LA COSTUMBRE DEL PODER: Parroquias y cruceros

20 de julio de 2012
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Gregorio Ortega

Supongo que son dos las más cercanas a los “prole”, a la esencia misma de lo que es la identidad nacional: el policía de crucero, que puede o no estar dispuesto a impedir un abuso, a salvar una vida, dependiendo de su estado de ánimo y de cómo lo hayan tratado sus jefes y sus familiares antes de salir a trabajar.

Los otros, los que se asumen como impolutos y absolutamente fiables, más que los notarios públicos, más que los jefes de Estado y gobernantes de toda laya, más que los representantes sociales: los sacerdotes, los pastores y los rabinos. En el caso de esta aterida nación, son los primeros.

Parroquias y cruceros cumplen más o menos idénticas funciones: preservar un orden. También son codiciadas por idénticas razones. Así como hay cruceros que dejan para cumplir la cuota y además llevar p’al chivo, hay parroquias que permiten satisfacer la norma eclesial y la ley de Dios, pero además hacen que los párrocos, los vicarios y los curas de a pie, lo pasen mejor que en otras y, al menos, coman a su hambre y más.

Hay cruceros que son respetados por los hampones más curtidos. Saben que en ellos la autoridad se hace presente para aplicar la ley, y se nota porque esos espacios sociales están más limpios que otros. El orden y la pulcritud tienen mucho que ver con el respeto a la ley.

Lo mismo ocurre con los templos donde tienen su asiento las parroquias. El estado físico en que se encuentra la casa de Dios dice mucho del comportamiento espiritual y humano de sus administradores. Si se abandonan pulcritud y orden, se deja de lado la observancia de la ley divina. Descuidar el aspecto del templo, es dejar de lado la catequesis.

Lo anterior viene a cuento por lo que ocurre en la Parroquia de la Purísima Concepción, ubicada en Tlacopac 37, San Ángel. Por muchos años el cuidado estético e histórico de ese templo y atrio estuvo a cargo de la munificencia de Manuel Espinosa Iglesias, pero una vez fallecido, sólo depende de sus párrocos, vencidos por la incuria.

Pues bien, monseñor Salvador Martínez Ávila, de oficio párroco, y Luis Manuel Romero Razo, de oficio vicario, debieron padecer los reclamos de su comunidad de fieles para iniciar reparaciones y pintura de un templo registrado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia como monumento histórico, en cuyo atrio estuvieron enterrados algunos soldados del irlandés Batallón de San Patricio, que acudieron a México para luchar contra los invasores de Estados Unidos en 1847. Es tal la dejadez de esos funcionarios eclesiales, que el monumento que reconoce dicha acción está mutilado, y nadie lo repara.

Pero contentos están párroco y vicario, porque tienen casa donde descansar, muy buena, y además administran los recursos provenientes de una venta de nichos, mismos que debieron servir para preservar el templo, sin que la comunidad hiciera el reclamo, y de las aportaciones de una comunidad más que acomodada.

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