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El Relato de Ramón Moncho Sabella y Carlos Páez Rodríguez, dos de los sobrevivientes, y la visión fílmica de Juan Antonio Bayona en Netflix
La reciente producción de Netflix, Society of the Snow (La Sociedad de la Nieve) ha generado una nueva ola de interés en el trágico accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya ocurrido el 13 de octubre de 1972. Esta película —destacada por su rigor en la reconstrucción de los hechos y su meticulosa narrativa—, ofrece hoy una perspectiva renovada y detallada de la odisea vivida por los pasajeros, jóvenes en su mayoría, en las montañas nevadas de los Andes.
Con el tiempo, cada uno de los sobrevivientes han reseñado a su manera, la dramática secuencia de la tragedia. La historia del accidente ha sido el tema de varios textos y películas. Además de la película Society of the Snow, dirigida por el cineasta español Juan Antonio Bayona, se escribieron varios libros, entre ellos Alive: The Story of the Andes Survivors (1974) de Piers Paul Read, que inspiró la película del mismo nombre, producida por Disney en 1993 y dirigida por Frank Marshall. Álvaro Covacevich, destacado cineasta y paisajista chileno, radicado en México, realizó La odisea de los Andes (1976) un espléndido documental cinematográfico filmado en los días siguientes al hecho, enriquecido con un guion escrito por el Nobel Mario Vargas Llosa. La película mexicana ¡Viven!, también conocida como Supervivientes de los Andes fue estrenada en 1976. Cada una de estas obras han contribuido significativamente a mantener viva la memoria de este acontecimiento, y su narrativa ha servido al entendimiento público de esta trágica historia de supervivencia.
En esta amalgama de voces y perspectivas, la visión contemporánea de la película La Sociedad de la Nieve, busca no solo recordar un evento histórico, sino también ofrecer una narrativa detallada de los hechos; tratar de establecer un puente entre el pasado y el presente, y ofrecer un relato completo y riguroso de uno de los sucesos más impactantes en la historia de la supervivencia humana.
Este filme, basado en el libro homónimo del literato uruguayo Paolo Vierci (Editorial Sudamericana 2013 / Alrevés Editorial 2022), ganador en dos ocasiones del Premio Nacional de Literatura en su país, ha sido muy bien recibido tanto por la crítica como por el público, posicionándose como una de las películas no inglesas más vistas en Netflix. Además, la cinta dirigida por Bayona, ha recibido varias nominaciones al Oscar en 2024 en las categorías de Mejor Película Internacional y Mejor Maquillaje y Peinado, compitiendo contra filmes internacionales de Italia, Japón, Alemania y el Reino Unido. Los premios se llevarán a cabo el 10 de marzo.
El éxito de La Sociedad de la Nieve se ha visto reflejado no solo en su recepción crítica y popular, sino también en su impacto cultural y su representación auténtica de una historia desgarradora. La película ha entrado en el top de las películas no inglesas más vistas de todos los tiempos en Netflix, lo que demuestra su resonancia universal. Además, se espera que el filme reciba un documental detrás de cámaras titulado La Sociedad de la Nieve: ¿Quiénes Fuimos en la Montaña?, ampliando así la comprensión y la apreciación del público sobre este suceso histórico.
En este contexto, surge la oportunidad de revisitar la entrevista que Marcos Romero y yo, realizamos hace una década con Ramón Moncho Sabella, uno de los supervivientes de esta tragedia, y que, en su momento, proporcionó una visión íntima y detallada de los eventos.
El estreno del filme permite —además de relanzar y profundizar la estrujante conversación de Sabella con la revista Gentesur / La revista de México—, reseñar también la entrevista del destacado youtuber y podcaster español Jordi Wild —conocido por su canal The Wild Project—, con Carlos Miguel Páez Rodríguez, otro de los 16 supervivientes de la tragedia aérea y recordar los primeros diez días que siguieron al accidente —antes de que el grupo tomara la decisión de alimentarse de los cuerpos de sus compañeros fallecidos—. Él reconoció que, de poder volver el tiempo atrás, habría adoptado esta medida de supervivencia más temprano, subrayando la gravedad de la situación que prevalecía y la desesperación del grupo por aferrarse a la vida.
Con una franqueza abrumadora, Páez Rodríguez, el técnico agropecuario, empresario, publicista, escritor y conferencista uruguayo, nacido el 31 de octubre de 1953, se sinceró ante Wild para compartir la parte de su vivencia personal, de una historia que ha desafiado los límites de la condición humana y ha inspirado a generaciones. Sus palabras revelaron una lucha interna, no solo por la supervivencia física, sino también por la reconciliación moral y ética con las decisiones tomadas por el grupo en las circunstancias más extremas imaginables y relató cómo, en la actualidad —al plantear la pregunta inversa al público que asiste a sus conferencias, en el sentido de qué hubiesen hecho ellos frente a una situación similar—, puntualiza que nunca ha encontrado una respuesta de oposición, lo cual destaca la universalidad del instinto de supervivencia y el reconocimiento de la apabullante realidad que enfrentaron él y sus compañeros.
Admitió Páez Rodríguez, en la conversación sostenida en 2022:
Quizás la única cosa que cambiaría en esta historia, es que no debimos haber esperado diez días. Cuando a través de la radio recibimos la noticia que no nos buscaban más, ahí comenzó a surgir en todos, al mismo tiempo, la única idea posible, que era la de alimentarnos de nuestros compañeros muertos, porque no había otra posibilidad y te empiezas a dar cuenta de que nosotros teníamos el más sagrado de los derechos, que era el derecho a la vida y el derecho a volver a casa.
En la entrevista habló en torno a los desafíos extremos que enfrentaron. Con solo 19 años en ese momento, se encontró en una situación que pocos pueden imaginar: atrapado en las montañas, sin comida ni esperanza de rescate y reveló que la polémica decisión no fue tomada a la ligera. Fue después de mucha deliberación y confrontación interna, cuando llegaron a la conclusión de que esa era su única opción.
Todos estábamos pensando en lo mismo, pero nadie se animaba a hablar del tema, porque claro, era un tema tabú. El primer comentario se lo escuché a Nando Parrado. Recuerdo que yo y otros compañeros permanentemente íbamos a buscar la cola del avión, porque ahí se hallaba todo el equipaje nuestro y también las baterías del avión, que nos daban la chance de juntarlas al radiotransmisor, para hablar por radio.
Entonces, en una de esas expediciones, cuando me voy le digo: “Nando, ya no queda nada en la despensa”. La despensa era una bolsita de mujer donde guardábamos una lata de mariscos y pedacitos de chocolate. Nando me miró a los ojos y me dijo: “Carlitos: yo me como al piloto”. Y quizás era un comentario natural. Él había perdido a su madre al momento de golpear la montaña y a su hermana, cinco días después; a nivel consciente o inconsciente, obviamente él se las agarraba contra el piloto, que, además, era el desconocido para todos nosotros —relató Páez Rodríguez.
Sin embargo, el piloto del que habían decidido alimentarse no era el teniente coronel Dante Héctor Lagurara, quien sobrevivió inicialmente al accidente, pero falleció al día siguiente debido a sus heridas. Su papel en el vuelo era crucial, ya que estaba siendo entrenado para volar a través del terreno de los Andes bajo la supervisión del experimentado coronel Julio César Ferradas. El personaje mencionado en este contexto, fue Marcelo Pérez, el capitán del equipo de rugby, y no uno de los pilotos del avión. Esta decisión, tomada en circunstancias extremas para sobrevivir, es uno de los aspectos más recordados y debatidos de su lucha por la supervivencia en los Andes.
