Iglesia, factor de estabilidad social
La Iglesia Católica traicionó o deformó el cristianismo cuando la hicieron un Estado administrado por hombres -o mucho antes, cuando Constantino hizo de Dios un doble del emperador-; en cuanto los prelados cedieron a la tentación de los poderes terrenales y prefirieron modificar la esencia de la fe, antes que disminuir su poder y su fortuna. Combinan política con evangelización, riqueza con catequesis.
Jesús, el hijo de María, el hombre-Dios, estuvo lejos de predicar el celibato e imponerlo como norma o práctica. Lo concibieron los administradores de la Iglesia como instrumento coercitivo para preservar el poder económico, pues temieron que los hijos de sacerdotes, prelados, cardenales y pontífices cedieran a la tentación de reclamar como suya una riqueza perteneciente a la institución, nunca a la religión. Nada que ver con la humildad y la pobreza.
Todo argumento teológico o canónico para mantener el celibato es falaz y, además, favorece la pederastia, pues es en los claustros donde los débiles pueden esconderse del nefando pecado contra natura y contra Dios. Quizá la afición por los castrati era algo más que la imitación de la voz de los ángeles.
Jesús tampoco disminuyo la importancia de las mujeres. Su trascendencia en la vida de este mundo y en la fe, va implícita en la imagen de María virgen y madre, está presente en los cuatro evangelios. Las consecuencias de preterir a las mujeres son graves y diversas, van más allá de los entierros clandestinos en los conventos. Deben, ya, oficiar el rito.
La prédica de Jesús es el fundamento de la teología de la liberación, entendida ésta como el equivalente de la presencia de Cristo en sustitución de la imagen que los judíos habían cultivado del Mesías, hoy carente de importancia si hacemos cuenta del verdadero poder terrenal de Israel sobre la comunidad internacional.
Cristo no es el soldado universal, es la opción por los pobres, pero Juan Pablo II parece haberlo olvidado cuando, decidido a acabar con el comunismo, estableció alianzas políticas ajenas a su ministerio, y favoreció el capitalismo más feroz y salvaje manifestado en la globalización. Las consecuencias son devastadoras, incluso contra la fe y la catequesis.
Los anteriores son algunos de los problemas que debiera intentar resolver Francisco, pontífice y obispo de Roma. Es un regreso al origen, es retomar la opción por los pobres, es recurrir a la prédica de Cristo, es restablecerse al hombre y la mujer la consigna de que ya no son dos sino una sola carne, como un primer paso para combatir la pederastia, el aborto y el afán de atesorar bienes terrenales.
Hay posibilidades de que proceda, si consideramos que la forma es el fondo: hizo su primera aparición con una cruz pectoral ajena a la manifestación de riqueza y poder de sus antecesores.
Escribe Simone Weil en Carta a un religioso: “Parece como si con el tiempo se hubiera ido viendo no ya a Jesús, sino a la Iglesia como Dios encarnado en este mundo. La metáfora del cuerpo místico sirve de puente entre las dos concepciones. Pero hay una pequeña diferencia: Cristo era perfecto, mientras que la Iglesia está manchada por cantidad de crímenes”.
Francisco, pontífice y obispo de Roma, puede iniciar la transformación de la Iglesia.
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