Libros de ayer y hoy
Este domingo 22 de abril se realizará el primer debate presidencial del proceso electoral 2018, acuden cinco candidatos bajo un escenario que, si se simplificase al extremo, sería como sigue: el aspirante opositor va a la cabeza con varios puntos de ventaja en las encuestas; el abanderado del partido en el poder va en un lejano tercer lugar; el segundo lugar se sostiene sobre una explosiva amalgama artificial; y, al final de la carrera, dos candidatos sin partido que atacan al puntero más por ser como es que por alcanzarlo en el frente de las preferencias.
Por supuesto, la simplificación se hace caricatura y peca en objetividad. La construcción histórica de cada candidatura, la constitución real de cada estructura partidista, el panorama actual y futuro del país al que se aspira a gobernar y los acuerdos cupulares institucionales, políticos o económicos, hacen mucho más complejo el escenario en el que los ciudadanos deben valorar con criterio su apoyo a uno u otro aspirante. Pero bien dicen los mercadólogos de la política: el debate no es la oportunidad ciudadana para someter a los candidatos a escrutinio, es la oportunidad de los candidatos a sembrar ideas (reales o falsas) de su persona o de sus contrincantes.
Esos mismos mercadólogos afirman que el ganador del debate sube cuatro puntos en las encuestas de intención de voto popular y por eso preparan a los candidatos con técnicas y artilugios para salir victoriosos; sin embargo, en debates modernos ha habido candidatos que no acuden a estos ejercicios y de igual manera ganan elecciones (Theresa May del Reino Unido, por ejemplo) o debates donde son las reacciones del público presente las que ajustan los estilos o las temáticas de las propuestas políticas.
En México seguimos teniendo formatos muy rígidos, muy cómodos para los candidatos. De tal suerte que sigue siendo poco claro saber qué esperamos en realidad de estos ejercicios de comunicación política. ¿Qué se evalúa en un debate? ¿Las ideas? ¿La claridad con la que se exponen? ¿El temple y el carácter del candidato para recibir o sortear ataques? ¿El ingenio para hacerlos? Y finalmente, ¿quiénes hacen esas evaluaciones? ¿La audiencia como espectador entretenido o como ciudadanía receptiva? ¿O en el fondo es la opinocracia interesada la que califica bajo sospechosos o arbitrarios criterios?
¿Quiénes deben contrastar las palabras con la realidad? ¿Qué instancias verifican la viabilidad de las promesas? Pero, sobre todo, ¿cómo hacer para que la ciudadanía incida en la elección de los tópicos, de los formatos y de los candidatos sobre los que sí tiene interés escuchar?
Y es que en los debates se somete al crisol mucho más que las palabras y actitudes de los candidatos; se pone en evidencia el tipo de sociedad que somos y el nivel de la participación ciudadana que está convocada a pensar y reflexionar sus intenciones electorales.
Que los debates en México estén organizados para que cada candidato (independientemente de cómo haya llegado a la contienda o de sus posibilidades reales de ganar) pueda expeler cualquier agresión que le venga a la mente o prometer la fantasía más alucinante, refleja nuestro oscuro deseo de hablar sólo por tener el micrófono y la falta de sanciones sociales a la mentira. Pero, esa libertad, no explica esa falsa cortesía o protección a los políticos que no tienen posibilidad ni capacidad de soportar el juicio público cuando debaten. Que los moderadores de estos encuentros políticos en México sean periodistas no se compara con la presencia de público general en debates de Estados Unidos o el Reino Unido, ni con la preselección de candidatos a los que se les exige debatir sin ser distraídos por otros aspirantes que, aunque tengan legítimo derecho de contender, no representan plataformas de interés nacional ni debates sociales urgentes (como en Francia, por ejemplo).
La posibilidad para que –legítima, legal o paralegalmente– casi cualquier ciudadano mexicano pueda aspirar a puestos ejecutivos es parte de los avances y tropezones de la democracia; los debates también lo son. Ambos mecanismos son perfectibles y ambos siguen necesitando a todas luces más participación popular.
@monroyfelipe