Para Contar
¿Pueden establecerse diferencias entre las terribles consecuencias padecidas por víctimas y familiares debidas a un secuestro de índole política, y otro motivado exclusivamente por la codicia, por el deseo de hacerse con poder sobre la vida del secuestrado, y con el dinero del rescate?
Discuten la sociedad y los analistas de seguridad nacional sobre las actividades profesionales e identidades de un grupo de secuestradores de dos menores de edad, secuestrados y liberados en Oaxaca. Las ramificaciones políticas parecen ser comprobables y sólidas, a diferencia de lo que solían hacer Daniel Arizmendi López, “El mocha orejas”, y Nicolás Andrés Caletri López.
Por más consideraciones éticas e ideológicas, considero imposible establecer diferencias en procedimientos y resultados entre los secuestros políticos y los otros, pues con ambos lo que se busca es imponer miedo, obtener poder y recursos económicos, en un caso para armar a los movimientos “subversivos”, en el otro para dilapidar la riqueza o, a su vez, convertirse en secuestrables, como ocurrió con un hijo de Daniel Arizmendi.
La víctima, en ambos casos, pasa por los procesos de negación y reconciliación, del descreimiento a raja tabla, a la fe sin concesiones. Siempre que me involucro en estas reflexiones, lo primero que recuerdo son las manos de Gabriela Ulloa Conde, el rostro de Eduardo Gallo, el desconcierto de María Esther Zuno, el encono de los deudos de Eugenio Garza Sada, quien falleció por error, pues la intención era secuestrarlo.
La mirada y el cambio de modos en Diego Fernández de Cevallos muestran de qué fue en sus días de encierro.
La otra vertiente padecida por la víctima es el vacío durante el tiempo que dura el secuestro, ya sea que el desenlace sea la muerte o la resurrección, idéntica a la que refiere el padre cuando regresa el hijo pródigo de la parábola cristiana. Es el reencuentro, que puede transformarse en misantropía, como la sobrelleva Alfredo Harp Helú, o hundirse en la depresión apenas soportada gracias al alcoholismo o alguna otra dependencia.
El secuestrado que regresa al mundo de los vivos, lo hace poseedor de una máscara que llevará sobrepuesta hasta el fin de sus días, pues debajo de ella está el rostro, están los ojos que vieron, está la consciencia que registró todo ese sufrimiento y toda esa reflexión en torno a los valores y a las querencias familiares. Se verá imposibilitado de mostrarse como antes de ser privado de la libertad.
María Zambrano lo aclara: “La historia trágica se mueve a través de personajes que son máscaras, que han de aceptar la máscara para actuar en ella como hacían los actores en la tragedia poética. El espectáculo del mundo en estos últimos tiempos deja ver, por la sola visión de máscaras que no necesitan ser nombradas, la textura extremadamente trágica de nuestra época. Estamos, sin duda, en el dintel, límite más allá del cual la tragedia no puede mantenerse. La historia ha de dejar de ser representación, figuración hecha por máscaras, para ir entrando en una fase humana, en la fase de la historia hecha tan sólo por necesidad, sin ídolo y sin víctima, según el ritmo de la respiración”.
Fue José López Portillo quien aclaró a la sociedad lo que es el espejo negro de Tezcatlipoca.
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