Corrupción: un país de cínicos
El Gran Cronopio
La República de las Letras se alista para los fastos del 58 aniversario de Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar. Casi sin sentir, el tiempo se nos fue entre lecturas y ahora resulta que este manojo de cuentos cortazarianos que nació cuando yo me acercaba a la adolescencia es casi sesentón.
Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima, José Donoso y otros dieron nueva vida y razón a la forma de historiar la vida de América Latina. Encontraron la faceta cosmopolita del lenguaje de su tierra y ese fue su regalo al mundo y a la literatura universal.
El secreto de esa generación de escritores, que mostró una cara diferente del latinoamericanismo, fue descubrir una fórmula nueva y única de narrar.
Sobre este fenómeno de la literatura que apareció hacia fines de los años cuarenta e irrumpió con todo su esplendor en los cincuenta, Emir Rodríguez Monegal dice que fue “un proceso de apropiación progresiva por parte de la literatura de un acervo cultural ya existente: la creación colectiva realizada por aportaciones constantes, injertos en el tronco de la lengua patrimonial. La pretendida ‘degeneración de la lengua’ —viejo mito colonialista— se revela así semilla fecundante”.
Este encuentro con un lenguaje propio volvió obsoletas las interpretaciones de los escritores latinoamericanos por las “influencias”. Las referencias allí estuvieron siempre porque forman parte del mosaico cultural latinoamericano, pero se invalidó el hábito de darle carta de naturalización a una literatura en razón de su ascendiente.
Sobre cómo se invalidaron estas tesis de las “posibles influencias”, hace años el ensayista inglés George Robert Coulthard propuso: “busquen ustedes, en la literatura europea de los últimos años, un autor comparable a Julio Cortázar, una novela de la calidad de El siglo de las luces, un poeta joven de voz tan profunda y subversiva como la del peruano Carlos Germán Belli: no aparecen por ninguna parte”.
Es cierto, difícilmente se encuentra la frescura, la sorpresa, el torrente lingüístico y el ingenio que Cortázar -perdón por el lugar común- hace brotar de las piedras.
En Historias… uno de los textos más hilarantes e imaginativos lo encuentro en “Instrucciones para llorar”. Para quien no recuerde, va este pasaje:
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
El propio Cortázar abunda sobre el ejercicio estéril de asignar padrinazgos a la literatura. En el texto “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”, sobre el sentido del quehacer literario latinoamericano incluye un apartado al que denomina: “¡Muchachos, maten a papá!”, donde dice:
Así como freudianamente es necesario que un adolescente “mate” a sus padres para alcanzarse plenamente a sí mismo, de igual manera los escritores y los lectores jóvenes tienen que matar a sus modelos iniciales, a sus ídolos y sus fetiches. Matarlos piadosamente, en la práctica del oficio, guardándoles gratitud y ternura como yo se las guardo a Icaza y a Gallegos, asimilando su maná con un canibalismo espiritual necesario e inevitable.
Entre los escritores del “boom”, Cortázar fue el primero. En 1945 publicó La otra orilla y seis años después apareció Bestiario. Historias de cronopios y de famas vio la luz en 1962 y sólo un año después aparecería la novela más rica, admirable y polisémica: Rayuela.
Cortázar, al igual que García Márquez y Carlos Fuentes, es reconocido como novelista y tiene en este género su obra monumental. Sin embargo sus cuentos o relatos cortos son de una factura impecable. La discusión sobre si es mejor novelista que cuentista o que si es novelista porque escribió cuentos largos es irrelevante, ya que una vez establecidos y puestos fuera de debate los aspectos formales, el tiempo transcurrido coloca a los relatos cortos de Julio Cortázar en un sitio especial dentro de la literatura latinoamericana.
Otro de los relatos que gozan de mi más alta consideración -y lo cito con un párrafo largo, porque con casi seis décadas de vida unos no lo conocen y otros ya no lo recuerdan y no quiero rendirle homenaje sin estar seguro de que el lector sabrá de qué hablo- es el del preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj:
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Por otra parte, la caracterización de los cronopios, las famas y las esperanzas son un refrescante ejercicio lúdico e irónico para describir tipos sociales sin embarcarse en una disertación científica. Pero el carácter juguetón no quiere decir irrelevante, porque la forma misma de esta literatura fue, como señala Emir Rodríguez, experimentar la ruptura como proceso permanente para implantar una nueva tradición. Este cambio era eminentemente estético pero no exento de una considerable carga social y política de la mayor relevancia para aquel momento de América Latina.