México se la juega en 2025
Hace años escuché a Manuel Buendía recordar sus inicios en la fuente policiaca con Ramírez de Aguilar, el Güero Téllez, el Comandante Borbolla, Julio Scherer y algún otro. Era un formidable equipo. Conjunto de personalidades de excepción, todos dejaron huella en el oficio. Buendía iba repasando con humor y afecto el genio de cada uno de sus camaradas y cuando llegó a Julio rememoró que éste “era el miedoso del equipo, no reporteaba de noche ni en lugares apartados. Y lo ornaba el más grande de los egos: Julio-después-de-mí-el diluvio”, dijo con una sonrisa juguetona.
Recordé la anécdota por el hallazgo de un librito en donde Julio, después de 27 años, reunió el valor para poner en blanco y negro lo que realmente pensaba de Buendía. Lo consideraba “corrupto”, “servil” y “de oscuro pasado”… ¡Órale! Historias de muerte y corrupción (febrero de 2011) se titula el vademécum, 121 páginas de tipo e interlineado grande, con la picaresca inconexa que publica desde hace años para el morbo del círculo rojo. Muy lejos está de La piel y la entraña (1965).
Viene a cuento porque el héroe del 19 de julio recibió el 30 de mayo de 1986, bañado en el aplauso de un nutrido auditorio en la BUAP, el premio de periodismo instituido en memoria del autor de “Red Privada”, que según revela ahora fue como si la madre Teresa hubiese sido presentada con la medalla de la gran ramera. Pero Julio es Scherer y encontró una salida teológica al embrollo: “Se me impuso un dilema: no debía ni deseaba rechazar el homenaje […] A la vez me sería imposible pasar por alto [la colaboración de Buendía] en el periódico [Excelsior] que Echeverría había conculcado para la libertad de expresión. […] Finalmente tomé una decisión: recibiría el diploma y pronunciaría un discurso breve sin alusión alguna al columnista de Excelsior”. El texto me aclaró un episodio. Como el galardonado no mencionara a Buendía, al término de la homilía pedí a voz en cuello un minuto de silencio en memoria del periodista asesinado dos años antes. Recuerdo las miradas de conmiseración que me dirigieron Scherer y acólitos y cuyo significado no entendí… hasta ahora. Julio omite en su disputatio el minuto de silencio y tampoco dice que con el diploma iba un cheque, que no sé si donó (como lo hizo en su oportunidad don Alejandro Gómez Arias) o se embolsó… sin pensar en Buendía.
¡Qué personajazo éste! Traslúcido y etéreo. El mal y el vicio lo rodean sin mancharlo porque su misión es combatirlos. Es uno de los ángeles que danzan en la cabeza del alfiler. En los mismos párrafos en donde denuncia el “servilismo” y los “aludes de sumisión” de Buendía con López Mateos, confiesa que censuró en Excelsior un artículo de Gómez Arias… pero claro, él, Scherer, justificado por razón noble y republicana: “Don Alejandro aparecería en el diario junto con Rosario Castellanos. Las firmas simultáneas de dos personajes de ese prestigio, ambos furibundos contra el presidente Díaz Ordaz, me pareció que podrían interpretarse como un desafío inútil al gobierno. Don Alejandro no lo entendió así y me pidió que le devolviera su trabajo”. ¡Ajá! Lo que en los otros es vicio en mi es virtud. Vaya, vaya. Veo que no conocía a mi maestro Gómez Arias.
Julio vive obsesionado por el episodio de Excelsior pero jamás aceptará un gramo de responsabilidad por los hechos que culminaron en su destitución. Fue echado del paraíso por el eje del mal. Punto. Algunos años antes de su muerte, Jesús Blancornelas me confió, azorado y dolido, el siguiente episodio: “Comencé a escribir en Excelsior y recibí una llamada de Scherer. Me pidió suspender mis colaboraciones. ‘Don Jesús’, me dijo, ‘la mierda atrae a la mierda. No deje que la mierda lo manche’. Y me retiré del diario”. Esto fue cuando comentábamos la entrevista con el subcomandante Marcos que Julio vendió a Televisa, empresa a la que durante años acusó de ser causa eficiente de todos los males de la República, pero cuyo dinero no dudó en aceptar. Blancornelas suspiró y movió lentamente la cabeza. “Así es Julio”, musitó.
