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Un análisis de los bombardeos sobre instalaciones nucleares y su contexto histórico
La noche de este sábado, el cielo iraní se estremeció bajo el fuego de los aviones bombarderos estadounidenses. Tres instalaciones nucleares estratégicas —Fordow, Natanz e Isfahán—, fueron blanco de un ataque aéreo anunciado por el presidente Donald Trump en su plataforma Truth Social: “Hemos completado con gran éxito nuestro ataque contra las tres instalaciones nucleares de Irán”.
La agencia estatal iraní IRNA confirmó los bombardeos, aunque el alcance de los daños y la respuesta de Teherán permanecen en la penumbra. Este acto, que ha desatado una tormenta diplomática, no es un relámpago aislado: es el punto álgido de una saga de desencuentros entre Irán y Occidente, con raíces profundas y consecuencias impredecibles.
Desde la Revolución Islámica de 1979, Irán ha atravesado una profunda transformación, pasando de ser una monarquía con tendencias modernizadoras a convertirse en una república islámica regida por un estricto fundamentalismo religioso.
La caída del sha Mohammad Reza Pahlavi, sostenido durante años por el aparato diplomático y militar de Estados Unidos, no sólo marcó el fin de esa monarquía autoritaria, sino la ruptura con un modelo de gobierno «subordinado a los intereses del imperio» .
En su lugar, el ayatolá Jomeini instauró una república teocrática que involucionó e interrumpió el avance logrado; para algunos «redefinió» la vida interna y la política exterior de Irán.
Sin duda, este viraje transformó la vida interna del país, restringiendo libertades, especialmente para las mujeres y disidentes, y redefinió su postura global. La hostilidad hacia Estados Unidos e Israel, materializada luego en la crisis de los rehenes de 1979 y el apoyo a grupos como Hezbolá, se convirtió en un eje de la política iraní.
Durante cuatro décadas, esta animosidad ha alimentado sanciones, provocaciones y guerras por procuración en un Medio Oriente fracturado. Antes del ataque, las tensiones entre Irán e Israel habían escalado a un nivel sin precedentes. Todo comenzó con un ataque lanzado desde territorio sirio por milicias alineadas con Teherán, que alcanzó una base militar en los Altos del Golán.
La respuesta israelí fue inmediata: bombardeó posiciones iraníes en Siria y denunció públicamente que Irán había traspasado “todas las líneas rojas”. En paralelo, se intensificaron las amenazas verbales entre los dos gobiernos.
El jefe del Estado Mayor israelí advirtió que “Israel no permitirá que Irán se convierta en una potencia nuclear ni en un actor hegemónico en la región”. Teherán, por su parte, respondió acusando a Israel de terrorismo de Estado y advirtió que “cada agresión será devuelta con fuerza multiplicada”. En ese contexto, Washington interpretó que una acción preventiva era no sólo necesaria sino inminente.
Fuentes del Pentágono filtraron que Israel había solicitado asistencia logística y tecnológica para ejecutar un ataque sobre instalaciones nucleares iraníes. A pesar de los llamados a la moderación por parte de aliados europeos, el gobierno estadounidense decidió intervenir directamente, invocando la doctrina de “seguridad ampliada” en la región.
La operación conjunta, aunque liderada por EU, fue el resultado de una sincronización diplomática, militar e informativa que se había venido afinando en las semanas previas. El objetivo declarado: neutralizar la capacidad atómica de Irán antes de que se volviera irreversible.
No se trata de defender a Trump ni de convertirlo en un “policía del mundo”, sino de reconocer que estas decisiones se tomaron con el respaldo de asesores y expertos, considerando las implicaciones globales de un Irán nuclear.
Este programa nuclear iraní, centro de las tensiones actuales, ha sido tanto un emblema de soberanía como un foco de desconfianza. Teherán defiende su derecho a desarrollar energía nuclear, pero su opacidad y retórica beligerante han sembrado sospechas sobre fines militares.
