La nueva naturaleza del episcopado mexicano
El exterminio del Sol Naciente
La semana que termina recordamos el 79 aniversario del infame episodio en el que desde Washington, unos políticos, unos generales y un hombrecillo llamado Harry Truman, entonces presidente de Estados Unidos, tomaron la infame decisión de lanzar el primer ataque nuclear de la historia.
Era agosto del año 1945 y la segunda guerra mundial vivía sus últimos estertores en el Pacífico contra el Imperio japonés. México estuvo en esa lucha con el Escuadrón 201, pasaje de nuestra historia que para vergüenza de todos nuestros gobiernos desde entonces hemos descuidado.
En Tokio, unos políticos, unos generales y un hombrecillo llamado Hirohito, entonces divino emperador, habían tomado la decisión de sacrificar hasta el último de los súbditos antes que aceptar la derrota.
La primera bomba se lanzó sobre Hiroshima el 6 de agosto. Se estima que 166 mil niños, mujeres y hombres fueron vaporizados en los primeros segundos después de la explosión.
La segunda bomba cayó sobre Nagasaki el 9 de agosto y unos 80 mil seres humanos desaparecieron de la faz de la tierra.
A esos 246 mil muertos del primer momento hay que sumar los cientos de miles que perecieron después en la agonía de las quemaduras radioactivas, a los lisiados y a los que enloquecieron por el horror.
La historia oficial yanqui dice que sólo así se logró la rendición del Japón. Que habría sido incalculable el sacrificio militar para vencer a un país decidido en resistir hasta el último hombre. Que la bomba atómica en realidad salvó vidas.
Es decir, la racionalidad fue acelerar la capitulación de un Japón devastado por bombardeos incendiarios. ¿En verdad? Si hubieran arrojado los artefactos sobre el Monte Fuji, el mismo efecto se hubiera logrado. Al ver el espanto de lo que le aguardaba al país también hubiera forzado al divino Emperador a ordenar de inmediato el cese de los últimos hálitos de resistencia.
Pero un arma debe probarse empíricamente, fuera del laboratorio. ¿Cómo apreciar su potencia destructiva si no se aplica en un objetivo real? ¿Cómo medir las bajas enemigas si no es contabilizando los cadáveres? Y como en todo experimento científico serio, la repetición es obligada para confirmar la validez del resultado.
Esto en lo militar. En lo político, había que lanzar un mensaje a los soviéticos, hasta unos meses antes aliados en la lucha contra el nazismo, quiénes eran los verdaderos amos del planeta a partir de ese momento. Nada de medias tintas.
En esto debió estar pensando el general Curtis LeMay, jefe de la fuerza aérea y responsable de los vuelos que llevaron los artefactos, cuando le dijo a Robert MacNamara, en aquel año su subordinado y con el tiempo secretario de la Defensa, que de haber perdido la guerra, habrían sido ellos los criminales de guerra en el banquillo del tribunal de Nuremberg.
MacNamara reconoció públicamente la desproporción del episodio en La niebla de la guerra, un documental de Errol Morris que condujo en el 2003, a los 87 años.
El piloto del avión que llevó la bomba a Hiroshima, Paul Tibbets, murió en el 2007, en cama, a los 92 años. No sé si vio ese documental. ¿Habrá vivido con remordimientos? No lo creo. Al bombardero “Superfortaleza B-29” que piloteó, le puso el nombre de su madrecita, doña Enola Gay. Así supimos que tuvo progenitora. De los otros, no estoy seguro.
¿Y la bomba? Algún mentecato tuvo la gracejada de bautizarla como “Little Boy”: “Muchachito” … “Escuincle”.
Otro avión, bautizado Bockscar, dejó caer sobre Nagasaki la bomba a la que seguro entre risas pusieron “Fat Man”: “Gordo”, “Gordinflón”.
Al mando de la nave iba Charles W. Sweeney, quien también murió en su cama, a los 84 años, en el 2004. Tampoco se sabe si vio el documental.
Con la heroica hazaña de agosto de 1945 quedaron muy satisfechos los científicos, los militares y los políticos que diseñaron, construyeron y dieron la orden de utilizar ese terrible artefacto contra un país que ya estaba aniquilado.
Fue la locura de la sangre. Las patadas al cadáver del caído. La aniquilación de quienes nos enfrentaron y la construcción de un mensaje patibulario: esto es lo que les espera a nuestros enemigos.
Robert Oppenheimer, el científico que estuvo al frente del equipo que desarrolló las bombas, diría que al ver la detonación, lo asaltó una cita del Bhagavad Gita, el texto sagrado hindú: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Han transcurrido 79 años de aquel día. El Enola Gay se exhibe reconstruido en un museo a las orillas de Potomac –sin que en ninguna parte se pueda leer un “¡Nunca más!”
Pero Little Boy y Fat Man son ya obsoletas chinampinas comparadas con las capacidades destructivas del moderno arsenal nuclear con el que otros políticos y otros generales podrían hacer pedazos este montón de tierra que gira en torno a una estrella a la que llamamos Sol.
Casi dieciséis lustros después recordamos a las víctimas de aquellas jornadas. Los diarios de la época publicaron espeluznantes reportajes. The Lima News en su edición del 8 de agosto citó una transmisión de Radio Tokio en la que se describía el impacto de la bomba: “Tan terrible que prácticamente todos los seres vivientes murieron rostizados por la ola de calor y la presión del estallido. Los cadáveres carbonizados quedaron irreconocibles”.
