Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Hora 11… día 11… año 11
El 11 de noviembre de 1911 fue una mañana brumosa en las trincheras de Ville-devant-Chaumont en Verdún, una de las comarcas más anegadas en sangre durante la “gran guerra”. A las 10:59, el solado raso Henry Gunther, un gringo del 313 regimiento de Baltimore, saltó de su parapeto y cargó contra un nido de ametralladora alemán emplazado a unos metros. Cuando su silueta apareció entre la niebla, los alemanes le gritaron en inglés quebrado que se detuviera, que la guerra estaba por terminar. Pero Gunther no se detuvo y siguió disparando. Una ráfaga lo mató a unos pasos del enemigo. Pasadas las 11:00 y ya en vigor el armisticio, los boches salieron de su zanja y llevaron el cuerpo de Gunther a la línea yanqui. Fue el último soldado estadounidense en morir en la primera guerra mundial.
Aquel 11 de noviembre de hace 100 años, 27,038 soldados de ambos bandos murieron y 82,006 fueron heridos antes de que entrara en vigor el cese al fuego a las 11 de la mañana. Fueron más bajas que las del “Día D” en 1944. Miles de vidas perdidas sin razón militar o política alguna.
Terminó así un conflicto que fue el más sanguinario de la historia, una trituradora en donde perdieron la vida más de nueve millones de soldados, 21 millones fueron mutilados, e incontables millones de civiles perecieron en el fuego cruzado o bajo la metralla de las artillerías.
Cuando los enviados del Káiser se entrevistaron con el estado mayor aliado para demandar un cese de hostilidades, la estupidez, la arrogancia y la vanidad política y militar que abrieron las puertas del infierno, habían reeditado lo que Cornelio Tácito consignó al comentar cómo después de la destrucción de Cartago, los soldados imperiales labraron la tierra con sal para que jamás volviese a florecer la vida: “Hicieron un desierto y le llamaron paz”.
La primera guerra mundial no sólo fue un conflicto en donde todos los bandos perdieron. Entre los historiadores hay consenso de que fue un holocausto que se pudo evitar. Una serie de libros publicados por estas fechas en que se marca el centenario consigna que si bien en junio de 1914 había rivalidades entre las potencias europeas, las relaciones eran cordiales y ninguna reclamaba abiertamente territorios ajenos: Alemania era el más importante socio comercial de Inglaterra, las familias reales inglesas, alemanas y rusas estaban emparentadas y el rey Jorge V con sus primos el káiser Guillermo II y el zar Nicolás II recientemente habían departido en la boda de la hija de Guillermo en Berlín. Y sin embargo, a comienzos de agosto de ese año una cadena épica de errores, acusaciones y ultimatos desatada por el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, incendió todo el continente, escribe Adam Hochschild en Annals of History.
Fue una guerra que se pudo evitar con un poco de voluntad e inteligencia, sugiere Churchill en una de sus obras. Y en el extraordinario Los cañones de agosto, Barbara W. Tuchman reseña cómo mariscales y generales ancianos y esclerosados mandaron al matadero a cientos de miles de soldados con tácticas de las guerras napoleónicas en una era de ametralladoras, tanques, aviones y armas químicas. Una vez puestos en marcha, no fue posible dar una contraorden a los ejércitos. Pero esos mariscales y generales fueron condecorados, murieron en cama y tuvieron estatuas y monumentos.
Aquel no fue el conflicto para terminar con todas las guerras, como no se cansaron de repetir los políticos, sino que destapó una caja de Pandora y sumió al planeta en una era de conflagraciones. El reordenamiento geopolítico pergeñado en Versalles fue el caldo de cultivo para el surgimiento del Tercer Reich y la guerra fría y dejó un legado tóxico de conflictos vicarios que persisten hasta nuestros días. El niño inglés que nació precisamente a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1911 y que fue bautizado “Pax”, perdería la vida a los 21 años combatiendo en la siguiente guerra mundial: un ícono de las víctimas de la tormenta sembrada.
Cien años después, los fantasmas del nacionalismo, del fundamentalismo y del racismo, recorren el mundo. Por doquier vemos el regreso del fascismo y amenazas a las libertades.
Se quisiera ver en las ceremonias para marcar el centenario el resurgimiento del apotegma de Santayana, “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”, pero esto es una ilusión.
El dirigente de la principal potencia económica y militar, el político más poderoso del planeta está empeñado en construir un muro entre su país y el vecino y se ha colocado al frente de una guerra santa en contra de los pobres y del tercer mundo. Y para que nadie tenga duda de cuál es su pensamiento, el domingo de luto y dolor decidió quedarse frente a un televisor en vez de encabezar en el cementerio militar estadounidense las solemnidades en donde fueron recordados sus compatriotas caídos un siglo ha en la primera guerra.
Hace cien años César Vallejo habló de los Heraldos negros que hoy parecen de nuevo visitarnos:
Hay golpes en la vida tan fuertes…¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma…¡Yo no sé!
Son pocos, pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas
O los heraldos negros que nos manda la Muerte.
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