
Réquiem por Bill Haley, el cometa del rock que se perdió en la noche
Alberto Carbot
La institucionalización del terror
La gentrificación, como pretexto para justificar el vandalismo y la violencia
La justicia administrada con criterio político es algo más corrosivo que la corrupción y más peligroso que la incompetencia. De ahí que un Estado que sanciona a unos y exonera a otros según la afinidad ideológica, deja de ser garante del orden para convertirse en operador de una causa.
Cuando la justicia pierde imparcialidad, deja de ser justicia y en su lugar aparece el cálculo. La ley se interpreta, se matiza, se acomoda. Y entonces ya no sirve para proteger a todos, sino para blindar a unos cuantos.
Este viernes 4 de julio, la Ciudad de México fue escenario de una protesta que degeneró en violencia. Grupos que se oponen a lo que llaman “gentrificación” causaron destrozos en la colonia Juárez, atacaron locales comerciales, pintaron fachadas, intimidaron a vecinos. No fue un estallido espontáneo, sino una acción organizada.
Ante estos agravios y vejaciones, la reacción institucional fue tibia, casi inexistente. La policía se mantuvo al margen. No hubo detenciones ni declaraciones que otorguen certidumbre de que no se volverán a repetir.
El gobierno de la ciudad recurrió a los eufemismos: en un comunicado tibio y alineado con sus intereses disfrazó con términos como “expresiones sociales” y “malestar legítimo” lo que a todas luces fue una expresión de violencia irracional. El sesgo del mensaje no dejó dudas: cuando la causa coincide con su agenda, el desorden y el terrorismo citadino se justifican. Una patente de corso legal para “los compañeros”.
Clara Brugada y su jefa superior deben entender que esa lógica es profundamente peligrosa.
Un ciudadano común que rompe un vidrio y agrede o hiere a alguien, normalmente —en una sociedad regida por la ley, no por consignas y preferencias ideológicas, como la que vivimos—, enfrentaría graves consecuencias. Pero en nuestro país, si lo hace en nombre de una consigna «políticamente correcta», se le justifica, se le comprende y se le absuelve de antemano.
A la 4T se le olvida que la ley no puede aplicarse según el color del pañuelo o el volumen de la consigna. Porque cuando el Estado se acomoda a esa lógica, se erosiona la confianza pública y la gente deja de creer en la equidad del sistema, y eso es lo más difícil de recuperar.
Los ciudadanos no exigimos perfección, pero sí reglas claras, porque no hay nada más desmoralizante y repulsivo que ver cómo se castiga al que cumple y se premia al que vocifera, agrede y aterroriza, si este lo hace en nombre de una causa “aceptable y justa”.
Y la impunidad sobre los hechos del viernes pasado es una señal de ello. La impunidad, la licencia para delinquir, la permisividad institucional, el encubrimiento y la complicidad oficial no debe ser el distintivo de un gobierno que en teoría debiera ser parejo para todos los mexicanos, no sólo para los irracionales aplaudidores a ultranza que integran el llamado “pueblo”, un vocablo maniqueo al que a los políticos del actual gobierno les gusta recurrir en sus arengas públicas.
La inacción o la exención de castigos —como ya lo determinaron—, no sólo permite que algo similar vuelva a suceder, sino que invita a que otros lo imiten. Y cuando la autoridad calla o justifica, se convierte en cómplice; en vez de contener la violencia, la institucionaliza.
Un gobierno que tolera el terrorismo callejero pierde autoridad moral
La protesta, como derecho, es legítima. Pero el vandalismo no lo es. Romper escaparates, intimidar comerciantes o destruir propiedad pública no es disenso, es agresión. Y un gobierno que lo tolera, pierde autoridad moral.
La paradoja es inquietante: en nombre de la “justicia social”, hoy se pisotea el Estado de derecho; se relativiza la ley, se invoca el contexto, se diluye la responsabilidad. Pero el resultado es siempre el mismo: más impunidad, más cinismo y más desorden.
