El agua, un derecho del pueblo
Historia de una hacienda africana
Olivia Emilia Albertina Schreiner nació el 24 de marzo del Año del Señor de 1855 en una pequeña estación agrícola de Wittenberg -hoy Lesoto, “El reino de la montaña”- y fue la novena de los doce hijos de Gottlob y Rebeca, una pareja de predicadores calvinistas que escuchó el llamado del Señor y viajó de Inglaterra a Sudáfrica para evangelizar a los paganos.
Tristemente, el matrimonio tuvo mayor éxito en echar hijos al mundo que en cristianizar a las tribus del inmenso territorio africano del Cabo. Gottlob quiso combinar el púlpito con el comercio y los intransigentes clérigos londinenses que eran sus jefes lo despidieron.
Imagino a Gottlob chaparro, terco, grueso y fuerte, un rubicundo teutón lleno de complejos y enojado con el mundo que lo arrumbó en el confín de la tierra entre salvajes paganos. Pero si bien imponía con mano de hierro el temor a Dios en su casa, en la vida fue de fracaso en fracaso hasta su muerte en la bancarrota en 1876.
Fueron años difíciles para los Schreiner. A los 12 años Olivia fue enviada con sus hermanos mayores para hacerse cargo de las labores de casa. Posteriormente se empleó como institutriz y en 1881 había ahorrado lo suficiente para viajar a Inglaterra con la ilusión de estudiar en la Escuela de Medicina para Mujeres que Elizabeth Garrett Anderson y Sophia Jex-Blake habían abierto en Londres.
Emprendió el camino y cuidadosamente acomodados entre su equipaje de ilusiones, Olivia llevaba unos manuscritos. Y aunque no pudo matricularse en la escuela de medicina por su mala salud y problemas emocionales, sí consiguió que un editor leyera uno de los libros con los que había viajado desde su pueblo: el relato amoroso y amargo de un territorio en donde la luna chorrea su luz y el karroo se extiende en su inmensidad salitrosa hasta donde la vista alcanza.
Hoy, 141 años después, la historia de Em y Lyndall sigue vigente en toda su fuerza. La vida de esas chicas en un rancho en donde no hay nada más importante que la Biblia, puede conmover hasta las lágrimas a un lector contemporáneo -incluso a quien no esté familiarizado con las condiciones de aquella colonia que fue la patria del apartheid- por la fuerza vigente de las emociones y la profunda humanidad de los personajes:
Es el año de 1860. Las primas Em y Lyndall viven y trabajan en un humilde rancho en la desértica llanura sudafricana llamada karroo. Em es adiposa, dulce y pasiva, un perfecto ejemplar destinado al matrimonio. Lyndall es inteligente, inquieta, bella … y condenada a la infelicidad. Su apacible vida se altera con la aparición de un bombástico irlandés, Bonaparte Blenkins, quien asegura tener parentesco con Wellington y con la reina Victoria y se apodera de la voluntad de la lerda y gorda madrastra de las muchachas. Así, conforme transcurre la vida de las dos mujeres hacia un trágico y fatal desenlace, el lector es llevado por los meandros de la condición humana no sólo de aquella retrasada colonia, sino del género mismo.
Olivia Schreiner fue catapultada a la fama literaria de inmediato. De vivir en cuartuchos en los barrios miserables de Londres, se le abrieron las puertas de los salones literarios y los círculos intelectuales de vanguardia. Pronto descubrió su segunda vocación, la de activista en favor de los derechos de las mujeres, y se integró a movimientos que en aquella época victoriana, de acuerdo a los críticos, “no gozaban de la mejor reputación”.
Hoy se le considera una de las madres fundadoras del feminismo. Luchó por el sufragio universal, la educación, la liberación sexual y la igualdad de salarios y publicó un clásico del género, Las mujeres y el trabajo, en el que denunció el “parasitismo sexual” del hombre sobre la mujer. También fue una activa pacifista durante la primera guerra mundial.
Un estudio fotográfico tomado durante la primera de sus dos estancias en Londres presenta a una mujer gruesa, de facciones agradables y aura inteligente, en cuyo semblante nada hay que permita adivinar un alma atormentada y una vida sumida en la tristeza y la depresión.
Porque la existencia de Olivia Schreiner fue una de soledad y frustraciones amorosas y sexuales. Dan Jacobson, quien prologó en 1971 la edición de Penguin Classics de Historia de una granja africana, se preguntó si la vida de la escritora en pueblos sudafricanos como Kimberley, Cradock o De Aar habría sido más solitaria que en los cuartuchos londinenses que fueron durante tanto tiempo su hogar.
“Uno se pregunta si la convivencia con rancheros bóer y con sudafricanos ignorantes pudo haber sido más dañina a su talento que, digamos, la que tuvo con la Sociedad de la Nueva Vida en Londres … cuya meta era ‘cultivar en todos y cada uno un carácter perfecto’.”
