
Desde el Cuarto de Guerra
La noticia de la muerte del papa Francisco, ocurrida este 21 de abril en la Casa Santa Marta, no solo marca el final de un pontificado de doce años, sino el cierre de una era de audacia pastoral que transformó la imagen y las prioridades de la Iglesia católica universal. Su legado, tejido entre gestos revolucionarios y reformas estructurales, será recordado como un intento radical por motivar un nuevo lenguaje cristiano en clave de ternura, apertura y apertura a los cambios. En este estilo evangélico, el perdón y la misericordia fueron planteados como motores de la conversión cristiana; los pobres y las periferias fueron ubicados en el centro de la historia y del dinamismo social; y la sinodalidad –el caminar juntos- se rehabilitó como el método de ser Iglesia sobre la piel de la realidad.
En octubre de 2012, meses antes de ser elegido pontífice, el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio ya anticipaba la urgencia de un “aire fresco” para una Iglesia agotada por “el cansancio de los buenos”. Aquella frase, pronunciada en Buenos Aires a un grupo de periodistas entre los que me encontraba, resumía su diagnóstico: la institución necesitaba despojarse de rigideces burocráticas y recuperar la capacidad de “tocar las heridas” del mundo. Seis meses más tarde, su elección como primer papa latinoamericano, jesuita y proveniente de las “periferias” geográficas y existenciales, no fue casual: los cardenales lo fueron a buscar ‘al fin del mundo’ para que reformara la Iglesia.
Desde el balcón de San Pedro, con un sencillo “buenas tardes” y un nombre inspirado en el poverello de Asís, Francisco inició una revolución silenciosa. Renunció a los palacios apostólicos, vistió sin ostentación y priorizó el contacto directo con fieles y no creyentes. Pero su gestualidad, aunque mediática, no fue mero simbolismo: fue teología en acción. “Prefiero una Iglesia accidentada por salir a la calle que una Iglesia enferma de encierro”, declaró en Evangelii Gaudium (2013), documento que se convirtió en manifiesto de su visión: una Iglesia en salida, misionera y alejada del autorreferencialismo.
Francisco heredó una Iglesia fracturada. Los escándalos de corrupción en el Vaticano, las filtraciones de documentos confidenciales y la sombra de la renuncia de Benedicto XVI exigían un líder dispuesto a enfrentar lo que él mismo llamó “las estructuras de pecado”. Su respuesta fue la Praedicate Evangelium (2022), una reforma curial que democratizó la toma de decisiones y redefinió la Curia Romana como un órgano al servicio de la evangelización, no del poder.
Sin embargo, su mayor batalla fue cultural. Criticó sin ambages la “rigidez” de quienes convierten la doctrina en “una jaula de normas”, abogó por una pastoral de “puertas abiertas” y desafió tabúes al promover la inclusión de divorciados, homosexuales y mujeres en roles protagónicos. “La Iglesia no es una aduana”, insistió, “es una madre que abraza”. Este enfoque, aunque celebrado por millones, le granjeó enemigos. Sectores tradicionalistas, tanto dentro como fuera del Vaticano, lo acusaron de herejía, desprestigiaron su formación teológica e incluso oraron por su muerte temprana.
Si algo define el legado intelectual de Francisco es su capacidad para entrelazar lo espiritual con lo social. En Laudato Si’ (2015), su encíclica ecológica, no solo alertó sobre el cambio climático, sino que denunció un sistema económico “que mata” y convierte a los excluidos en “desechos”. Fue un texto pionero en vincular la explotación ambiental con la injusticia social, y en reivindicar el saber de los pueblos originarios: “Para ellos, la tierra no es un bien económico, sino un don sagrado”.
En Fratelli Tutti (2020), escrito bajo la sombra de la pandemia, amplió su crítica al individualismo y llamó a construir una “fraternidad universal”. Sus encuentros con el patriarca ortodoxo Kirill en Cuba, el ayatolá Al Sistani en Irak o su histórico gesto de lavar los pies de refugiados, no fueron actos protocolarios: fueron cimientos de una diplomacia basada en el diálogo y la compasión.
Francisco entendió que, en un mundo descristianizado, la Iglesia debía optar por la persuasión, no por la imposición. Su “revolución de la ternura” —un concepto que repetía como antídoto contra la indiferencia— se tradujo en gestos concretos: visitar cárceles, abrazar a enfermos de COVID-19, denunciar la “cultura del descarte” y pedir perdón por los abusos clericales. “La misericordia no es una idea, es una acción”, insistió durante el Jubileo Extraordinario de 2016.
Pero esta apertura generó tensiones. Su insistencia en escuchar antes que juzgar —evidente en Amoris Laetitia (2016), donde pidió acompañar a familias “heridas” sin “encasillarlas en esquemas rígidos”— fue malinterpretada como relativismo. Mientras progresistas lo veían como un reformador incompleto, conservadores lo tacharon de peligroso.
El desgaste físico y político de Francisco fue evidente en sus últimos años. A pesar de una cirugía de colon, problemas en la rodilla y una agenda exhaustiva, rechazó retirarse a descansar: “Tengo demasiado por hacer”, decía. Su fragilidad, sin embargo, no apagó su voz. En 2024, durante su viaje a Sudán del Sur, se arrodilló ante líderes políticos para suplicar paz, un gesto que resumía su estilo: la humildad como fuerza.
Su resistencia a ceder ante presiones lo convirtió en un símbolo de coherencia, pero también lo aisló. La malicia de ciertos sectores eclesiales —desde cardenales que lo desafiaron abiertamente hasta sacerdotes que usaron redes sociales para minar su autoridad— reveló una paradoja: el papa más popular del siglo XXI enfrentó su mayor oposición dentro de casa.
Con su muerte, la Iglesia enfrenta una encrucijada: consolidar su herencia o regresar a seguridades tradicionales. Francisco no fue un revolucionario en el dogma, pero sí un disruptor en la pastoral. Democratizó el papado al descentralizar el poder, al priorizar las periferias sobre el centro y demostró que la relevancia de la Iglesia depende de su capacidad para servir, no para dominar.
Su llamado a una “cultura del encuentro” —esa mezcla de escucha, diálogo y acción concreta— trascendió lo religioso. Líderes políticos, ambientalistas y activistas sociales adoptaron sus consignas, probando que, en un mundo fracturado, el lenguaje de la misericordia aún resuena.
Sin embargo, su pontificado también dejó tareas pendientes: la igualdad de género en la Iglesia, la transparencia financiera total y la reconciliación con víctimas de abusos siguen siendo desafíos abiertos.
Al despedir a Francisco, el mundo no llora solo a un líder religioso, sino a un hombre que encarnó las contradicciones de su tiempo: un pastor que abrazó el cambio y el camino agreste; un místico que habló de economía y política contemporánea; y un pontífice que prefirió construir puentes a ras de suelo, desde los humildes y desde la humildad.
*Director VCNoticias.com