Quien destruye con impunidad, mañana no dialoga: impone. Y quien justifica esa violencia hoy, mañana será rehén de ella. La violencia política no tiene dueño, pero siempre cobra facturas.
Lo grave no es sólo el episodio puntual. Lo grave es que no fue el primero ni será el último. Ya se ha normalizado la respuesta ambigua del gobierno, el doble estándar, la tolerancia selectiva. La justicia se ha vuelto también narrativa.
Y en esa narrativa, quien está del lado “correcto” y forma parte de las huestes “amigas”, de los grupúsculos dóciles que sólo acatan órdenes, tiene licencia para romper, para gritar, para empujar al límite, para agredir y aterrorizar. Mientras que quien no comulga, aunque respete la ley, es vigilado, cuestionado y señalado.
Más aún: ahora —con la aprobación del paquete de reformas conocido como ley espía, que faculta al gobierno a acceder sin orden judicial a datos personales, biométricos, bancarios, fiscales y de geolocalización—, el panorama será más opaco, más asfixiante, más hostil para quien no se alinea. Porque ya no bastará con obedecer la ley: también habrá que pensar “correctamente” y actuar en consecuencia. Si los “buenos” te agreden y vejan, lo mejor será quedarse callado, no reclamar y menos responder de la misma forma. Todo bajo el amparo de una retórica de seguridad, pero con un riesgo real: convertir al ciudadano que reclama sus mínimas garantía de convivencia y desarrollo, en sujeto permanente de sospecha.
La inversión de valores es total. El ciudadano que trabaja, paga impuestos y cumple las normas es invisible, mientras que el agitador, el encapuchado, el provocador, es objeto de la comprensión y hasta de la simpatía oficial y de una carta blanca, de un cheque en blanco judicial, para seguir haciendo de las suyas.
Eso desestructura cualquier idea de comunidad, porque la ley deja de ser el piso común. Y cuando no hay piso, todo se vuelve disputa, campo de fuerza y choque de bloques. La autoridad ya no organiza y menos actúa en consecuencia porque ella misma administra el caos.
Una sociedad que permite que las leyes se apliquen con criterio ideológico abre la puerta al deterioro institucional. Y cuando eso ocurre, ya no hay Estado, sólo una facción con presupuesto.
El caso del vandalismo y las agresiones en la colonia Juárez, por parte de los manifestantes auspiciados por Morena, debe ser un punto para reflexionar seriamente en este punto crítico. No puede seguirse premiando el desorden, ni puede el gobierno capitalino seguir respondiendo con discursos tibios y gestos complacientes. La protesta debe canalizarse por vías legales, con responsabilidad cívica, actuar para proteger a la población que no es morenista o convenenciera, y si hay delitos, deben sancionarse.
Señora Clara Brugada, señora presidenta Claudia Sheinbaum: que se entienda que ley no es un marco opcional, sino el único contrato real entre ciudadanos e instituciones. Y si la autoridad desea conservar algo de legitimidad, debe demostrar que su lealtad no está con el activismo partidista ni con quienes aplauden desatinos o mentiras políticas flagrantes, sino con la ciudadanía entera. Los compromisos del poder no deben ser con causas específicas, sino con los principios que garantizan la convivencia democrática.
Y la verdad, ante hechos —como el del pasado viernes en la capital o los desatinos y la violencia generalizada por la acción del crimen organizado que se ha adueñado de medio país y que lo tienen en jaque—, el Estado tiene que elegir: o respeta la ley o renuncia a ella.
No se puede seguir navegando entre el cálculo político y la justicia a conveniencia, porque cuando eso ocurre —y no es un secreto de que ya estamos a punto de ello, del avasallamiento delincuencial—, ya no se vive en una república, sino en un territorio donde manda quien más grita, se impone quien más presiona o agrede, avanza quien más genera violencia gracias al poder de las armas, y reina la impunidad cuando el agresor es aliado de quien gobierna en el país.