Eugenia Dolgay Diedug, la madre de Nando Parrado, falleció durante el choque inicial del avión. Ella se encontraba en la parte delantera de la aeronave y murió cuando los asientos se desprendieron del piso, aplastándola. Susana, su hermana, dejó de existir a los pocos días, a causa de sus lesiones. La pérdida de su madre y su hermana durante la tragedia, fue uno de los aspectos más desgarradores y motivadores para Nando Parrado, en su lucha por la supervivencia y eventual rescate.
“Entonces, yo lo miré y no dije nada. Yo también había pensado que la solución era por ahí y me fui en esa expedición a buscar la cola del avión, y en un acto de cobardía mío, me quedo en un momento a solas con Adolfo Strauch. Nosotros en Uruguay decimos tirar verde para recoger maduras —que en México creo dicen tirar la aguja para recoger el hilo—, para ver qué dice el otro y le dije: “ché Adolfo, Nando está loco, se quiere comer al piloto” y Adolfo me dijo, “no, Carlitos, Nando no está tan loco. Yo con mis primos también ya lo pensamos. Y ahí nos dimos cuenta de que era una generalidad, una cosa grupal y que todos estábamos pensando lo mismo. Cuando volvimos de esa expedición —me acuerdo que nos juntamos. Bueno, no nos juntamos porque estamos todo el día juntos—, pero hablamos del tema y créeme, Jordi, que no nos ofreció resistencia alguna. Fue mucho más simple de lo que la gente se cree”, reconoció Páez Rodríguez en la entrevista con Jordi Wild.
Adolfo Fito Strauch —a quien se refería Páez Rodríguez—, fue uno de los supervivientes clave. Durante la tragedia, desempeñó un papel crucial. Utilizó su ingenio para crear dispositivos que ayudaran al grupo, como un derretidor de nieve con energía solar y gafas especiales para prevenir la ceguera por la nieve. Junto con su primo Eduardo Strauch, asumió la difícil tarea de seleccionar y preparar los cuerpos de los fallecidos para que el grupo pudiera alimentarse, una dura decisión. Después del rescate, llevó una vida privada y tranquila, dedicándose a la agricultura en Uruguay. También participó en documentales sobre la tragedia, como Stranded: The Andes Plane Crash Survivors.
Durante la entrevista con el célebre youtuber —quien entre otros ha entrevistado también a figuras de la talla de Arturo Pérez-Reverte, escritor y periodista español, autor de numerosas novelas de éxito; al futbolista del Barcelona Gerard Piqué y al periodista de televisión Cuarto Milenio, Iker Jiménez, conocido por su trabajo en el ámbito de lo paranormal—, Páez Rodríguez recordó un momento crítico durante la lucha por la supervivencia en los Andes. Mencionó específicamente a Javier Methol, de 36 años, el miembro de mayor edad del grupo, quien junto a su esposa Liliana inicialmente se negó a participar en la decisión de alimentarse de los cuerpos de los compañeros fallecidos, una decisión tomada por el grupo para sobrevivir. Methol, junto con su esposa, inicialmente tenía reservas. Para que tengas una idea: quedamos vivos 26 de los 45; al principio, había una lata de mariscos que compartimos entre 26. O sea una cucharadita cada uno y dos cuadraditos de chocolate. Eso fue lo que comimos durante diez días y recibimos la noticia que no nos buscaban más.
Y empieza a surgir en todos, al mismo tiempo, la única idea posible, que era la de alimentarnos de nuestros compañeros muertos, porque no había otra posibilidad.
Sólo un acto de supervivencia.
Ellos dijeron, “no, no entramos en este tema”. Había un frasco de Propalum, un antiácido. Methol nos dijo: “Yo voy a sobrevivir comiendo esto”. Sin embargo, eventualmente fueron convencidos por el grupo, destacando la importancia de hacerlo por sus cuatro hijos que se hallaban en Montevideo. “Ellos lo hacían más bien por una cuestión religiosa” —explicó.
De acuerdo a la reseña de The Cinemaholic, Javier Methol: The 1972 Plane Crash Survivor Lived a Full Life, desafortunadamente Liliana Navarro Petraglia, su esposa, falleció trágicamente en la avalancha que se abatió sobre el lugar del accidente, el 29 de octubre de 1972, y segó la existencia a otros que habían sobrevivido al impacto inicial. Su muerte fue un golpe devastador para Javier Methol y los demás supervivientes.
Le dijo a Jordi Wild:
“Te aclaro que la religión en este tema no tiene nada que ver. El Papa de la época, Pablo VI, cuando reaparecimos, nos envió un telegrama, no solamente de bendición, sino de celebración, diciendo que habíamos actuado como verdaderos cristianos, porque Dios nos pone acá para vivir, no para morir. Él dijo en su carta que el no haberlo hecho, podía haber sido considerado un suicidio. El concepto es al revés. Honestamente, tampoco yo no estaba esperando la aprobación papal para hacerlo; lo hice porque tenía el más sagrado de los derechos, que era el derecho a la vida y no me arrepiento”.
Carlos Páez Rodríguez habló también sobre el papel de los estudiantes de medicina a bordo: Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, quienes asumieron un papel crucial en el manejo de la situación. Ellos, con su conocimiento médico, aunque limitado, ayudaron a tomar decisiones críticas en momentos desesperados.
“La primera cosa que hicimos, fue un pacto solemne entre todos, de que, si alguno de nosotros moría, quedaba a disposición de los demás. Y la segunda, fue encomendarles a los tres estudiantes de medicina, que se supone tenían más vínculo con la muerte y habían asumido su rol de médicos, se ocuparan del asunto; así resolvimos este tema y fue simple” —reconoció, y dijo que se trataba de un acto de supervivencia, no de elección. Detalló después cómo hubo una aceptación colectiva y desgarradora de su realidad. La determinación de sobrevivir superó cualquier tabú o moral convencional.
“Eran diez días de no comer nada y de saber que si no comes te morís y que si te morís no llegas y no vivís. Al final, la historia nuestra es un homenaje a la vida, porque lo más atractivo en nuestra historia era morirse, terminar con todo; fue más simple, porque habíamos cumplido con el proceso. A mí me gusta mucho esa frase de San Francisco que dice: “empieza por hacer lo necesario, luego lo que es posible y te encontrarás haciendo lo imposible”. ¿Por qué? Porque es cumplir con un proceso, y nosotros cumplimos con el proceso; hicimos lo necesario, luego lo que era posible y terminamos haciendo lo imposible, reapareciendo después de 70 días.
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Si volviera a enfrentar la misma situación, lucharía de nuevo: Ramón Moncho Sabella
Hace poco más de una década, a su paso por México, para dar una de sus charlas motivacionales sobre cómo aplicar su dramática experiencia para superar los problemas de una empresa, Sabella habló con los periodistas Marcos Romero y Alberto Carbot de Gentesur/La revista de México, sobre aquellos fatídicos días. “Es vital saber que se puede caer y seguir andando sin perder la dignidad. Nosotros, en medio de esa montaña que nos mantuvo prisioneros, jamás fuimos indignos y pudimos vencerla”, dijo
El 13 de octubre de 1972, un avión Fairschild Hiller 227 de la Fuerza Aérea Uruguaya con cinco tripulantes y 40 pasajeros, se estrelló en una ladera de la Cordillera de Los Andes Chilenos. Durante 72 días, los 16 sobrevivientes pasaron mil penurias, hambre, sed y congelamiento; con un espíritu imbatible lograron superar su condición hasta ser rescatados cuando 2 de sus compañeros pudieron llegar a una zona poblada para pedir ayuda.
