Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Podría decirse que la silla presidencial es la causa, que la autocomplacencia de quienes se sientan en ella, en el tiempo que sea, de la procedencia política que fueren, se adhiere misteriosa y jubilosamente a sus electos usuarios. Pero no, la silla es sólo un objeto, con un gran simbolismo, eso sí. ¡No!, la autocomplacencia es un estado de la conciencia derivado del ejercicio del poder presidencial, un poder que se ambiciona monárquico, ilimitado, sin contrapesos, sin adversarios. En la cultura de la clase política mexicana siempre subyace la tentación del caudillo, del virrey, del dictador, del héroe mesiánico, del político poderoso, a quien no puede escapar la dirección en que debe moverse la voluntad de los súbditos. Si a todos los mexicanos les fuera dada la oportunidad de ser presidentes de la república, la mayoría sucumbiría a la dulce complacencia del poder sin límites. Es un asunto de cultura política y de antecedentes históricos que siguen pesando a pesar de todo.
Por esa razón es que ha costado tanto la maduración y consolidación de una democracia mexicana plena. Los grandes líderes de nuestra nación, insuflados de poder, suelen confundir el voluntarismo con el programa político de transformaciones sensatas y racionales. Llegan a creer que el programa son ellos, el interés nacional son ellos, el destino son ellos, y fatalmente, la verdad son ellos. Este caminar en círculos de la vida nacional nos ha llevado a repetir historias que creíamos superadas, pero además, historias aplaudidas por multitudes, aunque su reiteración sea sólo una comedia y los costos para el país sean escandalosos.
El síntoma más representativo del voluntarismo y del poder ilimitado es la ausencia de autocrítica que incapacita para reconocer errores, insuficiencias, percepciones alteradas de la realidad, y la apologética servil de quienes buscan beneficios mezquinos por medio de la adulación. Siempre, cuando este es el escenario que se le obsequia y acepta quien ejerce el poder, termina muy mal para los asuntos públicos. El prejuicio termina siendo el criterio mediador para entender y resolver un problema, sea este económico, de salud, de seguridad, de migración, educativo y cultural. El resultado, la sofocante distopía.
La estrategia de realidades paralelas funciona hasta que una de ellas, la verdadera, termina destruyendo la calidad de vida de los gobernados y, a pesar de la propaganda, se cuela esa verdad por todos los poros del sufrimiento de la sociedad. La demagogia de los gobernantes o es desenmascarada por la realidad misma, o conduce a la confrontación letal de la sociedad para imponer al costo que sea el silencio de la crítica. La creencia en un enemigo abominable que debe ser vencido todo los días, reescribiendo la historia y manipulando los medios para aniquilar los datos de la memoria pasada es el relato por el que han transitado todos los totalitarismos.
Que los rituales más cuestionados del presidencialismo se hallan conservado es la consecuencia lógica del ejercicio del poder por una clase política que ha heredado las prácticas del pasado, prácticas que no le fueron ajenas porque en lo singular la mayoría de ellos fueron protagonistas destacados. La sumisión de las cámaras, «sí señor presidente», el número uno del partido, el indispensable, «no lo merecemos», «ya no me pertenezco», me voy y le voy a cambiar el nombre, ¿qué tipo de sociedad es…?, «tengo otros datos», «voy anteponer el interés superior de la nación», «vamos re que te bien», «pórtense bien», todos son felices, son expresiones nítidas de esa cultura acrítica, monárquica, autoritaria, que define el estilo, nada novedoso, de gobernar en el presente sexenio.
Hubo una vez una oposición que criticó todos estos rituales y en su discurso para hacerse del poder prometió terminar con todos ellos. Y hubo una vez una oposición que se hizo gobierno que se encontró con que no tenía nada con qué reemplazar lo que le repugnaba y tuvo que reeditar lo mismo, sólo que envuelto en un vistoso discurso de transformaciones, igual que lo hizo Luis Echeverría Álvarez: «Arriba y adelante»; igual que lo hizo José López Portillo «La solución somos todos»; igual que lo hizo Miguel de la Madrid Hurtado: «La revolución moral de la Sociedad», todos adoptaron el simbolismo de alguna figura heroica: Quetzalcóatl, Morelos, Zapata. Todos fueron autocomplacientes, todos fueron refractarios a la crítica, todos se creyeron los salvadores de la patria, todos saborearon el placer exclusivo de sentirse virreyes. Y eso es lo que seguimos viendo a un año del gobierno presente. Ha sido el espíritu del informe.