Corrupción neoliberal
Perdido en el Paraíso
El domingo en la mañana fui a Bellas Artes a comprar un boleto con descuento de viejito para el concierto del 35 aniversario de Ramón Vargas. Cuando conducía por Lázaro Cárdenas y recordaba los días felices de la avenida del Niño Perdido, escuché un aullido de mil gargantas que me puso los pelos de punta.
Pensé que otro sismo se avecinaba y por instinto busqué un lugar alejado de cables eléctricos, ventanales y edificios peligrosos. Frené a la mitad de la calle. Los gritos eran de terror, pensé, pero no escuchaba la alerta sísmica. Al escudriñar los alrededores vi algo que me confundió: caras alegres tras los volantes, autos que zigzagueaban juguetonamente, pulgares apuntados al cielo, bocinazos de salutación y no mentadas de madre para quien estaba detenido en el centro de la arteria, fuera del auto, colgado a la puerta abierta y con expresión de espanto.
Otros coches comenzaron a detenerse atrás y delante del mío. Sus ocupantes descendieron y se trenzaron en una danza tribal. No entendía qué pasaba. Un sujeto bajo y fortachón con una Tecate en la mano derecha y una bandera en la izquierda se acercó y me abrazó. “¡Vamos a ganar, compadre! ¡Vamos a ganar!”
Fue cuando caí en cuenta de que estábamos en el Gran Día, la Fecha Anunciada, el Idus de Junio, el Lance Final, y que nuestros Aguiluchos, herederos de los Cadetes de la H. Escuela Naval y del H. Colegio Militar, descendientes de Narciso Mendoza y de Juan José de los Reyes, habían clavado la Enseña Patria en la cerviz de los teutones. Humillado, subí al auto y seguí mi camino a Bellas Artes.
Iba, como he dicho, a comprar un boleto con descuento de viejito para el concierto de aniversario de Ramón Vargas. El domingo no es un buen día para internarse por el centro histórico y menos cuando una competición de alto calibre tiene lugar, pero no tenía más remedio pues las autoridades de Bellas Artes exigen que para tener derecho a la rebaja los viejitos deben acudir en persona, credencial del INSEN a la vista. Con esta sabia medida administrativa se impide que algún veinteañero cibernético se haga pasar por su abuelito y birle al erario fondos para la promoción de las artes.
Llegué a la taquilla después de peregrinar en busca de un estacionamiento y de caminar muchas cuadras. Presenté el documento que acredita mi ancianidad (las arrugas no son prueba administrativa) y pedí un lugar, por favor, señorita, el mejor que sea posible. A la tercer demanda la robusta matrona atrás de la rejilla apartó la vista de su tablet, se removió uno de los auriculares, echó un vistazo a la credencial y señaló al otro lado del pasillo antes de regresar al partido, supongo, porque a esas horas del domingo que yo sepa no hay telenovelas.
Fui al mostrador indicado. Nada, sólo algunos talonarios huérfanos sobre la repisa. Pero como del fondo del cubículo se escuchaba el sonsonete de un locutor y exclamaciones entrecortadas, decidí esperar en el restorán del palacio y regresar después del partido.
Me instalaba para disfrutar la espléndida vista del vestíbulo nacido del ingenio de Adamo Boari cuando el lugar estalló en un bullicio prehistórico. En la mesa de junto tres chicas gritaron a coro, “¡México gaaanóoo! ¡México gaaanóoo!”
Entendí que saldrían de inmediato al Ángel a dar las gracias. La más alta, una llamativa rubia de facciones perfectas, ojos de verdor arrogante y piel de durazno, puso los brazos en jarra y declaró a los presentes, en voz cristalina con apenas una traza de acento, que ella, llegada del norte de Europa, de Letonia, sentía el triunfo como propio. Exclamó: “¡qué regalo tan hermoso para todos los papás mexicanos!”
Confieso que no podía quitarle los ojos de encima. Me pareció estar ante una Dánae de Tiziano. Pero cuando nuestras miradas se encontraron sentí una punzada de hielo y, pecador de mi, la sensualidad que me comenzaba a hormiguear se disolvió mientras de la nada me llegaba el recuerdo de otros letones, Ralf Gerrets y Jaan Viik, lugartenientes de los Einsatzgruppen alemanes condenados a muerte en 1961. Así pues seguí con nostalgia resignada la salida triunfal de las chicas rodeadas de un enjambre empalagoso de jóvenes que aumentaba a ojos vista. Zarpaban a Reforma, al Altar de la Patria, a comulgar con el pan de la victoria.
Regresé a la taquilla y no me sorprendió ver a la robusta matrona tocada por una aura radiante. Me entregó un boleto a precio reducido para viejitos en el mejor lugar disponible, señor, y con un ascenso, señor, porque este un día especial para todos los mexicanos, señor. No supe cómo darle las gracias, pero su sonrisa luminosa me dijo que no era necesario.
En la explanada de palacio y por las calles rumbo al estacionamiento había fiesta. Jóvenes y viejos bailaban con alegría semejante a la que describió Josephus Daniels cuando fue testigo de las celebraciones populares por la expropiación.
Quise sintonizarme con el festejo, pero en ese momento me di cuenta de que vivo perdido en el Paraíso.
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