Cierra la chimenea a los ladrones
La reciente discrepancia interinstitucional en el conteo de vidas humanas perdidas a causa de COVID-19 en México es claramente alarmante; y, sin embargo, por alguna razón no nos sorprendió del todo. El episodio nos confirma que no hay novedad en una realidad que conocemos desde hace décadas: En este país hay cientos, quizá miles de personas invisibles.
Se trata en primer lugar de individuos o familias enteras fuera de todo registro institucional, pequeños núcleos de habitantes cuyas incontables felicidades y amarguras sólo han sido contempladas por las albas y los ocasos que la providencia les regaló.
Personas que nacieron y crecieron en el horizonte del milagro, lejos de la asistencia o la justicia social; apenas un folio acumulando polvo en un registro civil, una cartilla de vacunación incompleta o un par de listas de asistencia en la escuela popular de su localidad; después, nada.
Más que un oficio o un trabajo, millares de jóvenes ocupados en ‘encargos’; en la compensación monetaria de actos tan palpables como efímeros y, en ocasiones, tan inútiles como ilegales. Adolescentes y jóvenes abandonados a su suerte en un embarazo cuya consecución les es tan incognoscible que prefieren no ver una vida en él (igual eso es lo que les insiste la cultura dominante). Mujeres y varones adultos cuyos días se suceden angustiosos entre el azar y la necesidad hasta que su intempestivo o agobiante final los devuelve a un páramo tan inmemorable como su sino.
En el fondo, este fenómeno no es sólo consecuencia de la falta de instituciones o la inoperancia de estas, también proviene de una cultura que ha desarraigado al individuo de las estructuras más inmediatas a su ser: la familia, la comunidad, la escuela, el taller, la empresa, etcétera.
La pandemia -lo hemos insistido tanto- reveló con crudeza las muchas maneras en que el individualismo de autopreservación, pragmáticamente indiferente a la opinión o la necesidad ajena, se expresa. Estos son los segundos invisibles, no por carencia, sino por decisión propia.
Es la razón por la que, en libertad, muchos no quisieron tomar medidas sanitarias solidarias; los que vieron en la crisis humana la oportunidad de un negocio rentable; los que viajan a un país rico para egoístamente ponerse la vacuna antes que sus connacionales o quienes, por el contrario, sólo se jactan de la supuesta ignorancia ajena por ‘dejarse vacunar’. Los que prefieren no hacer valoraciones éticas o morales de terceros porque no desean que nadie haga valoraciones éticas o morales sobre ellos. Personas que se creen organismos autótrofos, dependientes y satisfechos sólo de sí mismos.
Es decir, estas personas, de cierto modo en su extremo individualismo se cierran a la vinculación social o comunitaria para quedarse en el palacio de sus certezas, de su propio drama y su desdén a la sorpresa. Eluden el diálogo o el debate porque ‘los convencidos se miran como vencidos’; y ellos no quieren ganar ni perder. Sin embargo, dialogar es arriesgar y primordialmente abrazar la idea de que no podemos (ni deberíamos) estar completamente protegidos de cualquier tipo de emoción incómoda.
Tanto para los primeros (los invisibles involuntarios) como para los segundos (los presos de sí mismos) es imprescindible fortalecer las estructuras intermedias de la sociedad para visibilizar sus luchas y sus necesidades diarias a la par de involucrarlos activamente en la construcción de su comunidad. Las organizaciones sociales, colaborativas, educativas y religiosas pueden y deben ser el puente de diálogo, de apertura y de riesgo.
Si en realidad se busca una nación donde cooperen y colaboren todos, no es positivo el subregistro y nos debe alarmar terriblemente. Que nadie sea descartado y que nadie se descarte de antemano.
*Director de VCNoticias.com
@monroyfelipe