Descomplicado
Sobrevivir a la Navidad
Esta mañana, he sacado los CD con música navideña. Escojo uno y lo coloco en el aparato reproductor. Mientras termino la primera taza de café del día, el disco gira y gira con canciones tradicionales donde suenan campanitas y cascabeles.
No, aún no, pienso.
Del fondo de la bodeguita, entre muchos triques aparecen los adornos que acostumbro poner en la casa en esta temporada. Con frenesí los coloco en los mismos lugares donde estuvieron el año pasado, el antepasado y desde hace muchos años.
M horrible árbol, con ramas y hojas de plástico verde, acumuló polvo suficiente para reforzar al desierto de Altar pues la última vez lo desmonté hasta las vacaciones de Semana Santa. Habría que reponer las esferas rotas e instalar en lo alto a la estrella de Belén como último paso.
No, aún no. Me repito.
Recorro el centro comercial cercano. Oigo la música navideña, observo los adornos y escucho el jo jo jo de Santo Clos, pero ni así logro rescatar mi espíritu navideño.
Entonces, aplico el antídoto al estrés navideño. ¡Únete al enemigo!
Veo, una vez más, la lacrimógena película La niña de las cerillas. Hago un enorme esfuerzo para llorar a moco tendido para no parecerme al avaro, cruel y desalmado Scrooge. Cambio de canal donde animadores, artistas e invitados se carcajean como idiotas en un esfuerzo por transmitir la felicidad que aparentan les embarga en estas fiestas. Las risas grabadas se me meten hasta la médula y me indican cuándo también yo debo de hacerlo.
El siguiente antídoto será romper el contraste entre el yo interno que incluye la nostalgia, tristeza y el estrés, y el yo externo, uniéndome a los villancicos, la alegría y el entusiasmo que incluye estampar el poder de mi firma.
Abrazo a mis enemigos y saludo de beso hasta a la más fea. Reparto parabienes a diestra y siniestra.
Escucho sumiso las obligaciones que tengo para y con toda la parentela: “No te olvides del regalo para la tía Cucufata. Siempre te tiene un buen presente” (chocolates reciclados) “El tío Audifax nunca se olvida de ti” (pañuelos que le regaló Cucufata en 1953). “Tu sobrina Espergencia espera su laptop que le prometiste cuando cumplió sus quince” (hace diez).
El esfuerzo de los últimos meses por bajar los ocho kilos extra que se me han acumulado alrededor de la cintura, se va a la basura cuando escucho: ¡La cena está servida! “No puedes despreciarnos” me han dicho. Un caldito caliente para el frío; el bacalao elaborado por GaGa y los romeritos con los que se pulió Josefita. Tampoco la ensalada rusa de la tía o el ponche con que se esmeró la vecina.
Sé que este paquete no podré digerirlo hasta las próximas Pascuas. Todo sea por el espíritu navideño. No pueden faltar el kilo de uvas a un lado (¿Qué, no son para el Año Nuevo?) las frutas secas, la sidra y el café para el desenpance.
Contra mis deseos de desaparecer el mes de diciembre del calendario, a los familiares a los que deberé dar un regalo, la cena navideña, la transmisión de películas lacrimógenas y los programas con risas grabadas, boto al cesto de la basura mi mal humor, saco las tarjetas de crédito y me doy vuelo en los centros comerciales.
Este antídoto al estrés navideño funcionará. Tendré 365 días para pagar el próximo año.
La armadura de insensibilidad con que me forré en el diplomado que tomé con el Doctor House, fue traspasada por la luz de la nariz del reno Rodolfo, el brillo de la estrella de Belén, el rojo del gordito Clos y el dorado de las burbujas de champaña.
Sólo me resta gritar:
¡Feliz Navidad para todos!
¡Ajá!