Corrupción neoliberal
Me confieso tradicional y anticuado. Creo que en mi pasada vida fui un caballero decimonónico. Soy de los que cantan fuerte y de pie el Himno Nacional, se emocionan con las películas de Pedro Infante y jamás critican a su país en el extranjero.
En el sexto año “A” de la escuela 11-233 Florencio M. Del Castillo y bajo la mirada generosa del maestro Toledo, fui el orador en la ceremonia de fin de cursos que nos puso, chavales nerviosos, camino a la educación secundaria, preparatoria y universitaria, siempre oficiales y populares. Recuerdo que comparé nuestros pobres salones de escuela pública con el Gran México y a los maestros con los Héroes que nos dieron Patria.
No me apena decir que se me hace un nudo en la garganta cuando el cielo se ilumina con el reflejo de los fuegos artificiales en la noche de la Independencia y la bandera se mece a los acordes del Huapango de Moncayo. También sostengo que en el mundo no existe aire musical más tierno que los ojos de papel volando de la mujer mexicana.
Mi abuelo paterno, de quién heredé el nombre, fue revolucionario. Salió de su casa en los altos de Jalisco y se fue con los villistas. Anduvo en la División del Norte y con Los Dorados y volvió a su pueblo para formar una familia y ayudar en la construcción del nuevo México como albañil y yesero. Ya muy anciano no podía explicarse bien a bien por qué después de tanto dolor, de tanta sangre y de tantos muertos, los pobres seguían igual de jodidos que antes de la Revolución y los ricos eran más ricos.
Muchos nos hacemos la misma pregunta. ¿Por qué si somos tan ricos estamos tan pobres? ¿Por qué si somos herederos de grandes y vigorosas culturas tenemos tantas debilidades sociales y nuestra imagen en el mundo está tan deslavada? ¿Por qué si en las entrañas de nuestra tierra yacen enormes riquezas hay mexicanos que sobreviven en peores condiciones que en las zonas de guerra del Medio Oriente? ¿Por qué si el siglo pasado abanderamos la lucha por la educación, hoy nuestro sistema escolar está devastado? ¿Por qué en el país que dio ejemplos de moral social y política se dan los degradantes espectáculos de estos días? ¿Por qué en la tierra en donde se dio la primera revolución social del siglo XX hoy campea la desigualdad, la marginación, la falta de oportunidades y una brutal impunidad?
Serán muchas las respuestas posibles a estas y otras preguntas. Pero yo no soy ningún sociólogo, sino un reportero que tiene ojos y ve lo que pasa a su alrededor y lo compara con lo que ha visto en otros países. Pienso que un primer paso para sacudirnos las pesadas cargas que nos lastran para avanzar hacia un mejor país, es conocer y aceptar nuestra historia. Los mexicanos somos los maestros del subterfugio. En Sudáfrica hay un Museo del Apartheid para que nadie olvide esos años horribles. En Polonia, en Alemania, en Estonia, en Francia, donde hubo campos de concentración nazis hay memoriales que alertan de lo que sucede cuando la locura secuestra a la política. En Israel hay recintos en donde se conserva la memoria del dolor del Holocausto. En México conmemoramos el aniversario de nuestra Revolución con un desfile deportivo y aún no podemos aceptar que Cortés y Díaz pusieron su impronta en el país en el que vivimos. Nuestra historia oficial es una esquizofrenia de ángeles y demonios, de buenos y malos. Denostamos al dictador general Díaz, pero una calle recuerda al coronel héroe del 2 de abril. ¡Como México no hay dos, hijos de tal por cual!
El síndrome de la crinolina describe nuestro miedo a llamar las cosas por su nombre. En México no hay niños de la calle, sino menores en situación extraordinaria. No hay indígenas que mueren de hambre, sino poblaciones vulnerables. No existen lisiados, tullidos, mancos o ciegos, sino ciudadanos con capacidades diferentes. Vaya, ni siquiera tenemos ancianos, sino adultos mayores –o como sea que ahora se les llame a los más que sesentones como yo.
Pero como buenos mexicanos, encontramos consuelo: los males que padecemos no son consecuencia de nuestros errores sino del imperialismo yanqui, del nuevo orden mundial y de las clases políticas de todas las corrientes. Somos un país periférico y dependiente, ¡qué le vamos a hacer! Nuestra única esperanza es la Virgen de Guadalupe…
Creo que debemos recuperar, conocer y aceptar nuestra historia. Creo que el 20 de noviembre debiera ser una jornada de lucha contra la inequidad, contra la impunidad, contra la corrupción y contra la simulación. Sólo así honraríamos la memoria de quienes dieron su sangre porque creyeron que era la única manera de cambiar las cosas.
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