Escenario político
No debería haber ninguna objeción para que una institución política decida su ruta representativa utilizando los métodos establecidos en el estado de derecho y que reivindican los principios de la democracia. Si esto no ocurre o es porque no se tiene compromiso congruente con tales principios o porque se tiene el temor fundado de que sus actores son impulsivos al punto de la ruptura.
El ejercicio de la democracia en los partidos políticos mexicanos ha ido acompañada de una recurrente tensión entre los medios democráticos y la imposición. Se han obligado a negociar para lograr acuerdos y establecer representaciones legales en los límites tolerados; se han salvado de escisiones manipulando los métodos para ajustarse a la formalidad. La escasa cultura democrática, apenas con pocos decenios en el país, no ha generado una tradición sólida, que dentro del juego de las reglas acordadas, los participantes sepan perder y ganar. Y esto sigue ocurriendo en las luchas internas y entre partidos más allá de programas.
La sobrevivencia ancestral del caudillismo y mesianismo, que cobraba vida en personajes fincados en actos militares y luego se transfirió a la figura presidencial, centro de la unidad política y de las decisiones institucionales, no ha abandonado la práctica de las clase política mexicana. La cultura en esta materia aún oscila entre autoritarismo presidencial autocrático y democracia efectiva, aunque los actos autoritarios traten de justificarse como actos democráticos.
Hace dos décadas las aspiraciones por un régimen democrático, así, sin más, eran claras. Se pretendía la alternancia en todos los ámbitos de gobierno, pero sobre todo en la presidencia de la república; se buscaban normas de derecho, que sustentadas en una perspectiva social de la justicia, lograran la mejoría de las condiciones de vida de todos los mexicanos; se aspiraba a una república en donde la participación efectiva de la ciudadanía, en todos los asuntos, fuera crítica y en su caso colaboradora de las políticas públicas; había una urgencia para que los tres poderes de la unión de manera efectiva, en su independencia, equilibrarán el ejercicio del poder. Sin embargo, la ineficacia, el desparpajo y sobre todo la corrupción, desacreditaron a la clase política, y también se llevaron entre los pies los medios democráticos que se venían construyendo.
Haber metido en un mismo costal a tal clase política y los medios de la democracia ha sido un error. Seguir promoviendo, como se hace ahora desde el poder, el descrédito de instituciones resultado de ese proceso y cuestionando los medios de la democracia, sólo alienta la vena autoritaria que históricamente ha subyacido en la conciencia de muchos mexicanos. Si los gobiernos electos por los medios democráticos no funcionaron y fueron corruptos entonces la democracia no sirve, es el silogismo que se impone de manera subrepticia pero con eficacia comunicativa.
No es casual que estemos ante la actuación de una presidencia cuasi monárquica, que subordina por completo al poder legislativo, más allá de la mayoría legislativa que tiene; que maniobra, más allá de la gravedad de los actos de algún miembro del poder judicial, para imponer también su mayoría; que literalmente deja sin agenda a su propio gabinete y genera un sistema concentrador del poder que envidiaría el priismo clásico.
Por eso es perfectamente congruente, dentro de esa cultura que se niega a morir y que hoy ha renacido, saber que para efectos de la elección interna del partido en el poder, se hagan sin pena alguna, propuestas tales para elegir su dirigencia nacional, como lanzar un volado o darle vuelta a la tómbola. Con tal desfiguro la democracia queda hecha una papilla y de igual manera los principios de derecho establecidos en la constitución y en la ley que regula a los partidos políticos. Cómo si la historia política de las última décadas no existiera.
Pero ello también es reflejo de algo inocultable, la debilidad congénita que este instituto político tiene, producto de una integración híbrida, y que sus líderes reconocen y temen pueda quebrarse si se someten a los mecanismos democráticos. Al final de cuentas quienes integran Morena no son personajes nuevos, la inmensa mayoría provienen de las fracturas de la misma clase política que llevó, -y está llevando- al país a donde está. Después de todo, nada ha cambiado, la única novedad es que la cultura que se pensaba en decadencia y en retirada ha resucitado, pero en tiempos en donde esos valores ya no resuelven nada. Reconstruir el proyecto de un nuevo partido hegemónico con oposición débil y una base clientelar vigorosa con costo al presupuesto público, es una aspiración que habría envidiado López Portillo y que habría aplaudido Plutarco Elías Calles. El partido gobernante tiene frente a sí el reto, que de superarlo, le puede abrir la puerta o para su consolidación transexenal o para su declive. Y en ello, dado su origen, la figura presidencial será decisiva. Será, más que cosa del partido, asunto de uno.
En fin, los mexicanos tendremos que llegar al punto en que, para bien, hagamos la separación entre la clase política que funciona mal y los medios de la democracia. El autoritarismo no será, como no lo está siendo, la solución a los graves problemas de la nación que continúan creciendo. La democracia, sigue siendo el mejor camino, a pesar de los límites reconocidos. Los volados y la tómbola van bien para la feria pero no para sustituir a la democracia. Son la claudicación ante el voluntarismo ingenuo, la impotencia y alimento para prácticas autoritarias.