El Acuerdo Nuclear de 2015 (JCPOA) buscó contener estas ambiciones, pero su colapso en 2018, tras la retirada unilateral de Estados Unidos bajo Trump, desató una nueva escalada. Desde entonces, Irán ha acelerado el enriquecimiento de uranio, acercándose, según la Agencia Internacional de Energía Atómica, al umbral de una bomba nuclear.
Los ataques de esta noche, denominados por algunos como “Operación León Creciente”, no son, como pudieran verse, sólo un arrebato Según reportes de Associated Press y el diario El Clarín, Estados Unidos actuó en coordinación con Israel, en un contexto de crecientes hostilidades con Irán.
Los bombardeos, que habrían neutralizado o dañado gravemente las instalaciones de Fordow, Natanz e Isfahán, reflejan un objetivo preciso: descarrilar las ambiciones nucleares iraníes. Trump, en su declaración, advirtió a Teherán contra represalias, presentando los ataques como una medida para la seguridad global.
Un escenario muy complejo, para caer en simplismos
Como dije, no pretendo, ni por asomo, avalar la imagen de Trump como un “policía del mundo”, porque tal narrativa simplifica un escenario complejo. La decisión, respaldada por asesores como John Bolton y Mike Pompeo, y fundamentada en inteligencia militar, responde a la percepción de un Irán nuclear como una amenaza existencial. Atacar instalaciones nucleares plantea dilemas éticos y legales, como señala el diario El País, en su sitio web, incluyendo riesgos de contaminación radiactiva, aunque no hay reportes confirmados al respecto.
Sin embargo, la operación demuestra una ejecución quirúrgica que buscó evitar un baño de sangre, marcando un punto muy álgido en el enfrentamiento con Teherán. Los bombardeos, aunque tácticamente exitosos según Washington, abren un horizonte de incertidumbre. Irán, con su arsenal de misiles y aliados como Hezbolá y los hutíes, ha prometido retaliar, lo que podría escalar el conflicto. Potencias como Rusia y China, que han condenado la acción, podrían complicar la ecuación. Internamente, el régimen iraní podría usar los ataques para reforzar su narrativa de víctima, justificando mayor represión y desviando la atención de una economía asfixiada por sanciones.
A nivel regional, los bombardeos alteran el equilibrio de poder. Un Irán con su programa nuclear mermado podría enfrentar años de retraso, pero el vacío podría alentar una carrera armamentista con Arabia Saudita y otros actores. La acción unilateral de Estados Unidos desafía el sistema multilateral, poniendo a la ONU en una posición delicada para mediar en un conflicto al borde del abismo.
Reducir este conflicto a una serie como de caricaturas —Irán como un régimen despótico o Estados Unidos como un imperio beligerante—, es un ejercicio inútil. El historial de violaciones a los derechos humanos y el apoyo de Teherán a grupos terroristas no lo eximen de culpas, pero su resentimiento hacia Occidente tiene raíces en intervenciones como el golpe de 1953 orquestado por la CIA y las sanciones que han asfixiado su economía.
Por otro lado, reconozco que Trump, a menudo percibido como un descontrolado Godzilla para el consumo occidental, por lo menos hoy no se mostró como un imprudente que con sus acciones propicie una tercera guerra mundial. Esta vez, sus tropas actuaron con la precisión quirúrgica necesaria, evitando un posible baño de sangre y poniendo fin a décadas de chantaje islámico en la región. Empero, esto no lo convierte en un héroe global, sino en un actor dentro de un complejo tablero de intereses. Los bombardeos de esta noche no cierran el capítulo iraní; más bien lo complican.
Lo fundamental, para entender la gran complejidad de este bombardeo contra instalaciones nucleares de Irán, es rechazar las simplificaciones y entender que los intereses muchas veces chocan con la historia, y que la diplomacia, hoy más que nunca, es el único camino para evitar que las brasas avivadas por EU la noche de este sábado, se conviertan en un incendio global.