Muy pocos en Uruguay y Chile pensaron que conseguirían superar tanto tiempo en las hostiles montañas, con temperaturas de más de 30 grados bajo cero. Tras la euforia que siguió a su regreso a Montevideo, muy pronto se haría público el secreto de su sobrevivencia: habían tenido necesidad de comer la carne de sus propios compañeros muertos, para poder mantenerse con vida.
En 2008, a casi 36 años de esa epopeya, Ramón Moncho Sabella Barreiro, uno de los sobrevivientes, en entrevista con Gentesur, señaló que “si nuevamente viviera una experiencia de esa magnitud, lo volvería hacer; lucharía otra vez.
“Sin duda, lo haría de nuevo, pero quizá con mucha más tranquilidad y menos dolor, con menos tabú. Fue terriblemente doloroso tener que hacerlo; fue humillante, pero no había otra alternativa, y el ser humano para sobrevivir, se acostumbra a todo”.
Sabella —quien tenía 21 años cuando ocurrió esta catástrofe—, dice que no se arrepiente de lo que él y sus compañeros hicieron para mantenerse con vida en plena cordillera de Los Andes.
“La verdad es que jugué un papel muy importante. Trabajé, colaboré, entregué muchísimo a mis compañeros y les di todo lo que tenía. “Casi me muero por entregar demasiado y hasta me dije tengo que guardar un poquito más para mí, porque si no, la demanda del grupo termina aniquilándote”, indica.
Sobre el controversial tema de la antropofagia, afirma que los sobrevivientes habían decidido contar la verdad en Uruguay y no en Chile, porque “entendimos que teníamos que decirla en nuestro país y de frente a los familiares de los chicos que murieron.
En Chile se limitaron “a hacer declaraciones tontas, absurdas” y a salirse por la tangente, esperando llegar a su país. Cuando lo hicieron, ofrecieron una conferencia de prensa y contaron las verdaderas anécdotas de cómo trabajaban, cómo usaban el agua y cómo se guarecieron entre los restos del avión siniestrado.
“Ante periodistas de todo el mundo, hubo necesidad de contar realmente cómo sobrevivimos y en respuesta recibimos interminables aplausos que estremecieron la sala de prensa”, dice.
“Al final sólo un periodista hizo una pregunta y se acabó la conferencia, cosa rara, porque normalmente ellos empiezan a hurgar y preguntar, pero no. Hubo un respeto impresionante. Todo el mundo estaba cogido de las manos”, dice.
Fue una conferencia muy emotiva, según sus palabras “porque la confesión finalmente resultó una cosa durísima, debido a que se hacía de cara a los familiares de los chicos muertos, quienes curiosamente reaccionaron con mucho aplomo y solidaridad.
“Realmente —cuando estábamos en la cordillera—, pensábamos que ojalá algunos pudieran sobrevivir, porque lo que uno quería de alguna manera, en mi caso particular, era que, si moría, mi padre supiese qué había pasado conmigo”, dice.
Recuerda que mientras estuvieron perdidos en la montaña, hicieron un pacto para que los cuerpos de quienes muriesen pudieran ser usados por los restantes para sobrevivir, y notificaran a sus padres lo que realmente pasó, para que ellos tuvieran, cuando menos, la tranquilidad y ninguna duda sobre su paradero.
“No hay peor cosa para un padre que el no saber qué pasó con su hijo, cómo fueron sus últimas horas, qué dijo, cómo murió. Finalmente, saber que estaban allí enterrados, representó un alivio”, dice.
“Algo peor ya no nos podía pasar; éramos amigos, eran nuestros cuerpos y lo que se había dispuesto era simplemente obtener proteínas para mantenernos con la esperanza de ser rescatados”, asegura.
¿Al paso del tiempo no han percibido el reclamo de alguien que estuviese en desacuerdo con ustedes por haber adoptado esa posición extrema…?
Bueno, yo simplemente no lo he sentido hasta ahora. De repente hay alguien que a lo mejor pudiese discrepar sobre nuestra postura, pero no me lo han dicho. Lo cierto es que, en ese momento, nosotros teníamos plena conciencia de que lo que hicimos era nuestra única alternativa para sobrevivir. No había otra salida viable. La otra, era optar por un suicidio colectivo; morirnos todos, mirándonos los unos a los otros”.
Ramón Sabella Barreiro es un hombre bonachón, bien conservado, con un rostro radiante —a pesar de que frisa los sesenta, se acaba de casar por primera vez con una bella paraguaya—, y su oficio principal, además de empresario, es trotamundos, aunque actualmente dedica mucho tiempo a impartir clases motivacionales a ejecutivos de compañías.
A su paso por México, donde ofreció una conferencia a directivos de la firma Global Group, que tiene oficinas también en España, Argentina, Portugal y Costa Rica, Sabella Barriero concede la entrevista en las oficinas de la empresa, en Las Lomas, en una iluminada y modernísima sala de juntas de La Torre Esmeralda, donde se entra y se sale sólo con un pase especial dotado de un código que se lee electrónicamente.
Después de hacer algunas bromas con Alejandro Flores, el director de la filial mexicana, el hombre de negocios uruguayo narra su experiencia inusual como uno de los sobrevivientes del fatídico accidente en las montañas de Los Andes chilenos.
Su piel tostada por el sol y su calidez no parecen mostrar ya prácticamente ninguna huella del trauma sufrido. El entrevistado es un hombre de lucha, con una inteligencia que le brota a borbotones —que demuestra en cada frase—, y una innegable audacia para los negocios.
Una de sus mayores hazañas, además de sobrevivir 2 meses y nueve días a temperaturas congelantes, y un hambre y sed atroces, fue haberle ganado una batalla judicial a Disney, el gigante del entretenimiento estadounidense, en el marco de una disputa por los derechos de la película sobre la epopeya vivida en Los Andes.
Ramón Sabella, quien se reconoce buen negociador, es un hombre audaz y hasta temerario, pero también tozudo. De hecho, fue tildado de loco por sus compañeros sobrevivientes cuando se negó a ceder sus derechos en favor de Disney, gigante del entretenimiento estadounidense, sobre la película que hizo en torno a su epopeya en Los Andes.
“A cada uno de mis compañeros les habían dado sólo 10 mil dólares por la historia; quisieron comprarnos como a inditos y pagarnos con espejitos”, indica.
Hoy se ríe cuando recuerda su batalla contra este coloso, que por primera vez da a conocer a un medio de comunicación, ya que el arreglo con Disney incluyó una cláusula de confidencialidad que le prohibió hablar del tema por varios años.
Al fin lo relata con algunos detalles.
“Fue una jugada muy divertida. me propuse luchar contra la empresa para que reconociera nuestros derechos, porque les había hecho firmar a nuestros amigos un contrato leonino”, señala.
Pelearse contra Disney era como enfrentar a David contra Goliat. Y todo lo hizo sin abogados ni ayuda. Con sus papeles dentro de una valija, viajó hasta Los Ángeles, California e impidió el lanzamiento de la película, después de que Disney ya había vendido los derechos de exhibición a todo el mundo.
“Me hicieron la guerra, me presionaron y amenazaron. pero seguí adelante. La solución era hacerles un juicio, pero mis amigos no estaban en disponibilidad de hacerlo, porque era muy costoso para todos. Yo me encargué entonces del asunto, porque lo que nos hacían era una inmoralidad”, cuenta.
