la etapa de los cables en las líneas aéreas para intervenir teléfonos fijos, de los “pájaros en los alambres, de los espías disfrazados».
Ahora, el espionaje es totalmente electrónico y digital. “Hasta yo me siento espiado”, reconoció hace algunos días el presidente Enrique Peña Nieto para después tratar de aclarar que “el gobierno no tiene participación en ningún tipo de espionaje contra ninguna persona”.
A mí me consta que no siempre ha sido igual. Me consta.