Después del evento en Puebla, nos reunimos en la Fundación Manuel Buendía, Julio, don Alejandro, un sujeto cuyo nombre olvidé y yo, para deliberar sobre la siguiente entrega del premio. El candidato era Miguel Ángel Granados Chapa. Julio se opuso, cosa que hizo que me saltaran los ojos de las órbitas, pues hasta ese momento creía que eran como padre e hijo. Insistió don Alejandro. Insistí yo. Julio no cedía. Al fin propuso que la presea se entregara compartida, a Miguel Ángel y a Elena Poniatowska. ¿La razón? Palabras más, palabras menos, Granados Chapa no estaba preparado para una distinción así. “No hay que tenerle miedo a la verdad, don Miguel Ángel”, me espetó con su gesto de viejo sabio. Años después no me sorprendió que a su salida de Proceso promoviera una dirección colegiada de seis o siete periodistas.
En el opúsculo citado habla de la agresión orquestada por su primo López Portillo contra la revista: “Las fuentes del gobierno le serían cerradas al semanario y la publicidad, cancelada”. Pero ni por asomo menciona la ayuda encubierta, clandestina, que recibió de una legión convencida de que los espacios para la expresión son más importantes que las filias o las fobias. Ahí estuvo Buendía, director de prensa de un organismo descentralizado, que en el más puro espíritu thoreaureano ejerció la desobediencia civil para que durante semanas los envíos de la Agencia Apro (no sé si todos, pero una buena parte sin duda) se hicieran desde los télex oficiales y con recursos del organismo. Buendía jamás lo reveló.
Hay otras historias que no veremos publicadas porque Scherer habita un estalinismo intelectual que guarda su pureza e incinera a disidentes y detractores. Aunque, para deleite freudiano, él mismo se encarga de abrir atisbaderos a los voyeuristas: “Algunas ocho columnas, nuestra bandera que ondeaba a cada amanecer, tenían precio. Era dinero secreto, sin factura, misterioso su destino. Las gacetillas, publicidad embozada como información, costaban caro”. ¿Se le puede llamar corrupto? Decida el lector. Mi propio sentir es que este ego ambulante vive relegado en su particular purgatorio, a cuestas la triste e insoportable carga de saber que en el periodismo mexicano del siglo XX el asesinable fue Manuel Buendía y no Julio Scherer. Como diría uno de sus epígonos hoy desaparecido, es, sencillamente, un mal bicho.
Ríos Montt
Resulta difícil no sentir un enorme desprecio por quienes no aceptan sus culpas. En México tenemos ejemplos de pena ajena que ya ni recordar, pues no sólo no recibieron un castigo sino que pasaron a la cultura del chiste y los corridos. Son del dominio público.
Otro es el caso de los dictadores y hombres fuertes que en el ocaso de su vida piden garantías que ni por asomo pensaron dar a sus víctimas, o se dicen perseguidos, acosados y maltratados. En este espacio me he referido en varias oportunidades a uno que me parece particularmente repugnante, el de Alfredo Astiz, capitán de fragata torturador y asesino de niños, mujeres y monjas en la Escuela de Mecánica de la Armada durante la dictadura argentina y el primero en rendirse en las Malvinas cuando estuvo frente a unos cuantos soldados británicos. Condenado a cadena perpetua, brama que su juicio fue una farsa ilegal promovido por grupos de persecución, venganza y rapiña.
Ahora toca al ex dictador guatemalteco Alfredo Ríos Montt, padre de los temibles kaibiles, condenado a 80 años de cárcel por genocidio y crímenes de lesa humanidad en los que perdieron la vida mil 771 indígenas mayas ixiles. El lunes 13 el general de 87 años, se desmayó en la corte y fue hospitalizado.
El tribunal ordenó al Estado guatemalteco pedir perdón por la matanza y el 23 de marzo, fecha del golpe de Ríos Montt, será declarado “Día Nacional contra el Genocidio”. Un toque de justicia poética.
Molcajete…
Claudio Lomnitz fue a Tijuana y visitó el muro que marca la frontera (La Jornada, 17 de abril). Tomo este divertido párrafo de su texto: “La valla de la playa de Tijuana está llena de pintas de todo tipo -cristianas, antimperialistas, filosóficas, amorosas, etcétera-. Muchas de esas pintas están en inglés, y fueron escritas por estadunidenses que viven en México o bien que van a Tijuana de paseo y se indignan por la política de su propio país. Una de esas pintas, que fue la que más me gustó, dice: ‘Please don’t feed the gringos’. La imagen, buenísima, invierte el sentido de la barda: los animales observados y enjaulados, como de zoológico, serían ahora los estadunidenses, y no los supuestos bárbaros del sur”.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
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QMX/msa