Y sigue: “Havelock Ellis […] autor de estudios sobre la sicología de un acto sexual del que él era incapaz; Edward Carpenter, el delicado homosexual redactor de panfletos sobre los derechos tanto de la mujer como del ‘sexo intermedio’; Leonora, la brillante y trágica hija de Karl Marx, quien fue llevada al suicidio por su amante Edward Aveling, conspicuo socialista, revolucionario, estafador y mujeriego … ésta era la clase de personas entre quienes Olivia encontró a sus mejores amigos.
“Ciertamente es más fácil ser irónico que justo respecto a esos victorianos seculares, progresistas, feministas, traductores de Ibsen e incansables fundadores de organizaciones y sociedades de debate. Que con tanta frecuencia fracasaran en vivir de acuerdo a sus ideales sería en sí algo que difícilmente se les podría echar en cara. ¿De cuántos de nosotros no se podría decir lo mismo? Pero que hubiesen sido incapaces de llegar a ciertas conclusiones incómodas respecto de sus ideales a partir de las complejidades y miserias de sus propias vidas … ese es otro problema, uno que difícilmente podría perdonar cualquier lector que se haya expuesto a la obra completa de Olivia Schreiner.”
Olivia tenía 26 años cuando llegó a Inglaterra. Además del manuscrito de Historia de una granja africana llevaba en el equipaje otras novelas que habrían de ser póstumas: De hombre a hombre y Ondina, ambas de tema feminista y El soldado de caballería Peter Halket de Mashonaland, que criticaba la forma en que se colonizó Rhodesia y originó una gran polémica
Su vida entró en un remolino emocional agravado por el represivo ambiente victoriano de la época. Evidentemente era una mujer fuerte, pues defendió con éxito la trama de su libro ante los editores que pretendían que su personaje Lyndall, quien muere en el parto, se casara con el padre de la criatura, “para no ofender el pudor de los lectores”. La muy cristiana iglesia anglicana de la pérfida Albión puso a la obra en el índice de libros blasfemos.
Pero no se libró de utilizar un seudónimo masculino, “Ralph lron”. No era el tiempo más propicio para las escritoras. Habían pasado sólo siete años de la muerte de la baronesa Dudevant, Amandina Aurora Lucía Dupin, quien firmara sus libros como “George Sand”.
Creo que Olivia nació en el siglo equivocado. La imagino una mujer de inteligencia deslumbrante, fogosa y apasionada, poco convencional, que sufría atrapada en los corsés reales e ideológicos que aquella sociedad imponía a sus mujeres.
Siempre en busca del amor y la felicidad, tuvo una serie de affaires que habrían sido el escándalo de las buenas conciencias londinenses, entre ellos uno, al parecer nunca consumado, con Havelock Ellis. De aquella época sobreviven numerosas cartas. El 28 de julio de 1884 le escribió a Ellis una nota conmovedora que ofrezco con una traducción libre mía:
I was going to tear up the bit I enclose [destroyed] but I won’t because perhaps you would like to see it. I can’t explain what I mean by this fear, not even to myself; perhaps you can for me. I am so afraid of caring for you much. I feel such a bitter feeling with myself if I feel I am perhaps going to. I think that is it. I feel like someone rolling a little ball of snow on a mountain side, and he knows at any minute it may pass out of his hand and grow bigger and bigger and go -he knows not where. Yet, when I get a letter, even like your little matter-of-fact note this morning, I feel: “But this thing is yourself”» In that you are myself I love you and am near to you; in that you are a man I am afraid of you and shrink from you. (“Iba a romper el pedacito que te mando [destruido] pero no lo haré porque tal vez te gustaría verlo. No puedo explicar qué quiero decir con este miedo, ni siquiera a mí misma; tal vez tú puedas hacerlo por mí. Tengo mucho miedo de quererte demasiado. Me da una sensación amarga si siento que tal vez lo haga. Creo que eso es. Me siento como alguien que empuja una pequeña bola de nieve en la ladera de una montaña y sabe que en cualquier momento se le saldrá de control y crecerá más y más y se irá … no sabe a dónde. Sin embargo cuando recibo una carta, incluso como tu indiferente nota de esta mañana, pienso: “Pero eres tú mismo”. En tanto eres mi misma persona, te amo y estoy cerca de ti; en tanto eres un hombre, te temo y me aparto de ti”.)
En 1899 Olivia volvió a Sudáfrica y se casó con Samuel Cronwrigh, un ranchero y activista político que también debió haber sido una personalidad fascinante: añadió el apellido de Olivia al suyo para quedar como Samuel Cronwright-Schreider … ¡y si eso no fue una muestra de amor, no sé cómo podría calificarse! Fueron padres de una hija que murió a las pocas horas de nacida.
La infelicidad de Olivia se acentuó y regresó a Inglaterra sola. A principios de 1920 Samuel fue por ella para llevarla de regreso a su país. Dicen las crónicas que no la reconoció, tan enferma y consumida estaba, al llegar al miserable cuartucho en donde vivía.
Olivia Emilia Albertina Schreiner murió el 10 de diciembre de ese mismo año y fue sepultada junto con los restos de su hija y de su perro favorito en Buffels Kop, en la desértica planicie del karroo.
Historia de una granja africana fue llevada al cine por el director sudafricano David Lister en el 2004 y la editorial española Milrazones editó una versión de la novela en castellano.