LA COSTUMBRE DEL PODER: Política y realidad

14 de septiembre de 2012
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Gregorio Ortega

Si damos por válida la observación del personaje de Haruki Murakimi -ajena al lugar común: al nacer se inicia el camino a la muerte- y, efectivamente, la descomposición comienza antes de la fecha de defunción, reflexionar acerca de la decadencia, agonía y muerte del Imperio Austro-Húngaro, permitirá deducir lo que ocurre en México.

Cinco lustros antes de que Gavrilo Princip asesinara en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, al archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía, la decadencia, pudrición e irremediable disolución del Imperio se inició en la casa de Mayerling, cuando el heredero al trono, Rodolfo de Habsburgo y María Vetsera se suicidaron durante la noche del 29 al 30 de enero de 1889. Tomaron la decisión por razones personales y políticas, por ambición, por permitir que los envolvieran en un complot, y al dejarse arrastrar por las debilidades humanas de Isabel de Baviera.

Hoy, todo mexicano sensato estará de acuerdo en que el proyecto ideológico, programático y político de la Revolución, que hizo de esta nación y de sus habitantes lo que son, está muerto y enterrado. Su decadencia y agonía no se inició cuando la adopción del consenso de Washington acotó e impuso condiciones a los gobiernos, sino cuando una buena parte de la sociedad requirió que se ensancharan los espacios políticos y los exigió durante 1968. Otros sostienen que cuando Álvaro Obregón se reeligió.

Se manifestó más claramente con los crímenes políticos de 1994, al irrumpir en la consciencia nacional el Ejército Zapatista de Liberación Nacional; con la alternancia en la Presidencia de la República -que nada resolvió, porque no conceptuó la transición, mucho menos la inició-, pero sobre todo con la inocultable intromisión de Estados Unidos en asuntos internos mexicanos, para supervisar que incluso contra los requerimientos constitucionales, ideológicos, políticos y sociales, los gobernantes garanticen la inserción y permanencia de México en la globalización.

Cerrar los ojos a la transformación del país y sus habitantes, no querer ver que las instituciones que le dieron vida y orden durante el siglo XX son insuficientes, porque la realidad nacional es distinta, como diferente es la manera en que los mexicanos perciben su entorno nacional e internacional, y están mejor capacitados para exigir, los que pueden hacerlo, o tienen más hambre para irse al monte o a la delincuencia organizada, los que tienen prisa por vivir, sólo será alargar la agonía y profundizar la crisis para favorecer mayor violencia.

AMLO, Elba Esther, Víctor Flores -el ferrocarrilero de Rolex-, los Pancho Villas, Guillermina Rico, la hambruna permanente -con visos de eternidad- de los tarahumaras, no son accidentes, son manifestaciones radicales de lo podrido que están esas instituciones que facilitan la existencia de hechos y personas que gritan a los cuatro vientos que la corrupción y la impunidad debe extirparse, antes del incendio.

El actual presidente debe recordar la frase de Stefan Zweig: “Pero una sociedad es siempre más cruel con quienes la traicionan y revelan sus secretos, cuando por hipocresía se comete un sacrilegio contra la naturaleza”.

QMex/gom

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