Niños pequeños, adolescentes, mujeres y hombres, casi todos víctimas de la penuria de un país derrotado y hambriento, fueron el blanco. También perecieron algunos militares y algunos políticos.
John Hersey nos dejó un testimonio brutal de aquella jornada en Hiroshima, la crónica que alertó al mundo sobre la abominación que asomó en el horizonte. La pieza comienza con la descripción del último instante de varias personas comunes y corrientes y sigue, en una precisa y sobrecogedora narración, la secuela de la detonación:
“El relámpago silencioso. Exactamente a las ocho y quince de la
mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba atómica fue arrojada sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Compañía Hojalatera del Asia Oriental, acababa de sentarse ante su escritorio de la oficina y estaba volviendo la cabeza para hablar con la muchacha del escritorio vecino …”
Varios padres de la tecnología que hizo posible la fisión nuclear, encabezados por Albert Einstein, se opusieron a su utilización como arma de guerra en una carta que dirigieron al presidente. Fueron acusados de comunistas y antipatriotas.
Los políticos pulsaron el gatillo. Truman, antiguo mercero y juvenil militante del Ku Klux Klan que ocupó la presidencia a la muerte de Franklin Roosevelt, , firmó la orden de lanzamiento. ¿Habrá conciliado el sueño el resto de su vida? Sabemos que se burló de Oppenheimer cuando éste le expresó su remordimiento en una entrevista en la Casa Blanca.
Hoy, con la guerra emprendida en Ucrania por el criminal Putin y la posibilidad de que el demente Trump llegue a la presidencia de Estados Unidos y decida “terminar” con la invasión rusa “en quince minutos”, estamos en un peligro de guerra nuclear semejante al de la “crisis de los misiles” de 1962.
Pero agravado por las nuevas generaciones de armas nucleares. En un ejercicio que enchina la piel, el New York Times publicó una serie en donde analiza esta realidad y sus posibles consecuencias. Aquí un extracto:
“Y aunque puede causar noches de insomnio en Washington y Kiev, la mayor parte del mundo apenas ha registrado la amenaza. Tal vez se deba a que una generación entera llegó a la mayoría de edad en un mundo posterior a la Guerra Fría, cuando se pensaba que la posibilidad de una guerra nuclear estaba firmemente contenida. Es hora de recordarnos las consecuencias para evitarlas.
“Una ojiva nuclear, que tiene más de la mitad del poder explosivo de la bomba de Hiroshima, encaja perfectamente en el cono de un misil de corto alcance.
“El misil se lanza. Una vez que se quema su motor de combustible sólido, la ojiva cae de nuevo hacia la Tierra. A 500 metros sobre el suelo, estalla.
“Su núcleo de plutonio y el contenido circundante, cuidadosamente ensamblados en su interior, se convierten en gas ionizado y ondas electromagnéticas en un milisegundo.
“Un destello blanco brillante envuelve el cielo a lo largo de kilómetros, cegando brevemente a todo aquel que lo presencia.
“Un rugido equivalente a 10,000 toneladas de TNT hace temblar la tierra. Una bola de fuego gigantesca se enciende tan rápido que parece instantánea.
“Las temperaturas dentro de la explosión alcanzan millones de grados, más calor que en la superficie del sol.
“Casi todo lo inflamable que se encuentra debajo se enciende: madera, plásticos, aceite. Los animales pequeños se incendian y luego se convierten en cenizas.
“El gas escapado y las líneas eléctricas caídas alimentan un infierno que puede extenderse por kilómetros.
“La tormenta de fuego consume tanto oxígeno que puede asfixiar a las personas que se refugian dentro de sus autos o casas.
“Luego está la onda expansiva, una fuerza retumbante que se expande en todas direcciones, a velocidades supersónicas.
“Los edificios, los árboles y otros seres vivos son destrozados y lanzados unos contra otros.
“Cerca del epicentro de la explosión, los edificios se elevan, se hunden y se desmoronan. El vidrio y los escombros al rojo vivo salen disparados como metralla hacia todo lo que encuentran a su paso.
“Las hojas secas explotan como palomitas de maíz y desaparecen en el calor abrasador. Los restos —lo que una vez fue asfalto, acero, tierra, vidrio, carne y huesos— son succionados por el tallo hirviente de una nube en forma de hongo que se eleva por kilómetros.
“La nube parece un ser vivo. Sus colores cambian de blanco a amarillo, rojo y negro, ondeando hacia el cielo hasta eclipsar al sol.
“Se escuchan gritos de ayuda —y de muerte— por todas partes, pero la ayuda no está en camino. Encontrar un médico o una enfermera es casi imposible. La mayoría de los trabajadores sanitarios en el área inmediata están muertos o heridos. Los que sobreviven se ven rápidamente abrumados.
“Luego, oscuridad. Se oye un timbre discordante. El aire está denso de humo y escombros. Respirar es difícil: escupir una bocanada de polvo y fragmentos de vidrio, solo para inhalar otra.”
En un pasaje memorable de Una muerte sencilla, justa, eterna, en el que analiza el sentido de la guerra, Jorge Aguilar Mora dice: “La paz lograda por el horror de las armas modernas no era diferente a las anteriores y por lo tanto sólo se podía esperar que, en efecto, la próxima guerra fuera más horrorosa que las anteriores y menos devastadora que las siguientes…”
Hace dos mil 200 años Tácito lo dijo de otra manera: “Hicieron un desierto y le llamaron paz”. No olvidemos jamás la lección dolorosa de Hiroshima y Nagasaki.