Al final, logró lo increíble: posponer el lanzamiento del filme, aunque todavía los ejecutivos se negaban a recibirlo y no podía contratar abogados porque “ninguno en Hollywood quería defendernos, ya que todos trabajaban directa o indirectamente con esa compañía o tenían relaciones con ellos. Les atemorizaba asesorarnos o representarnos”.
Decidido a llegar hasta el final, investigó quién era la competencia de Disney y le dijeron que la Warner Brothers, a cuyos directivos contactó por teléfono y les dijo que iba a venderles los derechos de la película ¡Viven!
Una cubana, sensible y generosa lo atendió y le contó la historia. Le dijo que era un sobreviviente y que tenía los derechos del video. A riesgo de que la despidieran, ella le orientó y le consiguió una cita nada menos que con el director de la compañía, quien le advirtió que sólo lo recibiría 10 minutos.
“Sin embargo, esos 10 minutos se convirtieron en 8 largas horas.
“No podía creer lo que yo le contaba. Fascinado con la historia, me dijo: ésta es la vergüenza más grande de Hollywood. Con esta historia seguramente cae el presidente de Disney”.
Luego, personalmente lo asesoró.
Te tienen que pagar lo que quieras. Están muertos, pero es necesario llevarlos a juicio, le advirtió.
Y en efecto, reconoce que los ejecutivos de Disney “eran durísimos y me presionaron con todo durante un largo año que duró el litigio”.
Al final, después de mucho estira y afloja, cedieron y aceptaron una entrevista con Sabella, quien logró convencer a un amigo abogado, ya jubilado, que lo acompañara.
“Estábamos solos ante los superabogados de Disney, de la Paramount, de los productores y el equipo de Steven Spilberg”, recuerda acerca de ese momento crucial.
“Para no ir a un juicio, llegamos al acuerdo de que se nos pagara poco más de un millón de dólares —una cifra absurda, cuando para producir la película se habían gastado ya más de 25—, pero defendimos nuestro derecho moral.
“El dinero lo repartí luego entre el resto de mis compañeros y destinamos buena parte de él para obras sociales en Uruguay”, señala.
Basada en el libro Alive! de Piers Paul Read, publicado 2 años después de la tragedia, la película se rodó finalmente en Vancouver en 1993. Fue dirigida por Frank Marshall y producida por Kathleen Kennedy.
Ramón Sabella revela que después del accidente “nunca tuvo una pesadilla con aviones, accidentes, ni avalanchas de nieve” y, curiosamente, hasta se hizo piloto porque —eso sí— “sufría mucho volando en los aviones.
“Mientras estaba en la cordillera había dicho que me iría en tren a mi país y después cruzaría a Buenos Aires en barco, a decirle a mi padre que estaba vivo. Que ni borracho volvería a subirme a un avión”, señala.
Pero la primera cosa que hizo su padre, a quien describe como “un tipo fenómeno”, a pocos días de retornar a casa, fue subirlo a un avión exactamente igual al que se había estrellado en Los Andes, para viajar al Salto, una ciudad ubicada a 500 kilómetros de Montevideo.
“Yo me acuerdo que me subí al avión y llegué transpirando, ensopado, agotado, porque era todo idéntico, los asientos, los almohadones, el cartel de exit, el olor del avión. Llegué extenuado, aunque desde antes volaba mucho en avionetas”, narra.
Luego, para colmo, un piloto amigo suyo, Zenón Ríos, sufrió un accidente, se desmayó, se desplomó, pero resultó ileso. Por ello, en algún momento se dijo “con este tipo no vuelo más”. Sin embargo, un día lo vio ir a su oficina y le dijo: “Si venís a pedirme que vuele contigo, ni entrés, porque ni loco vuelo contigo. No me puedes pedir a mí que haga eso, con todo lo que sabes que sufro volando”.
Pero después se tomaron un café y le comentó que nadie quería ya volar con él, por lo que le dio mucha pena y le ofreció contratarlo con tal de que le enseñara a aterrizar. “Así, si tú te desmayas, yo aterrizo”, dijo y de ese modo aprendió a pilotear un avión.
“Hice un curso de aviación —soy piloto de planeadores—, luego tuve mi propio avión monomotor, un Cessnita y posteriormente me divertía mucho volar”, cuenta.
¿Requirió de algún tratamiento, alguna terapia, para superar la secuela del accidente?
La verdad es que debí haberla tomado. De todos los que sobrevivimos, solamente uno estuvo en tratamiento psicológico porque tenía problemas con las drogas, pero no por culpa del accidente en la cordillera, sino por dificultades con sus padres y ese tipo de cosas.
“En Los Andes sobrevivimos 2 meses y medio, sufrimos todo tipo de penurias, pero también crecimos”.
Cuando, durante la entrevista nuevamente se aborda el tema de la antropofagia y de la necesidad que tuvo con sus compañeros de comer carne humana para poder sobrevivir, no se inmuta ni trata de evadir el tema, sino lo afronta directamente.
“Yo creo que eso fue lo de menos, aunque a la gente lo que más le impresiona es eso; algunos hablaron equivocadamente de canibalismo, pero debe decirse antropofagia, porque lo primero es cuando alguien mata a otro para comérselo.
“Esto no lo hicimos nunca, pero sin duda a la gente es lo que más le impresiona de la historia”, anota.
Explica que para ellos “eso fue lo menos importante que hicimos. Fue mucho más dolorosa la muerte de nuestros compañeros, y la sed, que el hambre misma. Sufrimos mucho más.
“A 4 mil metros de altura uno se deshidrata muchísimo y la desesperación por obtener agua fue impresionante: la boca seca, los labios y la lengua hinchada. No hay forma de obtener agua a esas temperaturas de 25 o 30 grados bajo cero, vestidos solamente con un par de mocasines y un par de pantalones.
“Tampoco había con qué hacer fuego; el combustible había volado al diablo, ya que las alas habían quedado arriba en la montaña.
“Entonces creo que eso fue lo menos importante que realizamos en esos 73 días. Lo que nos hizo fuertes, fue el sentido de la amistad, el afecto, el compañerismo, la creatividad”.
“¡Están vivos, están vivos!”
Después de que sus dos compañeros partieron en busca de ayuda —eran 3, pero uno de ellos se accidentó y debió regresar al destrozado fuselaje—, la depresión y el desánimo comenzaron a cundir entre los sobrevivientes.
“Al octavo día, yo pensé que habían muerto, porque teníamos una radio de transistores y todos los días escuchábamos las noticias de radioemisoras chilenas y uruguayas, y no aparecían novedades sobre ellos. Pensamos que tendríamos que armar una nueva expedición porque esa había fracasado. Ya estábamos preparando otra con quienes estaban más o menos en condiciones de utilizar sus 2 pies para caminar”, señala.
Dice que no pensaban quedarse allí impasibles. “Preferíamos morir peleando, que sucumbir en la cápsula del avión que llegamos a odiar, mirando cómo se morían nuestros compañeros por falta de atención médica y alimentos”.
Pero al décimo día sobrevino el milagro. Los jóvenes escucharon un flash informativo de una estación de radio argentina, donde se decía que estaban con vida.
Seguramente las reacciones a veces de alegría y júbilo, son distintas en cada grupo. ¿Cuál fue la de ustedes?
Lloramos. Había algunos que habían fijado el día del rescate, para 3 días después. Festejamos, nos abrazamos; prendimos un habano que teníamos reservado para ese día; hicimos un festejo y hasta tratamos de adecentar nuestras ropas.
“Estábamos todos harapientos porque imagínate, llevábamos 73 días sin bañarnos. Hubo un chico que había perdido casi 50 kilos”.
