Teléfono rojo/José Ureña
Un arrebato de pasiones y fuegos artificiales
Hace tres décadas y cuatro años, en una soleada mansión de Sommières a la ribera del río Vidourle que fluye al Mediterráneo entre los arcos milenarios del puente de Tiberio, Lawrence Durrell exhaló el último suspiro.
Ese 7 de noviembre de 1990 comenzó la canonización de quien en vida ocupó un nicho privilegiado en la literatura universal, con una vasta obra en donde esplende el Cuarteto de Alejandría.
A Durrell se le considera un escritor inglés, pero nació en la India, hijo de padres británicos, como su contemporáneo George Orwell. Aunque a diferencia del autor de 1984, Lawrence nunca tuvo la ciudadanía británica y, un dato no confirmado, se resistió a ser súbdito de la pérfida Albión.
“El 27 de febrero de 1912 hay alba literaria: en Jalandhar, la ciudad del Punjab celebrada en el Majábharata, en la joya del Imperio británico, nace Lawrence George Durrell. Leyes misteriosas que distribuyen gracias determinan su destino: una vocación en busca de cumplir una gran obra de arte. El proceso de su revelación y maduración tardará 26 años, después de larga, perseverante, creciente fidelidad a su voz interna.”
A lo largo de su vida publicó diez y seis novelas, varios volúmenes de poesía, tres obras de teatro, seis libros de viajes, tres de humor, cuatro de cartas y ensayos, muchos prólogos y varios guiones de cine. Además tuvo un modesto éxito como pintor anónimo en Francia. Desde luego estuvo en las filas de candidatos permanentes al Nobel de Literatura.
Tuvo una vida fascinante y controvertida. Gordon Bowker recuerda:
“Fue un complejo enigma, un oscuro laberinto […] Se casó cuatro veces, una de ellas con una mujer 25 años más joven, y después de su muerte fue acusado de haber sostenido una relación incestuosa con su hija, Sappho Jane, quien se suicidó en 1985.
“Sappho creía que ella fue la inspiración para al menos uno de los personajes de su padre, Livia, de la novela del mismo nombre. Livia es una polimorfo, un monstruo creado por un esperma malo que pasó de un occidental a un oriental (la madre de Sappho Jane, Eva, era una judía alejandrina), que creció para ser andrógina y sáfica. Se dice que fue una niña forjada a partir de un niño, que soñó que tenía relaciones sexuales por primera vez con un hombre que se parecía a su padre y luego se convirtió en lesbiana. Livia muere por suicidio: se ahorca.
“Al explorar los oscuros territorios de su espíritu, Durrell buscó en las filosofías orientales y en la moderna psicología, la manera de enlazar su fijación sexual con un poderoso impulso creativo.”
En algún testimonio, Durrell nos dejó esta inquietante sentencia:
“Escribo de la misma manera en que otras personas hacen el amor: como un vicio”.
Las novelas Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960) que forman El cuarteto de Alejandría, son una fiesta de fuegos artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, manejo de personajes y atmósferas, al mismo tiempo que una obra de excelente y propositiva factura formal.
“Como la literatura no nos ofrece unidades, me he vuelto hacia la ciencia, para construir una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad”, explicó Durrell para definir su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra.
Confieso que después de leer en dos ocasiones el Cuarteto, nada se agregó a mi conocimiento de la teoría de la relatividad, que es muy escaso … por no decir nulo. En cambio, mi entusiasmo por la obra de Durrell creció exponencialmente.
Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos acontecimientos. Sólo en Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un periodo más largo que las otras novelas.
La pluma creativa de Durrell hace que cada una resulte diferente, como si fuese una historia distinta la que se cuenta. La voz narrativa de los personajes, cargada de una espectacular riqueza interior, se funde imperceptiblemente con los recursos literarios formales y da al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a una historia nueva con los mismos protagonistas.
En diversos análisis de este cuarteto de novelas se ha señalado la viveza que logra Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla la trama- hasta convertirla en una protagonista más: sitio escurridizo y misterioso que no se deja atrapar.
La relación entre el narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista, parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de la cultura árabe:
“Lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante, y al igual que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa.
Esta naturaleza huidiza proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.
Las relecturas de este conjunto son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón les asiste a los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros: cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que, en conjunto, son una obra aparte.
La primera lectura me sedujo con el trabajo formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro libros diferentes a partir del mismo argumento.
En A través del laberinto negro, la biografía de Durrell publicada por Gordon Bowker en 1966, este escritor nos describe, con una espléndida metáfora, lo que cree fue el secreto del oficio de Lawrence: “Un ataque a puño limpio a la literatura”.
Protagonistas como Melissa, la prostituta griega enamorada de Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine. Clea, enigmática y sabia. Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente. Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria, tienen un encanto irresistible.
Balthazar es mi preferida, por la enorme riqueza del lenguaje con que Durrell dotó a su personaje, lo que es, me queda claro, una afirmación osada. Pero me parece que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más que médico -que tal es su oficio en la historia- es más semejante a los druidas galos, poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los actores con los que convive y que, sin embargo, forman parte irremplazable de su propia vida, emociones que él explica puntualmente:
“La etiología del amor y la locura son idénticas, sólo es cuestión de grado. Porque, al final, parece flotar siempre sobre los personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el amor”.
Espero concluir una sosegada tercera lectura del Cuarteto, como un tributo al ya más que centenario escritor, porque cada lectura es, como decía Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, la historia del lector y no la del escritor, pues ellos ya han hecho su parte y no esperan ser juzgados.