Visión financiera/Georgina Howard
La impunidad en cualquiera de sus formas lleva a la reiteración de conductas ilegales o indebidas y a una degradación de la vida pública. Al no haber sanción social o legal se elimina toda razón para cambiar, para revisar críticamente lo que se hace. Este es el signo de los tiempos y deviene desde la más alta oficina pública. Para quienes están en el poder no hay razón para cambiar a pesar de los evidentes errores, las fallas y sus nocivas consecuencias. Ni siquiera la remoción de funcionarios ha servido de didáctica para mejorar. Quien se siente impune, sea un delincuente convencional, de cuello blanco o un simple infractor administrativo, también se sabe por encima de cualquier consideración.
La actitud de guerra en que el régimen se ha instalado mucho tiene que ver con la degradación de la vida pública. Lleva a la polarización y valida cualquier conducta a partir de los objetivos del enfrentamiento. La primera baja es la verdad; la segunda, la legalidad. Bajo esta apreciación, la ley se plantea como trampa, como una fórmula del enemigo para socavar la elevada causa. La moral propia se impone a cualquier otra consideración.
Entre los casos emblemáticos de quebrantamiento del orden legal, muchos son públicos y generalizados, como la publicidad ilegal que acompañó a la consulta para la revocación de mandato. Al amparo de un derecho ciudadano a pronunciarse se financió una campaña publicitaria nacional que llegaría a una cifra muy baja de participación que, en sí misma, invalidó a la consulta; además de la indebida participación del partido gobernante en todo el ejercicio supuestamente ciudadano, desde el levantamiento de firmas, su promoción y el activismo antes, durante y después de la fallida jornada.
Muy preocupante es que los excesos se presenten entre los responsables de crear y modificar las leyes. Los legisladores de la mayoría en la Cámara de Diputados han perdido todo sentido de responsabilidad en el cumplimiento de la Constitución. Someterse a la consigna política que deviene del presidente los vuelve inútiles en el ejercicio de su representación. La manera como se aprobó la iniciativa de reforma electoral es un precedente ominoso; al menos, la colegisladora tuvo el acierto de destacar numerosos supuestos de inconstitucionalidad, aunque la mayoría igualmente se sometió a la instrucción presidencial.
Ahora, en el capítulo más reciente, las normas sobre inicio de precampañas han sido groseramente violentadas, alentadas por una reforma en proceso claramente inconstitucional que, asimismo, afecta la equidad en la contienda para la selección de candidatos y también para la elección constitucional. Desde la misma presidencia de la República se ha promovido esta conducta cada vez más ostensible, y penoso tributo al cinismo. Los legisladores infractores confesos invocan sus derechos político-electorales y la libertad de expresión para apoyar a la favorecida por el presidente. La cargada regresa por la puerta grande.
Prescindir de la legalidad es la invitación al enfrentamiento. Las normas y las instituciones son la base para la civilidad mediante la certeza de derechos. No es un tema formal, tampoco una proyección conservadora, es el fundamento de la vida en sociedad. En materia política afectar la legalidad, al INE y al Tribunal es deteriorar la conducción civilizada en la competencia por el poder y, además, que la legitimidad de quien prevalezca quede en entredicho por la ausencia de una contienda justa, equitativa y sujeta a normas válidas para todos.
La pérdida de contención lleva a dos circunstancias. La inmediata, es el poder de la Suprema Corte de Justicia y del Tribunal Electoral para hacer valer la legalidad; especialmente la primera, ya que deberá determinar la inconstitucionalidad de las normas expedidas por el Congreso en materia electoral. La segunda, es el tiempo; el país no puede vivir indefinidamente en situación de guerra promovida desde el poder y eludir así la rendición de cuentas. Llegará el momento en que impere la normalidad y, bajo esta nueva perspectiva, podrá juzgarse social y jurídicamente al pasado y reemprender el camino por un mejor porvenir en el marco de la inclusión y la coexistencia de la pluralidad.