El agua, un derecho del pueblo
La esperanza, esa condición tan cara para una sociedad agobiada por los malos gobiernos, parece ser para los mexicanos, como esas estrellas que brillan en el cielo, se pueden ver pero no están al alcance de la mano. Sin embargo, nunca estuvo tan cerca en sus realizaciones como el 1 de julio del 2018. Resolver los problemas que habían venido agobiando a los mexicanos desde hace decenios se veía y se sentía con la abrumadora votación de los electores que concurrieron a las urnas.
La agenda de la esperanza era, y aún lo es, el fin de la corrupción, la recuperación de la seguridad pública, la justicia y la prevalencia del estado de derecho, el empleo y el ataque a la pobreza, la salud para todos, la transparencia, el fortalecimiento de la democracia, la prevalencia de los derechos humanos, la protección del medio ambiente, el mayor apoyo a la ciencia, la educación y la cultura, el fortalecimiento de las instituciones de la república, el desmantelamiento del autoritarismo, el abandono de la frivolidad en el estilo de gobernar, la dignificación de la función pública.
La esperanza social focalizó entonces su desahogo en una persona, antes que en un movimiento, un partido o una ideología. Supo llegar, con talento siempre reconocido, a las emociones de las mayorías las que siempre escucharon el discurso que deseaban, aunque fuera contradictorio. La esperanza transmutó en fe, una fe que no quiso ni quiere aún ver realidades y razones que no se alinean con la mezcla que conforma el discurso que fue votado.
A un año de aquella elección la celebración que habrá de realizarse tiene como motor la fe. Es la celebración de la fe en un líder. Y eso desde luego vale mucho para efectos del soporte político inmediato. Gracias a la fe se puede pasar por alto, que no obstante la oferta original de que la mayor parte de la agenda de la esperanza referida estaría resuelta en los primeros días de gobierno, no se esté cumpliendo o de plano se esté posponiendo de manera indefinida; gracias a la fe se puede aceptar que en lugar de la desmilitarización de la estrategia contra la delincuencia se haga con énfasis lo contrario; gracias a la fe se puede aceptar y aplaudir que se recorte el presupuesto para ciencia, educación y cultura; gracias a la fe se puede justificar el ataque y desmantelamiento sistemático a los órganos autónomos de gobierno; gracias a la fe se puede aceptar la decisión de pasar por encima de los principios por los cuales se debe proteger el medio ambiente; gracias a la fe se puede ir contra los derechos humanos; gracias a la fe se puede asumir un estilo de gobierno autoritario, con tintes monárquicos; gracias a la fe se puede aceptar que el Estado Laico sea convertido en añicos; gracias a la fe se aplaudía la política de brazos abiertos a la migración y ahora se aplaude la criminalización de los que cruzan la frontera sur. Los argumentos para hacerlo pueden ser cualquiera, la fe lo es todo. Sin embargo, la distopía que con esmero se está construyendo pronto nos pasará la factura.
Realmente no estamos asistiendo a un cambio paradigmático. Quienes en su tiempo cuestionamos con severidad los excesos del echeverrismo, su ideologización de la política y el estatismo ineficaz; o en el portillismo la irresponsabilidad económica y la frivolidad que terminó hundiendo a los asalariados y al campesinado, no podemos más que reconocer que esas viejas páginas parecen reeditarse.
El fin del neoliberalismo tampoco debe darse por sentado, como acto de fe. La misma convicción con la que los gobierno de De la Madrid, de Gortari, Zedillo y posteriores defendieron la prioridad de la «estabilidad macroeconómica», aunque la población (lo micro) se hundiera en la pobreza, sigue su curso en los días que corren. Se celebra el comportamiento macro y se ignora la caída del empleo y los niveles de consumo y bienestar.
Palabras más, palabras menos, los argumentos que empleaba el régimen de Miguel de la Madrid para recortar agresivamente empleos en la burocracia y borraba programas -la corrupción, la ineficacia, gasto innecesario, «la revolución moral de la sociedad»-, son los mismos que utiliza hoy el gobierno federal: el ataque a la corrupción, barriles sin fondo, gasto innecesario, inmoralidad de servidores públicos, para desmantelar un buen número de instituciones y programas.
Durante décadas se cuestionó al priismo y su ventajosa visión antidemocrática de justificar su condición de partido de Estado. Actualmente muchos parecen ignorar que el partido gobernante organizaba las elecciones y ellos mismos calificaban los resultados. Esta inequidad deleznable fue el motor para democratizar la vida política nacional y enterrar la idea de partido de Estado, estableciendo un organismo autónomo que regulara los procesos electorales y garantizara los principios de la democracia. Sólo con mucha fe o negando la historia se puede aceptar ahora que la esperanza del cambio termine reivindicado el viejo autoritarismo priista e impulse el desmantelamiento de los órganos electorales.
Hay una traba que poseen los protagonistas del cambio que fueron llevados al gobierno por la esperanza del 1 de julio, se llama cultura política. La gran mayoría provienen de las viejas élites que han gobernado a nuestro país. No hay una nueva cultura política, ni las malas costumbres del priismo son sus enemigos, como algunos lo quieren ver. El problema está en ellos, ellos son portadores de una vieja cultura que se fue constituyendo desde los albores del partido casi único de Estado, siempre la practicaron. Ostentar un nuevo logo y color no los hace diferentes, son los mismos de antes con una vestidura que la moda actual aplaude. Se suele hablar de que el priismo coloniza con su cultura a los partidos o movimientos que surgen en el país. No es exacto, las cuestionadas prácticas no vienen de fuera, forman parte de la cultura de quienes los forman.
Los traspiés que estamos viendo del actual gobierno provienen de esta condición. Por eso el cambio no está ocurriendo, lo que se ve es más bien el cambio del gatopardismo, cambiar para que todo siga igual. Al paso de los meses esto habrá de quedar claro para muchos. Por ahora la celebración, en su inercia aspiracional, se estará haciendo como acto de fe. Y esto, le da al gobierno de la república una plataforma muy nutritiva para seguir empujando su gobierno. Tal vez si rectificara y basara su gobierno en mejores razones, en diagnósticos serios, en el saber especializado y en un profundo respeto a los valores de la democracia, la fe podría convertirse en convencimiento argumentado.