Cuando vieron descender el helicóptero de rescate corrieron hacia él y Ramón abrazó efusivamente a Sergio Díaz, uno de los socorristas, a quien describe como “una gente espectacular”. Por el entusiasmo del momento, ese abrazo los hizo rodar juntos sobre la nieve.
“Era un hombre corpulento, abrigado con una enorme chamarra, que lloraba como un chiquillo y me decía ¡están vivos, están vivos! y no me soltaba. Yo me quería subir al helicóptero y él no me dejaba. Por eso no pude abordar a tiempo el aparato. Al principio lo quería matar, pero me resigné porque sabía que más tarde regresarían a buscarnos. Pero para nuestra desgracia el helicóptero no volvió ese día, ya que había mal tiempo, mucha turbulencia.
“Sergio Díaz fue la única persona que se animó a dormir entre los restos del avión. De los rescatistas chilenos que arribaron —y eran grandes alpinistas—, ninguno se animó a pernoctar con nosotros”, dice.
“Se fueron a refugiar en una carpa alejada, como a unos 40 o 50 metros, junto a un rescatista de apellido Villegas y un militar chileno.
“No le veía sentido —dice—, aunque lo justifico porque el panorama era fortísimo. Había restos humanos por todos lados. El hedor que despedíamos —que a nosotros nos parecía casi normal y al que ya nos habíamos acostumbrado, porque era nuestro medio—, a ellos los impactaba de sobremanera”.
Seguramente el aspecto que daban esos jóvenes esqueléticos y desnutridos, debió ser impresionante.
Por ejemplo, recuerda el caso de Roy Harley, de unos 20 años, estudiante de ingeniería mecánica, un chico que inicialmente pesaba 80 kilos y cuando salió de allí había perdido 50. “Algunos casi se nos mueren el último día. La verdad es que muchos compañeros se hallaban en muy mal estado”.
Sobre esa última velada en la montaña, señala que “fue una noche muy especial, al principio con mucha bronca, porque pensaba que mis amigos que se habían ido en el helicóptero, para ese momento ya estarían comiendo manjares espectaculares en algún buen lugar, mientras nosotros apenas unas galletas que nos llevaron nuestros rescatistas”.
¿Usted no ha hecho como algunos de sus compañeros una especie de celebración íntima en el lugar donde cayeron?
Yo he regresado 6 veces a la montaña. Algunas ocasiones en helicóptero, pero la mayoría a caballo; la he cruzado tanto por Argentina como por Chile, y es una liberación increíble. La primera vez fuimos 10 u 11 de los sobrevivientes.
Ramón Moncho Sabella, afirma que “fue muy emotivo ver otra vez la cruz donde están enterrados todos sus compañeros por decisión de sus familiares”.
Sobre la experiencia, dice que al principio la recordaban con dolor, por los amigos muy queridos que se habían muerto, pero menciona que después, como todas las cosas en la vida, “uno las recuerda con más emoción. Te acordás de todas las cosas lindas de las personas; de esos chicos valientes que lucharon muchísimo”. Empero, admite que a veces se cuestiona con sus colegas por qué se morían unos, y otros no.
“Algunas veces, para justificarnos, decíamos que se morían los buenos y quedábamos los malos, cosa que no era cierto, porque todos éramos buenos chicos. Más bien fue cosa del destino que unos muriesen y otros viviesen; uno no sabe por qué”, rememora.
“En realidad, como los jóvenes que éramos entonces, fue nuestra manera de tratar de justificar las cosas, porque no había otra forma para entender por qué quien hace unos momentos estaba vivo al lado mío, enfrente o atrás de mí —como ocurrió durante la avalancha—, se moría y yo quedaba a salvo”.
Ramón Sabella dice que hoy se acuerda de este suceso, más que en los primeros años después de ocurrido, porque recurre a esa experiencia para abrir sus conferencias. Luego señala que “es un hecho que se quedó allá en el pasado, como si fuera algo que vivió otra persona.
“Uno comprende que, si bien esta historia es una experiencia de muerte, de mucho dolor, de mucho sufrimiento, de lucha, de mucha entrega, es más una experiencia de vida. Eso es lo que hay que destacar y transmitir a la gente, en memoria de todos nuestros amigos que murieron luchando como leones y que en su muerte también nos ayudaron a vivir.
“Si para la gente esta experiencia sirve, pues bienvenida sea, para que su muerte no quede en la nada”.
Afirma que quienes asisten a estas conferencias, después de escucharlas no vuelven a ser los mismos.
“La tragedia y la forma como afrontamos la adversidad les deja herramientas para seguir adelante”, algo que él considera muy gratificante.
Refiere el caso de alguien quien —poco después de asistir a una charla suya—, le envió un e-mail donde confesó que recientemente había perdido un hijo y se sentía destrozado, pero que luego de haberlo escuchado, no tenía derecho a dejarse vencer por el dolor.
Los pasajeros del fatídico avión que se estrelló en Los Andes eran la mayoría atletas, pero Sabella de 21 años, estudiante de agronomía, no era miembro del equipo de rugby y de hecho inicialmente conocía a muy pocos. En realidad, fue invitado por su compañero en la facultad de economía, Roberto Boby Francois, quien también sobrevivió, al igual que otro colega, Carlos Páez Vilaró.
“Éramos universitarios. Yo estudiaba con él y me invitó de paseo. No me gustaba ni me atraía el rugby, pero el pasaje en ese vuelo charter, que además era muy barato, nos daría oportunidad de divertirnos”, dice.
Entre las personas que fallecieron figuraba Rafael Etchevarren, un muy buen amigo suyo, quien había sido compañero del colegio jesuita del Sagrado Corazón, donde estudió, y a quien recuerda como “un chico bárbaro, con un carácter y un temple impresionantes.
“Iba sentado junto a él, y una hélice que se había desprendido del fuselaje le laceró una pierna. Pero soportó el dolor con una dignidad impactante; jamás se quejó y, por el contrario, mantenía el ánimo”.
Cuenta que todavía hoy suelen reunirse los sobrevivientes con sus familias “y platicamos de todo, de política, de futbol. Nos divertimos, pero también peleamos mucho, porque somos 16 personas con ideas distintas. Discutimos qué es lo mejor para el país, compartimos un asado, nos vamos por allí a cenar un churrasco, y a veces viajamos juntos”, afirma.
Respecto a sus charlas motivacionales basadas en sus vivencias en la montaña, aquellos fatídicos días de 1972, Ramón Sabella señala que al principio se mostraba renuente con sus compañeros, porque consideraba que no se debía lucrar con la desgracia. Pero luego se dio cuenta de que “a la gente le hace mucho bien escuchar nuestra dura experiencia. Abrimos una web en internet y empezaron a llegar miles de mensajes que decían que la historia les había ayudado mucho, que habían leído el libro o visto la película y que se apoyaban en ella para salir adelante en su vida”, narra.
Incluso cuenta que una ocasión una señora, después que terminó de dar una conferencia, lo abrazó llorando y le dijo que había pensado suicidarse, pero después de oír todo lo que habían hecho por sobrevivir, no tenía derecho a tomar esa decisión.
“Ahí me di cuenta que el mensaje era muy potente para la gente, que tenía mucha fuerza”.
