Teléfono rojo/José Ureña
El síndrome Genovese
Una señora mayor sufre un infarto cerebral en el metro, durante tres horas no recibe atención médica, es arrojada a la calle por los vigilantes, permanece ahí 24 horas sin que nadie le preste ayuda y cuando finalmente es trasladada a un hospital, fallece.
Este horripilante episodio no tuvo lugar en un país africano azotado por una guerra civil, ni en medio de la represión en Palestina, ni en las represiones del somocista Daniel Ortega en Managua, ni en la Venezuela ensangrentada de Maduro. No. Sucedió aquí mismo, en la capital de la cuarta transformación. La mujer se llamaba María Guadalupe. A su lado pasaron miles de personas pero ningún buen samaritano. Mientras sus hijos y nietos la buscaban desesperadamente, la vida se le escapó en una transitada acera de la gran ciudad.
¿Qué debemos leer en este episodio atroz? La jefa de estación fue cesada y los gendarmes puestos a disposición de la autoridad; hoy entre crujir de huesos y rechinar de dientes se acusan entre ellos. La señora Sheinbaum, tan respetuosa de las formas en el caso Rébsamen, no ha dicho esta boca es mía. ¿Y los políticos de todos los colores? Bien, gracias. ¿Y los dirigentes sociales? Vaya usted a saber.
Hemos llegado a la cima del entumecimiento ciudadano. Recibimos con un alzar de hombros las noticias de las narcofosas que aparecen a lo largo y ancho del país, de asaltantes que acribillan a la luz del día a quienes les oponen la mínima resistencia, de asesinos que operan con rutina escalofriante en las rutas de transporte popular, de las hazañas de un crimen cada vez mejor organizado que hoy goza de más impunidad que nunca.
Nuestro sentido de la indignación se ha ocultado en una zona de protección emocional en donde se fagocita, supongo que como parte de un mecanismo de autodefensa emocional. Sé que esto pasa en las guerras. Quien haya estudiado el comportamiento de los combatientes desde Crimea hasta Iwo Jima encontrará una constante: la tragedia se convierte en un dato cotidiano, pierde su carácter de amenaza, se diluye. Por eso los vivos pueden seguir en el combate. Las consecuencias vendrán después.
En este sálvese quien pueda no parece haber cabida para una sincera introspección, para un mea culpa, para una reflexión sobre las causas profundas de la descomposición social. Esta degradación de la convivencia social nos obliga a reconsiderar seriamente la idea de que la línea de la historia conduce hacia el progreso a medida que transcurre el tiempo.
La muerte de María Guadalupe evoca el “Caso Genovese” acaecido en otra gran ciudad, Nueva York, hace 55 años: Catherine Susan Genovese, cariñosamente conocida como Kitty, fue apuñalada a las tres de la mañana en la puerta del edificio en donde vivía en el populoso barrio de Queens.
Los gemidos de Kitty fueron desgarradores. Algunos vecinos los escucharon, pero sólo uno gritó al atacante: “¡deja en paz a esa muchacha!”. El asesino huyó, pero regresó diez minutos después y apuñaló a la mujer en repetidas ocasiones. Cuando Kitty estaba agonizando la atacó sexualmente, le robó 49 dólares y la abandonó en el vestíbulo del edificio donde vivía la joven. El episodio duró media hora.
Minutos después de que ya había huido el atacante, un testigo llamó a la policía. Llegó el auxilio médico. En el trayecto hacia el hospital Kitty murió. Las investigaciones determinaron que hubo al menos 12 testigos. Uno de ellos se había percatado perfectamente de que estaba ocurriendo un asesinato y Karl Ross, el que llamó a la policía, sólo reparó en que se trataba de un ataque en la segunda ocasión en que el hombre apuñaló a Kitty.
Poco tiempo después fue capturado el asesino, Winston Moseley. Durante el proceso confesó haber dado muerte no sólo a Kitty sino a otras dos mujeres a las que igualmente violó. El día del crimen besó a su esposa y le dijo que la amaba, antes de salir a buscar a su víctima. Moseley describió detalladamente la forma en que había agredido a Kitty y fue condenado a muerte. En el interrogatorio dijo que había apuñalado a Kitty simplemente “por el deseo de matar a una mujer”.
En 1967 la pena de muerte le fue conmutada por una condena de 20 años de prisión o cadena perpetua, debido a que el Tribunal de Apelaciones concluyó que era un enfermo mental. Más tarde, el asesino se provocó daños para poder salir de prisión. Cuando era trasladado a un hospital hirió a un guardia, y con un bate como arma logró tomar a cinco rehenes, a uno de los cuales atacó sexualmente. Después de ese episodio, Moseley regresó a prisión y falleció en 2016.
El asesinato de Kitty Genovese habría sido otro más de los que muchos que ocurrían en Nueva York, a no ser porque dos semanas después, el New York Times publicó un artículo de Martin Gansberg acerca del caso, donde se destacaba la indiferencia de los vecinos ante un ataque asesino. La cabeza del artículo era: “38 personas vieron un asesinato y no llamaron a la policía”. El artículo de Gansberg citó a un testigo que dijo no querer “verse involucrado”. El asesinato de Kitty se volvió entonces una referencia sobre la insensibilidad de los testigos en un hecho de agresión sangrienta hacia un ser humano. Se le llamó “síndrome Genovese”.
Han transcurrido 55 años y no parece que la valoración de la vida y la solidaridad hayan evolucionado positivamente. La muerte de María Guadalupe nos dice que hemos llegado a un “síndrome Genovese” tropicalizado. La jefa de oficina del Metro, que no auxilió a la mujer, los policías que la sacaron en vilo y la arrojaron a la vía pública y después alegaron que “estaba alcoholizada”, los cientos de personas que pasaron a su lado sin que ninguna la auxiliara, son ejemplos de una indiferencia patológica frente a hechos terribles, un “no nos queremos involucrar” colectivo. Es difícil saber si esa indiferencia es una suerte de cinismo o una medida de protección contra el miedo y el dolor.