Corrupción: un país de cínicos
Recuerdo de un libro
El pasado 15 de mayo se cumplieron siete años de la partida del gran Carlos Fuentes y yo reviví un episodio luminoso de cuando hace cuarenta años descubrí Terra Nostra: y siendo esta una novela tan arriscada, me abrió sus puertas con donosura y pude transitarla como si diera un paseo de primavera en una pradera inglesa.
No conozco otras experiencias semejantes, y más bien he escuchado expresiones de lo compleja que es la trama y el formidable reto que presenta a quienes se aventuran a transitar por sus páginas. Lo platiqué con Fuentes a mediados de 1996 durante una cena. Me dijo que un libro puede elegir a sus lectores. Respondí que algunos azotan la puerta en la nariz a los intrusos –pensando en el Ulises de Joyce- y esto le causó gracia.
Pero la relación del lector es con la obra y no con el autor. Cuando se coloca el punto final, sea una obra maestra como Terra Nostra o una columna como JdO, el escribidor sabe que renuncia a cualquier título de propiedad. Es igual que con los hijos: se les construye para que tengan vida propia.
Nadie que abra Los miserables o Las verdes colinas de África o Piedra de sol o Aura, sufrirá porque ya no caminan en la tierra Víctor Hugo, Hemingway, Paz o Fuentes, pues en realidad no murieron. En donde está el rasgar de vestiduras, el crujir de huesos y las cenizas en la testa, es en la legión de los no-lectores y los busca-reflectores. Los escuchamos compitiendo en la construcción de panegíricos, disputándose el premio al lamento más original, codeando un lugar en el daguerrotipo de la posteridad. Si quiere verlos en acción acuda a las reseñas del “Homenaje Nacional de Cuerpo Presente al Gran Escritor Fulanito de Tal”.
Yo por mi parte volveré a las páginas de La región más transparente, pero no a las de Gringo viejo; tocaré a la puerta de Artemio Cruz pero me seguiré de largo frente a La silla del águila. Y no dejaré de cavilar sobre el misterio mayor: ¿cómo se construye un escritor? Esto le pregunté a mi querido amigo Edmundo Valadés en una de nuestras comidas semanales, y la compartí en mi libro de 1996, En estado de gracia:
“¿Por qué escribí? Porque me nació la necesidad desde niño. A los doce años escribía cuentos, proyectos de novela, obras pequeñas de teatro. Pero no tuve quién me guiara. Para mí fue una revelación. Tuve la conciencia de que es un don que uno trae. Ignoro si se dé el caso de que alguien se pueda hacer escritor por otro camino.
“Leía mucho, vorazmente. Conforme fui creciendo, seguía escribiendo todo lo que puede escribir un chico de catorce, quince o dieciséis años, incluso versos. Mi primer acercamiento a la literatura fue vía la poesía, a los quince o dieciséis años, estando en la secundaria siete, donde daba clases Xavier Villaurrutia. Un día me le acerqué con toda la timidez y actitud respetuosa de un adolescente a un poeta famoso, para informarle que yo escribía versos y que quería que los viera. Y entonces Xavier, que fue un hombre muy cordial, muy generoso, me dijo: «Bueno, a verlos». Debo haber mostrado unos de ellos, y me hizo una crítica tan inteligente que sin molestarme, sin minimizar mi persona, me hizo ver que no era poeta.
“La del escritor es como una voz interior. Claro, la puedes tener sin saberlo, pero si te pones a trabajar, a escribir y a escribir, haces que esa voz interior se despierte. Y ella acaba por dictarte prácticamente todo. Empieza a manar. Te dice cosas tan extraordinarias que te asombras. Es como un diálogo con esa voz interior.”
V.S. Naipaul, quien recibió el Nobel de literatura en 2001, cubría con gruesas cortinas las ventanas de su casa para no ver la multitud de historias que pasaban por la calle y que él nunca escribiría. ¿Cómo se hizo escritor?
“Tenía no más de once años cuando me llegó el deseo de ser escritor; y luego, poco después, fue una ambición definida. Parece insólito que ocurriera a tan joven edad, pero no creo que sea extraordinario. He oído que coleccionistas serios de libros o cuadros a veces empiezan cuando son muy jóvenes; y hace poco, en la India, un distinguido cineasta, Shyam Benegal, me dijo que tenía seis años cuando decidió́ dedicar su vida al cine como director.”
Otro Nobel, nacido en Colombia pero tan mexicano como el mole poblano, Gabriel García Márquez, fue convidado a una asamblea por lectores ansiosos de conocer cómo se había iniciado en el oficio. Primero se confesó muerto de miedo por una disertación así, pero ya tranquilo, confió:
“A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que escriban.
“A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con ‘ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana’ o algo parecido.”
Las reflexiones de Edmundo, de Naipaul y de García Márquez llenan muchas páginas y tienden a lo laberíntico, pero no tengo la menor duda de que son suscritas en su integridad por Carlos Fuentes, y que los cuatro, en el Walhalla de las Letras, están a la mesa de los creadores en la animada deliberación que las musas–valkirias obsequian a sus convidados, rociada con vinos del Valle de Guadalupe.
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