Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Quizá aún no lo vean claramente pero, para la oposición, cada derrota es la simiente de su lucha y de su inminente o remoto triunfo. La concreción de la reforma electoral (o al menos de la redefinición de algunos márgenes institucionales electorales) comandada por el presidente de la República, votada por la mayoría de los representantes constitucionales del pueblo mexicano y en vías de ser validada por lo que queda de un aparato judicial más ideologizado que eficaz, puede ser también un momento fundacional para la configuración de un movimiento político alterno, opuesto y adverso al régimen en turno.
No quiero decir que dicho ‘momentum’ se convierta automáticamente en una fuerza opositora con victoria asegurada; de hecho, conociendo la corta estatura moral de buena parte de la clase política que llegó a usufructuar los privilegios de regímenes anteriores, es poco probable que se sacudan sus anhelos de privilegio y honores para internarse concienzudamente en todas las capas sociales para encabezar una lucha legítima. Pero la oportunidad está allí, como lo estuvo a finales de los años ochenta del siglo pasado: la batalla por la democratización de las instituciones y por la participación objetiva, transversal y responsable de la sociedad mexicana en las políticas públicas y el rumbo del país.
La teoría política afirma que la tendencia natural del poder es acumulativa; así, quien detenta el poder lo hará hasta los márgenes del dominio que se le permita. Durante los últimos cuarenta años, el dominio que se ejerció cíclicamente desde el poder fue esencialmente económico y un clasismo político que favoreció a una casta política de abolengo. Los triunfos del poder contra la oposición reafirmaron los lujos y las prerrogativas de las élites políticas y económicas; y, al mismo tiempo, fueron los cimientos de una oposición que supo luchar contra la opresión y encontrar en todas las bases sociales el apoyo que necesitó para llevar a cabo un cambio de mando radical en la cumbre del poder.
La antigua oposición comprendió que la tendencia de la gente a luchar contra la opresión no es irreflexiva ni instantánea; así que, no sólo identificó los abusos desde el poder contra el pueblo sino que se abajó hasta la más humilde de las conciencias sociales y, padeciendo junto al pueblo de todos los abusos y opresiones instrumentados desde la alcurnia gobernante construyó los significados de su lucha.
Pero, como ya dije, el triunfo no es automático. Desde el poder, con todos los medios a su alcance y todas sus perniciosas alianzas, las antiguas fuerzas operaron formal, sistemática y hasta ilícitamente contra la oposición. Pocos recuerdan que aquella oposición, en un punto de su existencia, no sólo no contó con ningún medio para desarrollar su propuesta política; por el contrario, tuvo todo un aparato político, mediático, económico, jurídico e institucional en su contra. Fue allí que entendió que debía desarrollar no sólo un discurso político reaccionario al régimen o una imagen atractiva para el electorado, tuvo que gestar un verdadero relato mítico de la razón de su existencia; no un eslógan, sino un sentido; no una promesa, sino una esperanza. Es decir: la construcción política del sujeto de la rebelión.
Volvamos al 2022, el ‘estar en contra’ por ‘estar en contra’ de la administración de López Obrador no sólo es tautológico, es puro ocio político que no genera ni cohesión ni coherencia al sentido del antagonismo político que necesitan los equilibrios del poder. Y, sin ese sentido, es imposible la existencia misma de una identidad política que sea entendida como ‘oposición’ y en cuyos márgenes quepan muchas heterogeneidades sociales que convergen en un sentido de unidad: la búsqueda de algo distinto.
Idealmente, una verdadera oposición política representa una lucha legítima y una cohesión mítica trascendente. Eso lo comprende el presidente López Obrador mucho mejor que todos los alarmistas de ocasión que afirman que ‘la democracia está en peligro’ mientras desprecian permanentemente al pueblo que constituye la esencia democrática. Es claro que la democracia no está en las instituciones, como afirman algunos, sino en la sociedad -el pueblo- que le otorga sentido no sólo a los medios de organización democrática sino al significado mismo de la representación, la participación y la vida democrática.
Resulta inverosímil, por tanto, que algunos sectores que creen ser oposición detesten y desprecien orgánicamente al pueblo. El pueblo, apunta Jaques Rancière, no es una masa brutal e ignorante, es el auténtico protagonista de la política. Sólo a través de él se encuentra el camino hacia la unidad de las voluntades colectivas.
Lo dicho, tras el Plan B de la reforma electoral en México existe la oportunidad de construir la narrativa mítica de un pueblo en la redefinición de su sentido democrático… y por ahí hay unos despistados contando chiles.
*Director VCNoticias.com