También asegura que al final de una conferencia en Mar del Plata, le sucedió una cosa extraordinaria:
Se levantó un señor, vestido muy humilde y dijo:
—“Vine de muy lejos y quiero contarte mi historia. Yo estaba paralítico, mis hijos se morían de hambre y estaba resuelto a entregarme, porque pensé que no tenía alternativa. Sin embargo, un vecino me trajo el libro Viven. Después de leerlo, me prometí que iba a volver a caminar. Me enteré que ibas a estar aquí; vine a escucharte y exclusivamente a darte un abrazo. Me hallaba postrado, pero gracias a la historia de ustedes estoy acá, caminando.
“Y así —añade—, hay miles de gentes que se apoyan en la historia, porque tiene mucho contenido, como una lección de vida”.
Y casi un milagro…
Casi un milagro desde luego, para todos nosotros. Sin elementos para sobrevivir, el que se entregaba se moría, o el que le tocaba la mala suerte de que le pegara una avalancha y lo asfixiara, también caía.
Pero es una historia de mucho contenido de afecto, solidaridad, de trabajo en equipo, de creatividad, de fe, de no entregarse y el objetivo fundamental es que sí se puede. El ser humano es capaz de las cosas más increíbles. Nosotros éramos chicos comunes, normales e hicimos cosas extraordinarias.
¿Si usted no hubiera vivido esa experiencia, piensa que hoy sería la persona que es?
Es una pregunta difícil, pero digo que sin duda toda experiencia toca tu vida. Ayer decía que a la esencia de una persona no la cambia nadie. La esencia, lo que tú sos, no la modifica ninguna experiencia.
Si tú sos una buena persona, lo seguirás siendo toda tu vida. Es parte de tu esencia”.
No obstante, descarta que cada vez que habla de sus experiencias enfrente una nueva catarsis, como si de algún modo se siguiera curando de las viejas heridas que le infringió el accidente.
“Yo diría que al revés. Hace años cuando yo empecé a dar conferencias, a los 50 y pico de años, iba para ayudarlos, no lo hacía como una catarsis, porque yo también recibo mucho de la gente. Primero, uno refresca las cosas que vivió; es como una brújula, un cable a tierra, que de alguna manera te muestra el camino”, explica. Y añade:
“Nosotros vivimos un mundo muy diferente, donde no existía más que afecto, amistad y solidaridad. Eso debemos tratar de rescatarlo y no olvidarlo nunca, traerlo de vuelta. Cada vez que cuento esto —porque parecería un tema agotado—, me meto nuevamente al avión, emprendo otra vez el viaje y revivo esos momentos; me emociono y trato de sentir nuevamente el hambre, el frío y la sed extrema para explicarlo.
“Creo que a quien oye esta historia, algo le queda para cuando afronte sus propias cordilleras y saque de esta experiencia sus propios recursos para salir adelante”, subraya.
Sabella afirma que tiene pensado escribir un libro “no sólo sobre la tragedia, sino de toda mi vida, que, modestia aparte, es muy interesante desde que era muy chiquitito. Tenía apenas 6 años cuando mis padres me mandaron a viajar por el mundo y comencé a trabajar desde los 12, sin necesidad, porque mis padres disponían de recursos”.
“La verdad es que he sido un aventurero de la vida, un tipo que ha dejado huellas en muchísimos lados y sigo dejándolas. He vivido una vida que considero vale la pena. Soy una persona muy activa, compasiva y comprensiva; me gusta mucho ayudar a la gente”, afirma y señala que tiene a su cargo la Fundación Vida en la que ayuda a los demás y puede desarrollar su vocación solidaria.
La razón de ser así la atribuye a que proviene “de una familia buena y unida, con valores muy sólidos y mucho sentido de la justicia”, aunque también admite ser “muy impulsivo”.
Esta actitud le ha ayudado sin embargo a defender sus intereses, como sucedió con el caso de los derechos de la película Viven, de Walt Disney.
“Ya todos se habían resignado y yo dije no”, en una abierta actitud de desafío hacia el gigante cinematográfico, al que califica como “la peor empresa en el mundo que nos pudo haber tocado, porque realmente se queda con todos tus derechos, no te paga un peso, te esconde las ganancias y simplemente te estafa”, afirma.
Señala que las 2 películas que se han hecho sobre la epopeya —la de Disney (Alive!) y otra mexicana, (Los supervivientes de Los Andes) dirigida por René Cardona, que se filmó en México en 1975 y se basó en el libro Survive de Clay Blair, un libro no oficial—, “son malísimas”.
Agrega que actualmente hay otra, que se hizo encabezada por un director uruguayo que vive en Francia, en la que participaron todos los sobrevivientes y que, en su opinión, es mejor que las anteriores.
La compara con el filme extraído del libro Alive! de Piers Paul Read, que todos los sobrevivientes consideran que “es muy malo porque no trasmite lo que nosotros vivimos; no está expresada la parte de los afectos, la solidaridad. No hay nada. Es horrible.
“Primero tú veías que fue todo falso. Los personajes están distorsionados. La película cuenta hechos que no sucedieron, por lo tanto, me parece un desperdicio de plata. Gastaron 25 o 30 millones y fue un mamarracho”, argumenta.
Estima que con todo el material que tenían, y una historia muy profunda, con una gran cantidad de mensajes, “los americanos no supieron aprovecharlo, porque hicieron una película gringa, destinada para unos gringuitos tontos que gustan de aventuritas”.
“Faltó un director latino con la sangre nuestra, que sabe lo que son los afectos, la familia, la solidaridad, los amigos.
“Cómo explicar, con palabras e imágenes qué es el frío y la sed —que es más terrible que el hambre misma y produce intenso dolor físico—, o qué se siente estar descalzo a 30 grados bajo cero.
“Yo pasé 3 días descalzo, con los pies metidos en la nieve, sin medias. Eso lo viví luego que durante la avalancha perdí mis zapatos y mis medias. Estuve sentado entre la nieve, masajeándolos para que no se congelaran, entre una gruesa capa de hielo que te quemaba todo”, ejemplifica.
“No tuvieron palabras ni recursos para mostrar en el celuloide cómo es estar sin poder dormir, viviendo junto a los cuerpos de tus amigos o seres queridos, que habían muerto.
“Es difícil transmitir a la gente esas cosas, el amor que existía entre todo el grupo, los afectos fuertes que se crearon ahí. De repente, un solo gesto producía unos afectos brutales y uniones afectivas fortísimas, algo sumamente difícil de entender”, apunta.
Sobre esos tristes y aciagos días entre las nieves perpetuas de los Andes, Ramón refiere que una de las cosas más duras fue recibir cada tanto la noticia sobre la muerte de sus compañeros.
La primera en fallecer fue Susana Parrado, la hermana de su amigo Nando.
“Cada persona que se moría era un impacto brutal y una depresión tremenda. Lo peor que nos podía pasar era que se muriese uno más, porque significaba un fracaso para el grupo y eso lo fuimos aprendiendo. En ese momento pensábamos en cómo sobrevivir y fundamentalmente en la familia”, expresa.
Justamente para él “la familia fue el motor que tuvimos para soportarlo todo, porque nos imaginábamos el dolor que experimentaban al creer que estábamos muertos. Lo único que nos animaba era la idea de salir de allí y decirles a nuestros padres, a nuestros hermanos: paren de sufrir, estamos vivos”.
La noche del 29 de octubre, a 16 días de la caída del avión sobre la ladera de la montaña, Ramón Sabella experimentó otro milagro. Cerca de la medianoche, mientras dormitaban dentro del fuselaje, una avalancha se deslizó y sepultó parte de los restos del Fairchild Fh—227D. Ocho personas murieron bajo toneladas de nieve. Sabella fue uno de los afortunados que sobrevivió, pero otros no tuvieron tanta suerte.
