El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
La dolorosa tragedia de Tlahuelilpan ha marcado la vida nacional en la medida en que un evento pone en entredicho los valores de una sociedad, el papel del Estado, la empatía, la aversión social y las motivaciones intimas que hacen que una persona camine hacia la muerte en aras de unos litros de gasolina. Marca también, en consecuencia, el inicio y los augurios del presente sexenio.
La concepción sociopolítica, muy en boga durante la campaña electoral y luego empleada como punto de partida para la construcción de la política pública en curso, según la cual «el pueblo es bueno y sabio» ha sido cuestionada en su argumento central: la naturaleza bondadosa y sabia de las personas. La idea pues ha sido demolida por los dolorosos hechos y por enésima vez en los últimos siglos el debate retorna al punto de las condiciones histórico sociales como factor que construye al ser humano. Que «el hombre es y sus circunstancias» -Ortega y Gasset- permite incluso una comprensión más adecuada de las conductas complejas que adopta un grupo social determinado.
El riesgo de adoptar «categorías» maniqueas, que deifican un hecho, para con ellas interpretar la realidad social, que siempre tendrá infinidad de aristas, ya generó una ruptura entre millones de seguidores del partido gobernante y también en el resto de los mexicanos. Mientras las implicaciones de la «categoría», o más bien del estereotipo, no fueron más allá del romanticismo que daba alas para mistificar al pueblo, todo fue «unidad» en el pueblo. El problema vino después y Tlahuelilpan fue un balde de agua fría o un centenar de cadáveres sobre los creyentes de este estereotipo. Al no haber otra concepción oficial disponible para comprender lo que ocurrió en Tlahuelilpan muchos de los «buenos» que creían en el «pueblo bueno» tronaron contra la herejía de los pobladores: ¡el pueblo bueno y sabio no roba gasolina! ¿Cómo explicar esto? La realidad los golpeó. Fue la caída moral de los buenos.
Sin embargo, no era la primera vez que un grupo de pobladores escenificaba actos de robo o de rapiña. En los últimos años esto ha venido ocurriendo con cierta frecuencia en Puebla, Estado de México e Hidalgo. También ha sido recurrente la rapiña contra el autotransporte de bienes que suelen accidentarse en las carreteras y el saqueo de trenes o el hurto masivo de plazas comerciales. Pero es la primera vez que el evento tiene un desenlace trágico de magnitudes apocalípticas. Evento que coloca a la población en una condición de estrés porque chocan en su cabeza dos visiones, la primera que el pueblo es «bueno y sabio», concepción impulsada doctrinalmente desde el gobierno, y la segunda que los hechos son claramente ilegales, proveniente de la cultura por la legalidad que la flaca democracia mexicana ha impulsado en la historia reciente.
No hacer el esfuerzo por comprender las circunstancias sociales que generan hechos como el de Tlahuelilpan limita el alcance de las políticas públicas que deben ponerse en marcha para atender las causas del problema. Otorgar dinero a los pobladores que viven en las zonas críticas de huachicoleo, pensando en que sólo es un problema de dinero es un error. Eso no garantiza que quienes se dedican e ello dejen de hacerlo, es más pueden sentirse estimulados para seguirlo haciendo, creerán que los están premiando, asumirán que el indulto implícito es un certificado de impunidad.
Hasta ahora no se ha hablado de la motivación íntima para saquear, esa que no ocurriría si los valores que conforman la cultura de la legalidad estuvieran presentes en cada ciudadano. La crisis más desastrosa que vivimos los mexicanos tiene que ver con esa ausencia. Lo que ocurrió en Tlahuelilpan debe verse como riesgo potencial para cualquier lugar de la república y eso no se arregla con dinero, implica educación en todos los ámbitos de la convivencia social. No es que los ductos pasen por ahí y alguien los pinche, pueden pasar por cualquier lugar del país, el problema está en que los mexicanos solemos despreciar el Estado de Derecho. Incluso la doctrina del «pueblo bueno y sabio» contribuye a esa cultura negativa. ¿Quiere decir que si el pueblo roba, debe ser disculpado en automático porque su bondad y sabiduría están por encima de la comprensión y atribución de la ley?
El pueblo no es ni bueno ni sabio, el pueblo es y sus circunstancias, el pueblo es y sus condiciones históricas, económicas, sociales, culturales, políticas y espirituales. El gobierno no debe mistificarlo, tiene que ser realista y asumir la comprensión de su complejidad y derivado de ello debe generar políticas públicas responsables y eficientes. El problema no es gastar millones en cuidar los ductos para que no sean robados, el problema es invertir en mejor educación para que nadie tenga por decoroso robarlos. Lo demás, es solo retórica.