
Escenario político
“Mi caballo tenía una pata más corta que la otra …”
En los desolados valles de los montes Apalaches de Kentucky azotados por la gran depresión de los años treinta del siglo pasado, una mañana cualquiera apareció una partida de caballos y mulas que alarmó a los rústicos aborígenes y los llevó a buscar refugio en sótanos y cuevas.
La noticia de la invasión saltó como lumbre de cuenca en cuenca. Las madres pusieron a salvo a sus hijos y los paletos cargaron las carabinas y aguardaron con sombrío gesto la embestida.
Pero del temor pasaron a la confusión cuando los centinelas informaron que los jamelgos de la hueste no eran jineteados por milicianos y en las alforjas no transportaban armas.
Era una partida de jovencitas armadas con libros que sorteaba los abruptos caminos de las montañas en busca de mujeres, hombres y criaturas a quienes asestar un alud de letras.
Al frente de estas aguerridas bibliotecarias iba una chica que bromeaba diciendo que su caballo tenían las patas más cortas de un lado, para no resbalar en los escarpados senderos de la sierra.
La zagala se llamada Nan Milan. La imagino espigada, agraciada y sólida cual amazona, con mirada luminosa y ánimo a prueba de las soledades, los chubascos, las ventiscas, los remolinos de polvo y el gesto hostil con el que eran recibidas por los aldeanos antes de que descubrieran el milagro que llevaba en las talegas.
Conocí este episodio, con otros relatos alucinantes, en El infinito en un junco, el deslumbrante ensayo de Irene Vallejo sobre la historia de los libros, los lectores y la transformación del mundo hasta llegar a lo que hoy somos.
Deme licencia el lector de resumir la aventura, en palabras de esta jovencísima académica española que tiene en vilo a más de uno con sus textos.
En torno a 1934 sólo había un libro por cabeza en el empobrecido estado de Kentucky, montañoso territorio entonces sin carreteras o electricidad. Dos de cada tres habitantes eran analfabetas y el tercero apenas tenía lo rudimentario de las letras.
Para aliviar en algo la pobreza espiritual de aquella comarca, el presidente Franklin Delano Roosevelt ideó lanzar una fuerza montada de chicas por las trochas de los Apalaches para que llevasen a cuestas los libros hasta los reductos más aislados.
Cada jineta recorría tres o cuatro rutas a la semana, con trayectos de hasta treinta kilómetros por día. Todas se tomaban su trabajo tan en serio como los infatigables carteros de la época.
Recogían libros en almacenes de oficinas de correos, barracones, iglesias, juzgados y casas particulares y los distribuían entre escuelas rurales, centros comunitarios y hogares campesinos.
No faltaba la épica en sus cabalgadas solitarias: los documentos recogen anécdotas de caballos reventados en medio de ninguna parte, ante lo cual las mujeres continuaban el camino a pie, acarreando la pesada forja de mundos imaginarios”.
En 1936 el circuito alcanzaba 50 mil familias y 155 escuelas con ocho mil kilómetros recorridos al mes.
Y ya vencida la desconfianza inicial de los lugareños, los montañeses se transformaron en ávidos lectores y los niños recibían con alborozo a las forasteras.
“¡Quiero un libro!”, era el grito que se escuchaba a su arribo a los caseríos.
“En cierta ocasión, una familia se negó a mudarse a otro condado por que ahí no había servicio bibliotecario. Una vieja fotografía en blanco y negro muestra a una joven amazona leyendo en voz alta junto al catre de un anciano enfermo.
La afluencia de libros mejoró la salud y los hábitos de higiene en la región: las familias aprendieron, por ejemplo, que lavarse las manos era mucho más efectivo para evitar cólicos que soplar humo de tabaco sobre una cucharada de leche.
Los adultos y los niños se enamoraron del sentido del humor de Mark Twain; el título más demandado fue Robinson Crusoe.
“Los clásicos pusieron en contacto a los nuevos lectores con un tipo de magia que siempre se les había negado. Los escolares letrados leían a sus padres analfabetos. Un joven dijo a su bibliotecaria: ‘Esos libros que nos trajiste nos han salvado la vida’.”
No sé cómo dar las gracias a Irene Vallejo por su libro El infinito en un junco, que la generosidad de mi amigo Enrique Calderón (QEPD) puso en mis manos, salvo con un llamado a leer su extraordinaria obra.
Al recorrer las páginas de este ensayo sobre “la invención de los libros en el mundo antiguo”, recordé lo que hace algunos años escribí en Juego de ojos:
Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir.
Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa.
Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las cosas creadas o a crearse por el hombre.
Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros, y que al leer, un lector nunca vuelve a estar solo.
La memoria colectiva decidió dejar rastro escrito por primera vez hace 5 mil 500 años. Y de inmediato, casi como un reflejo, comenzó el hombre a destruir esas tablillas primigenias. Y sí, desde la intolerancia que acabó con la gran biblioteca de Asurbanipal hasta las bombas que destruyeron las bibliotecas y museos de Bagdad en la guerra del Golfo, pasando por las prohibiciones y quemas de libros de todas las grandes religiones y de todos los sistemas políticos, el autoritarismo nos está diciendo que la palabra y los libros son peligrosos porque sirven para hacernos libres. Como yo francamente no encuentro diferencia entre
quienes pusieron en la hoguera los manuscritos inéditos de Bábel, los que hicieron
fogatas con libros “no arios” en el Berlín de Hitler y Goebbels y aquellos que quisieron prohibir la circulación de Ulises y de Cariátide, deduzco entonces que la literatura sí tiene una utilidad.
Esta relación de lo humano y lo escrito fue felizmente conjugada por Federico García Lorca en septiembre de 1931 cuando inauguró la primera biblioteca de su pueblo, Fuente Vaqueros, con una apología que tituló Medio pan y un libro, que hoy veo queda como anillo al dedo al relato de la Vallejo sobre los “hillbillies” de Kentucky … obviamente más inteligentes y sensibles que los actuales mandamases del Potomac:
“No sólo de pan vive el hombre -exclamó el enorme granadino-. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. […] Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
“Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?”
Pienso en Nan Milan y sus caballos de patas dispares que tanta esperanza llevaron a los desposeídos, y recuerdo a nuestros apóstoles de la educación vasconcelista recorriendo los polvosos caminos de aquel México del siglo pasado llevando a cuestas un costal de esperanzas.