Sobre este episodio dramático, el entrevistado cuenta que quedó “totalmente sepultado y realmente me morí.
“Llegué a percibir aquellas sensaciones que algunos llaman Experiencias Cercanas a la Muerte (ECm) o Experiencia Extracorporal (EE), es decir, la separación del alma, del cuerpo; elevarse y ver una luz brillante. Desde arriba pude observar el inmenso manto de nieve que nos cubría y a la gente dentro del avión…”, recuerda. incluso cuenta que vio cuando alguien le pisó una mano, la única parte de su cuerpo que sobresalía entre la nieve.
“Me vi con el cuello torcido y cómo me rescataban. Una experiencia sobrecogedora”.
No fue la única vez que se sintió perdido. Otra ocurrió poco antes, cuando casi fallece por congelamiento, ya que el espacio en que vivían era muy pequeño.
“La parte trasera del avión se había quebrado y había un boquete. El frío era terrible. Cuando nos acomodábamos a dormir —que era un decir, porque no dormíamos—, el último que se refugiaba, quedaba prácticamente en la nieve y a merced del viento”, señala.
Una noche a él le tocó estar en ese lugar y fue tal el frío, que a los pocos minutos empezó a delirar. Alguien lo escuchó y sus colegas rápidamente lo introdujeron para darle calor.
“Estaba congelado, en total estado de hipotermia, y casi muero en esa ocasión”, afirma
¿Qué sintieron cuando partió esa pequeña expedición de los 3 jóvenes que se van a buscar ayuda?
En realidad, finalmente fueron dos: Fernando Parrado y Roberto Canessa, porque Antonio Vizintín tuvo que regresar al avión, debido a que sufrió una lesión.
Habíamos apostado gran parte de nuestros activos a ese grupo; habíamos trabajado dos meses preparándolos, haciéndoles ropa, alimentándolos, produciendo agua y bolsas de dormir, mochilas, bastones y trineos para que partieran en las mejores condiciones y no muriesen, a fin de que pudieran lograr el objetivo.
En su opinión, era “nuestra gran apuesta” para buscar ayuda por sus propios medios, luego de que al décimo día se enteraron, oyendo una radio de pilas, que no les buscaban más, y, por tanto, los habían condenado a morir en medio de la montaña “a pesar de ser unos chicos jóvenes y que aún estábamos vivos”.
Luego de la partida de los expedicionarios, tuvieron que pasar 10 días antes de escuchar por la radio la celestial noticia de que sus compañeros habían logrado contactar con un arriero quien avisó a las autoridades y detonó el inicio de la gran movilización para su rescate.
Sin embargo, Ramón Sabella revela que él y sus amigos, ante la falta de noticias sobre sus compañeros, llegaron a creer que habían muerto sin alcanzar su objetivo, e incluso se preparaba ya una nueva expedición.
Desde hace 4 años Ramón Sabella se dedica a viajar por el mundo, para motivar a jóvenes emprendedores.
“Lo que hacemos nosotros es estudiar a las empresas, una especie de consultoría; analizamos sus problemas y en base a eso damos la conferencia. Esto es interesante, porque en una charla de 2 horas y media, se logra una conexión muy fuerte con la gente, que sus propios consultores tradicionales, desde el punto de vista de recursos humanos, no logran en años”, dice.
Revela que la gente que acude a escucharlo se muestra “muy emocionada y acepta las cosas lógicas que les digo —que no son nada nuevo—, porque simplemente les refresco la cabeza con fórmulas lógicas de cómo proceder”.
Su método en cada conferencia es presentar primero un video, luego contar la historia de Los Andes y después hacer la parte selectiva específica para cada empresa.
“Les hacemos ver que existe una infinita cantidad de puntos comparativos, muy importantes y aplicables, entre lo que hicimos nosotros y lo que puede hoy hacer su empresa, en el mundo globalizado que vivimos; eso les sirve y la gente se siente identificada”, apunta.
“Les digo que si ese grupo de seres humanos —que no tenía nada extraordinario, que es gente igual a cualquiera—, logró superar sus adversidades, ¿por qué entonces ustedes no lo pueden lograr? Más bien es un problema mental, de actitud para encarar la vida”, sostiene.
Sabella, sin embargo, no está vinculado en esta actividad con otros de sus compañeros, algunos de los cuales también se dedican a brindar charlas y conferencias.
Él se especializa en platicar con empresarios, porque toda su vida ha sido hombre de negocios y ha afrontado los problemas de todo emprendedor.
“Se estudia la situación de las empresas, me cuentan sus problemas y en base a ello yo adapto la conferencia a las necesidades y problemas de cada una”, subraya.
Viajero incansable, ha estado una media docena de veces en México, país con el que dice sentirse identificado, porque considera que los mexicanos son muy amigables, gente tranquila, cálida, acogedora y muy sensible desde el punto de vista humano”.
Conoce poco de nuestro país —ha estado en Puebla, Playa del Carmen y Acapulco— y dice que le gustaría viajar más frecuentemente “para visitar sus sitios arqueológicos y echarme unos buenos tequilas.
“En mi próximo viaje haré un recorrido más extenso y quiero venir a dar otras conferencias”, dice.
Antes de la entrevista estuvo en Puebla, “comiendo un mole muy rico” y previamente visitó Cancún para dar una conferencia a la organización Jóvenes Unidos Mexicanos, de edades de 14 a 17 años, a los cuales habló sobre las drogas, la anorexia, el suicidio y la depresión. “Me he dado cuenta que mi experiencia reporta mucho a la gente: le da como unas brújulas para seguir su rumbo y superar aquellas cordilleras que todos tenemos”.
Y todos creemos que son tan grandes como el Himalaya o los Andes…
Exactamente, pero uno no tiene una medida; a veces es más grande o más chica, cada uno con su propio dolor, su pena y sufrimiento. Lo importante es tratar de darle a la gente las herramientas para que pueda sortear airosa su propia cordillera en el momento que quiera, y saber que se puede salir adelante.
Lo sustantivo no es fracasar y caerse, sino levantarse y salir adelante. El ser humano tiene dentro de sí, recursos impresionantes, ilimitados, que no conocemos ni explotamos internamente y nos permiten hacer cosas maravillosas en momentos muy duros.
Sabella tiene 3 hermanos —Margarita (ya fallecida), Juan y Gilda, y divide su tiempo entre Uruguay y Paraguay. “Después de más de 50 años de feliz soltería” hace apenas 2 contrajo matrimonio con Gloria Scappini, una bella mujer nacida en este último país.
Es además un hombre de trabajo, que se ha dedicado lo mismo a la ganadería —como exportador de carnes uruguayas a diversos países de Latinoamérica—, que a la agricultura, la floricultura, los cítricos y la metalurgia. Ahora ha decidido entrar en una etapa de su vida “más tranquila dentro de lo posible, porque es bastante movida todavía”.
Considera que el significado más importante de su experiencia fue la fe, el afecto, la unión, la solidaridad; el no entregarse, saber que sí se puede y que el ser humano se adapta a vivir en las peores condiciones, algunas veces sin nada, pero que se puede salir adelante.
“Nosotros nos caímos en un avión en Los Andes, con temperaturas de 30 grados bajo cero y afrontamos todo tipo de cosas, hasta la humillación; tuvimos que alimentarnos de la carne de nuestros amigos muertos, para poder sobrevivir.
“Estuvimos casi condenados a morir en la montaña por las avalanchas, y, sin embargo, cada día en que pensábamos que ya no podíamos estar peor, sacábamos nuevas fuerzas para salir adelante, sin darnos por vencidos”.
¿Era una fuerza espiritual?
Más bien creo que era una fuerza mental y grupal; la actitud del grupo fue muy fuerte. La unión fue una potencia muy grande y muy importante para nosotros.
“El ser humano tiene recursos increíbles dentro de sí, y puede soportar una cantidad de cosas impresionantes. Se adapta tanto a las cosas buenas como malas, precisamente por su enorme capacidad. Lo importante es sobrevivir”, afirma.
“Es vital saber que se puede caer y seguir andando sin perder la dignidad. Nosotros, en medio de esa montaña que nos mantuvo prisioneros, jamás fuimos indignos y pudimos vencerla”, expone.
NdR:
Hasta febrero de 2024, sólo 14 de los 16 supervivientes de la tragedia del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, continúan vivos. Entre ellos se encuentran Roberto Canessa, destacado en la medicina; Nando Parrado, que se convirtió en empresario y orador motivacional; Carlos Páez Rodríguez, que trabaja en publicidad y también es orador motivacional; José Pedro Algorta, quien ha escrito un libro sobre su experiencia; Alfredo Pancho Delgado, que prefiere un estilo de vida privado; Daniel Fernández, orador público; Roberto Bobby François, dedicado a su rancho familiar; Roy Harley, ingeniero y orador público; Álvaro Mangino, quien lleva una vida lejos del ojo público; Ramón Moncho Sabella, que trabaja en el negocio familiar; Adolfo Fito Strauch, agricultor y padre de cuatro; Eduardo Strauch, quien ha publicado un libro y se dedica a la pintura al óleo; Antonio Tintin Vizintín, involucrado en la industria del plástico y el rugby; y Gustavo Zerbino, empresario y orador público.
Han fallecido dos: Javier Methol, el superviviente de mayor edad en el momento del accidente, murió en 2016 a la edad de 79 años, aproximadamente un mes después de ser diagnosticado con un agresivo tipo de cáncer. José Luis Coche Inciarte, otro de los supervivientes, murió en 2023 debido a cáncer. Estos decesos dejan a 14 supervivientes vivos de la tragedia original. Methol y Inciarte fueron figuras importantes en la historia de supervivencia de este grupo y su fallecimiento es un recordatorio del impacto duradero que el accidente tuvo en sus vidas.
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La historia del vuelo fatídico, que se convirtió en el milagro de los andes
Esta tragedia sobresale en los anales de los accidentes aéreos porque se trata de uno de los hechos donde ha habido un mayor número de sobrevivientes que pasaron más tiempo en un ambiente hostil antes de ser rescatados.
La historia de cómo ocurrió este fatídico acontecimiento, que habría de tener un final feliz, comenzó el 12 de octubre cuando la nave partió del Aeropuerto Internacional de Carrasco, en Mendoza, Argentina, transportando al equipo de rugby del club Old Christians de Montevideo que se dirigía a jugar un partido contra el Old Boys de Santiago de Chile. El vuelo se produjo mientras imperaba el mal tiempo en todo el sector cordillerano central de Los Andes, que obligó al piloto a hacer una escala en el aeropuerto de Carrasco, donde pasaron la noche.
La tripulación decidió esperar hasta la tarde del día siguiente a que amainara la tormenta y los fuertes vientos.
El 13 de octubre se decidió continuar el vuelo con destino a Santiago. La ruta a seguir era vía paso planchón por Curicó, Chile. por algo que después fue considerado “un fatal error” cometido por el navegador, teniente Ramón Saúl Martínez, el piloto notificó a los controladores aéreos de Santiago que se encontraba sobre el paso planchón en Curicó, cuando se hallaban más al norte, en las cercanías del monte Sosneado y del volcán Tinguiririca, en la provincia de San Fernando, Chile.
Este error de más de 100 kilómetros habría de ser la causa de que las tareas de búsqueda y rescate fracasaran. El avión comenzó el descenso por instrumentos entre la niebla de una tormenta en desarrollo. mientras todavía se encontraba sobre las montañas, el piloto creyó por un nuevo error de navegación que habían ya traspasado el cordón montañoso, pero apenas habían transpuesto las primeras corridas de altas cumbres.
El aparato descendió varios cientos de metros de golpe al atravesar sendas bolsas de aire, y cayó casi mil 500 metros. Finalmente pegó en una ladera de la cordillera, en una zona ubicada entre el Cerro Sosneado y el volcán Tinguiririca, cerca de la frontera entre Argentina y Chile.
El aparato golpeó una segunda vez un risco del pico a 4 mil 200 metros sobre el nivel del mar que le arrancó el ala derecha, la cual fue lanzada hacia atrás con tal fuerza que cortó la cola del aparato, dejando abierta la parte posterior del fuselaje. Al instante murieron 5 personas, incluido el sobrecargo.
El avión golpeó un segundo pico que le arrancó el ala izquierda, dejando únicamente el fuselaje en vuelo, como si fuese un proyectil, el cual fue resbalando por una amplia ladera nevada y empinada de más de 4 kilómetros de largo hasta detenerse en un banco de nieve. Dos pasajeros más, atados aún a los asientos, salieron despedidos por el boquete de atrás.
El golpe de la nariz del avión contra el banco de nieve resultó fatal para los tripulantes de cabina, al comprimirse contra el panel de instrumentos. milagrosamente algunos pasajeros resultaron ilesos o con tan solo heridas leves.
De inmediato el capitán del equipo de rugby, llamado Marcelo Pérez, organizó a los ilesos para ayudar a liberar a los que seguían atrapados y a los heridos. Así también hubo otros con heridas internas graves que con el paso del tiempo se agravaron, como el caso de Susana, la hermana menor de Fernando Parrado.
El piloto Julio Ferradas murió víctima de un traumatismo craneoencefálico y el copiloto Dante Lagurara, aún con vida, quedó atrapado en la comprimida cabina con la cabeza expuesta hacia afuera del aparato y murió desangrado después de una dolorosa agonía. De las 45 personas en el avión, 12 murieron en el accidente o poco después; otros 5 habían fallecido a la mañana siguiente, y el octavo día, murió una pasajera, debido a sus lesiones.
Los 27 restantes hicieron frente a temperaturas de entre 25 y 42 grados bajo cero. La búsqueda se suspendió 8 días después del accidente. En el onceavo día en la montaña los supervivientes escucharon por una radio de pilas, con consternación que se había abandonado la búsqueda.
La noche del 29 de octubre, a 16 días ya de la caída, la mala fortuna golpeó de nuevo a los sobrevivientes.
Una avalancha de nieve se deslizó y sepultó los restos del avión y ocho personas murieron aplastadas bajo la nieve, incluyendo el capitán del equipo Marcelo Pérez y el último pasajero de sexo femenino, Liliana Navarro,
A mediados de noviembre, fallecieron 2 chicos más a causa de la infección de sus heridas. El grupo pudo sobrevivir durante 72 días y no morir por inanición gracias a la decisión grupal de alimentarse de la carne de sus compañeros muertos, enterrados en la nieve, a pocos metros del fuselaje. El 12 de diciembre de 1972, Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín partieron en busca de ayuda.
El tercer día de marcha, Antonio resbaló y se lesionó por lo que tuvo que regresar. Diez días después de partir, los dos jóvenes vieron a un campesino chileno del otro lado de un río y le lograron hacer llegar un mensaje.
El arriero, Sergio Catalán, avisó a los Carabineros de Chile y ahí se inició la movilización que concluyó con el ansiado rescate. En el lugar del accidente, denominado Valle de las Lágrimas, todavía quedan algunos restos del avión.